EL ROJO ESPLENDOR DE UNA CATÁSTROFE

Por Federico Schopf

 

La tendencia lárica sigue siendo un punto de apoyo y (des)orientación para un sector no sólo nostálgico de la poesía chilena escrita y por venir. Fundada en la obra de Jorge Teillier -que como todo inciciador estableció una línea inestable de precursores- es una poesía del arraigo (del deseo de arraigo), en un mundo signado por una habitación que aparece largamente sedimentada en las cosas. Es una poesía del lugar de origen. En principio, nada impediría que pueda surgir en distintos territorios, pero históricamente, en nuestra literatura está referida a un espacio y tiempo determinados: a la Frontera que comienza, en la poesía, en el Viaducto del Malleco, o, si se prefiere un deslinde más ambiguo, allí donde las casas comenzaban a ser de madera y no de adobe -desde luego, antes de la uniformización en cemento armado. Sus otros límites, los que conducen al finis terrae, son más bien imprecisos y susceptibles de ampliaciones y contracciones según el (des)orden del tiempo.

La violencia del deseo

La violencia sobre la que históricamente fue fundado el mundo de la Frontera no aparece en la poesía de Teillier. No creo que se trate de un descuido -él mismo era un estudioso de la historia- sino más bien de una condición necesaria para el ensueño de una comunidad en que están conciliadas la naturaleza y la cultura, el pasado y el presente.

La poesía de Teillier representa el mundo lárico en un momento en que está acabado, en que asume una apariencia de estabilidad sustentada en las huellas de una forma de vida y un vago espesor pasado.

El lugar de origen -pueblo y comarca- está poblado de signos que hablan de la plenitud pasada. En el retorno, siente el llamado de "ventanas golpeadas por el viento". Este llamado como el llamado del bosque: "el bosque cierra sus párpados/ y me encierra''- redescubre mundo y tierra, protección y origen. Lugares privilegiados para desencadenar el ensueño son los espacios que han quedado al margen del tráfico diario: entretechos, el molino incendiado, galpones abandonados, el fondo de la arboleda; también útiles fuera de uso: una trilladora, un arado, restos de un automóvil, el tílburi de los abuelos. Aparentemente distraído -no al acecho o concentrado en la búsqueda- accede a los lugares que precipitan el recuerdo y lo sostienen como presencia y promesa, impulsado por una especie de "azar objetivo".

El desarrollo de su escritura permite en cambio, sentir otra violencia: la violencia soterrada del deseo de encontrar (de sostener) este mundo lárico, la cual selecciona, inventa, aparta, más que nada aparta dimensiones de la experiencia pasada y la percepción presente.

 

El idilio

La poesía de Teillier es una serie abierta de instantáneas tras las cuales se vislumbra el flujo del paisaje que ellas intentan retener. Su mirada alcanza hasta el deslizarse de las nubes en el cielo, aunque no deja de consignar la amenazante irrupción de las naves espaciales. En el trasfondo, en la lejanía que rodea a la comarca por arriba y por abajo -la que abarca el gran angular a que renuncia el poeta- se recorta contra las montañas que no aparecen en su poesía, el rojo resplandor de una catástrofe que avanza lentamente.

El efecto de felicidad y dolor que esta escritura transmite, se produce en el entramado de sus imágenes estáticas -que aspiran a copar el ángulo visual- y el fondo fluido sobre el que frágilmente se sostienen.

En el idilio alcanza su plenitud el mundo lárico. Es su clausura la que sostiene la estática armonía de mundo y tierra, naturaleza y espíritu, habitante y comunidad. La felicidad del instante está amenazada por la distancia creciente del poeta que, en su reiterado retorno, difiere hasta cuando puede el reconocimiento de la pérdida del espacio lárico y su propia transformación en otro (Schiller, Giordano y Traverso).

El poeta establece una relación de complicidad con el lector, lo seduce, lo persuade emocionalmente de no ver el cambio, de entregarse a la complacencia de la imaginación (el ensueño) de un mundo conciliado que alguna vez se tuvo.

La reiteración, la repetición, la circularidad y no la espiral parecen caracterizar a esta escritura. El poeta quisiera retornar a lo mismo, al mundo del arraigo, la identidad que concilia con los otros, el resguardo.

