Las Humanidades
y su Lugar en la Cultura
Anales de la Universidad de Chile. Sexta Serie. Nº2. Diciembre 1995. 39-49.

Lucía Invernizzi Santa Cruz

La respuesta a la pregunta por la noción de Humanidades, por el sentido de ellas y de su cultivo se ha buscado, tradicionalmente, a través de la revisión de las formas con que las Humanidades se presentan en el curso de la historia.

Si bien no es mi propósito reiterar ese discurso tradicional, creo sin embargo, conveniente atraer algunos de sus enunciados. A la luz de ellos, tal vez, se hagan presentes dimensiones necesarias de tener en consideración como marco de referencia para la reflexión sobre las humanidades, su cultivo, su enseñanza, su proyección e incidencia en nuestra realidad.

El discurso tradicional sobre las Humanidades nos remonta a las fuentes de nuestra noción de ellas: la paideia y la enciclopedia griegas, punto de arranque de una trayectoria que, pasando por la humanitas latina y enfrentando “las encrucijadas de los tres y los cuatro caminos” de las artes “liberales” de fines de la Antigüedad y de la Edad Media, conduce al lugar de donde procede nuestra expresión “las Humanidades”. Ese lugar es el de los studia humanitatis que surgen como poder espiritual en la Europa del Renacimiento y cuya intencionalidad última apuntaba a recapturar el sentido que para los griegos tuvieron el bien y la belleza como valores que impulsan la configuración perfecta del hombre, dan fundamento al proceso de su formación y sentido de unidad a las Humanidades. Es en esa esfera, la de los studia humanitatis de los siglos XV y XVI, donde se constituye la primera gran figura histórica de las Humanidades, en la cual las ciencias y arte de la palabra y del discurso, el arte y la literatura son los núcleos fundamentales en los que cristaliza y se manifiesta la voluntad de forma bella que preside los procesos de creación en todos los campos de la vida y la cultura renacentistas. Así, en la historiografía, el pensamiento filosófico, la ciencia, la vida social y política, la personalidad. Todas ellas concebidas como creaciones conscientes, “obras de arte”, en la expresión de Burckhardt.

Después del siglo XVI, las Humanidades se presentan como mero aprendizaje gramatical o erudición carentes del sentido formador original; resurgen en otros momentos históricos como en la Alemania de la segunda mitad del siglo XVIII y primeras décadas del XIX, luego de lo cual, las Humanidades parecieran haber caído bajo el implacable imperio del realismo, de la industrialización, de la especialización que alienan el sentido originario de la formación humanista el que desde entonces pareciera haberse perdido y con él, la incidencia de las Humanidades en la sociedad. En un medio cada vez más dominado por las ciencias y las tecnologías, las disciplinas humanísticas se van constituyendo un ámbito cerrado, una especie de reserva en la cual sus cultivadores siguen formulando las inquietantes preguntas sobre el hombre, su existencia, su destino y procurando, a través de la reflexión, el diálogo, la palabra, comprender lo humano como totalidad.

En esta suerte de “nueva edad media” - como sugiere Umberto Eco [1] - los humanistas, al igual que los monjes medievales en la soledad y apartamiento de sus claustros, continúan su reflexión sobre el hombre, el ejercicio de la crítica, la escritura y reescritura de los textos fundamentales y la creación de conocimientos necesarios para comprender lo humano y rescatarlo de la anulación y destrucción de un mundo y de sistemas que lo reducen, alienan, instrumentalizan, cosifican, cuantifican; persistiendo así en un quehacer hermoso, pero que pareciera ser irrelevante para la marcha del mundo.

Por ello, el discurso tradicional sobre las humanidades concluye habitualmente inquiriendo por su incierto destino y afirmando con énfasis la necesidad y sentido de ellas, de su presencia e incidencia sociales, especialmente en épocas de cambios profundos, de inseguridad y riesgo para el hombre y lo humano.