Pero en el curso de su escritura -ya a partir de Para un pueblo fantasma (1978) claramente en Cartas para reinas de otras primaveras (1985)- el poeta introduce un cambio de perspectivas y de estatuto del objeto de su deseo. El repetido viaje de retorno modifica el ángulo de la mirada, una leve torsión del rostro y la disposición del poeta.

En este sentido, la "inagotable circularidad" (Cárcamo) de su movimiento lo conduce finalmente a la (des)esperanzada constatación de la imparable (des)aparición del mundo lárico en el presente y de su inexistencia real en el pasado. Sus vestigios -que carcome la usura del tiempo y del progreso- se hacen testimonios de una comunidad que acaso nunca existió en la clausura y homogeneidad con que la proyecta el poeta en el recuerdo.

Nunca se insistirá bastante en el velado poder de seducción de esta escritura, que es capaz, sin traicionar a nadie que haya confiado en ella, de sustituir el objeto del deseo, la promesa del poeta, hasta el diseminado momento en que llega a ser, no el recuerdo del pasado sino la utopía que corresponde a ese pasado o a cualquier otro tiempo presente o por venir, quiero decir, en tanto utopía del origen, la pertenencia, y la conciliación consigo misma y con los otros.

La tempestad de la historia

Por obra y gracia de una escritura volcada al recuerdo y al ensueño, una campana transparente protege la integridad del espacio lárico. Pero el avance lento de una imperceptible trizadura la fragiliza desde sus inicios, dejando entrar ráfagas de tiempo que -a lo largo de la escritura- terminan transformando el pueblo natal en "un pueblo fantasma". Ante los ojos desencantados del poeta se precipita un lento deterioro o -para decirlo con palabras que él amaría- "una catástrofe tranquila" (Saint-Pol-Roux).

El poeta de la escritura de Teillier es un poeta epigonal, de fin de mundo. Su aproximación al pueblo natal -a sus vestigios- está mediatizada por los efectos de su emigración a la ciudad: desamparo, ausencia de comunicación y comunidad, agresión. El poeta regresa contaminado al lugar de origen, transformado en otro. Su anhelo del mundo lárico es también -o ya era- un sueño de la modernidad. El fracaso del deseo por instalar su objeto en el pasado, lo convierte en un agento de deterioro para el poeta, intensifica sus impulsos autodestructivos. El poeta se encuentra -y trata de encontrarse a sí mismo- entre el espacio urbano y el espacio natal en trance de desaparición. Es un sujeto escindido, desintegrado, diseminado entre el presente urbano y el pasado láricamente evocado. Ha terminado por estar fuera de todo lugar. En la ciudad es apenas un sobreviviente que resiste. Su existencia transcurre entre el bar y la clínica. La clínica se hace alegoría de la sociedad moderna. El espacio lárico ha llegado a ser sólo utopía de la reconciliación con la tierra y los otros. Su aparición en la forma del idilio alterna con fragmentos de escritura elegíaca.

Desamparado, expuesto, en uno de sus más extraordinarios poemas finales -en su hambre de comunión- ha llegado incluso a imaginarse como lugar de acogimiento: "para esperarla yo me convertía/ en la casa de madera de sus antepasados/ alzada a orillas de un brumoso lago".

No es un poeta ingenuo. Es un poeta sentimental (en el sentido de Schiller: reflexivo, consciente de su mediatización, soterradamente irónico). Como Pasolini, es un poeta que quiere prescindir de las (inter)mediaciones técnicas y que, sin embargo, legitima sus formas ya integradas a la tradición: aquellas que no han perdido un determinado contacto con la tierra.

La presencia -o ausencia- del lugar de origen habla sólo a los que provienen de su ámbito o hayan habitado largamente en él. Su (des)aparición -su ser o su nada- depende de ellos. Y uno de ellos, Jorge Teillier, retiene poéticamente esta relación:

Pues lo que importa no es la luz que encendemos día a día,
sino la que alguna vez apagamos
para guardar la memoria secreta de la luz.
Lo que importa no es la casa de todos los días
sino aquella oculta en un recodo de los sueños.
Lo que importa no es el carruaje
sino las huellas descubiertas por azar en el barro.

 

En La Época, 12 de mayo de 1996.

 

SISIB y Facultad de Filosofía y Humanidades Universidad de Chile