Las Humanidades en la Universidad de Chile

Si proyectamos en nuestra circunstancia los enunciados básicos del discurso tradicional sobre las Humanidades, debemos remontar a 1843, al discurso de Andrés Bello de inauguración de la Universidad de Chile, el que, en su parte más extensa, está dedicado a trazar el programa de la Facultad de Filosofía y Humanidades y a señalar el sentido y función de las disciplinas humanísticas en la realidad chilena. La misión de esta Facultad se define, según dice Bello, en el estudio de nuestra lengua, de las lenguas extranjeras, de la historia antigua y moderna, concebidos como estudios básicos para “alimentar el entendimiento, para educarle y acostumbrarle a pensar por sí mismo”; en el cultivo de la poesía, de la literatura, “capitel corintio de la sociedad culta”, que “pule las costumbres, afina el lenguaje, haciéndolo vehículo fiel, hermoso y diáfano de las ideas”; en el estudio de “otros idiomas vivos y muertos que nos pone en comunicación con la antigüedad y con las naciones más civilizadas, cultas y libres de nuestros días; que nos hace oír los acentos de la sabiduría y elocuencia extranjeras; que por la contemplación de la belleza ideal y de sus reflejos en las obras del genio, purifica el gusto y concilia los raptos audaces de la imaginación con los derechos imprescriptibles de la razón; que iniciando al alma en estudios severos, auxiliares necesarios de la bella literatura y preparativos indispensables para todas las ciencias y para todas las carreras de la vida, forma la primera disciplina del ser intelectual y moral, expone las leyes eternas de la inteligencia a fin de dirigir y afirmar sus pasos, y desenvuelve los pliegues profundos del corazón para preservarlo de extravíos funestos y para establecer sobre sólidas bases los derechos y deberes del hombre”. Componente esencial de la misión de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile es, además, para Andrés Bello: “la dirección de las escuelas primarias, la promoción del cultivo de los diferentes ramos de la filosofía y las Humanidades en los institutos y colegios nacionales, dando especial atención a la lengua, literatura nacional, historia y estadística de Chile”. Dirección ésta que, según Bello, no es sólo cumplimiento de la función que le encomendaba la Ley Orgánica de 1842 a esta Facultad, sino “obra de una cultura muy adelantada que tiene en la instrucción literaria y científica, la fuente de la que se nutre y vivifica”.

La fidelidad de la Facultad de Filosofía y Humanidades al programa establecido por Bello fructificó en realizaciones que no sólo enriquecieron y prestigiaron a la Universidad de Chile, sino que contribuyeron poderosamente a consolidar la nacionalidad chilena, a forjar nuestra identidad y a impulsar el desarrollo cultural y el progreso del país. Por eso, quienes en 1943 conmemoraban el centenario de la Facultad hacían el recuento de innumerables y valiosos logros y realizaciones. En cumplimiento de la misión de dirigir la enseñanza nacional, la Facultad había creado escuelas de primeras letras y normales, colegios, liceos, conservatorios, academias; había estudiado y adaptado textos de enseñanza en todas las disciplinas, desde el Silabario Americano de Sarmiento hasta obras de cosmografía y altas matemáticas; había formulado y reglamentado planes y programas, normas de disciplina y convivencia escolar para todo el sistema educacional y había formado, desde 1889 en el Instituto Pedagógico, un profesorado “que ha sido y es honra de América” (Juvenal Hernández).

En el campo de las disciplinas humanísticas, la Facultad en su centenario mostraba vigorosos desarrollos de los estudios filológicos, gramaticales, fonéticos, morfológicos, lexicográficos; en historia e historiografía, como señalara Luis Galdames “La Facultad de Filosofía y Humanidades echó las bases y levantó los muros de la reconstrucción del pasado nacional” y surgió una escuela de importantes historiadores que según dijera Marcelino Menéndez y Pelayo, en son de intencionada crítica, “no habían dejado rincón de su historia, por menudo e insignificante que fuese, por investigar”.

En palabras de Mariano Latorre, “también la crítica, la historia literaria y la novela chilena con Alberto Blest Gana, nacieron oficialmente en el seno de la Facultad de Filosofía y Humanidades”; agregando que “bastaría este hecho y la publicación de la Historia de la Literatura Colonial de Chile de José Toribio Medina para señalar elogiosamente la participación de la Facultad en el desenvolvimiento de nuestra literatura en el período comprendido entre su fundación y las primeras décadas del siglo XX”.

Esta trayectoria de valiosas realizaciones, de incidencia efectiva de las humanidades en la realidad nacional, fue el producto del trabajo riguroso y disciplinado de varias generaciones de notables hombres de estudio y auténticos maestros que formaron a las jóvenes generaciones y contribuyeron decisivamente a forjar la sociedad y la cultura chilenas. Esa acción formadora y de proyección del pensamiento, de la perspectiva del espíritu y sentido humanista de los estudios, tuvo un instrumento fundamental y eficaz en el Instituto Pedagógico que, con su labor y a través de los profesores de estado formados en él, irradió esos valores a todo el país y a amplios sectores de la sociedad chilena.

La década del 60, en cuanto parte importante de nuestra historia personal, permanece en el recuerdo como una edad dorada que nos brindó la posibilidad de formarnos con verdaderos maestros, académicos rigurosos que renovaron los estudios en nuestras disciplinas y nos infundieron su entusiasmo, su pasión por el saber, por el conocimiento y el espíritu generosos y abierto para comunicarlo. Esa década fue además, tiempo de aspiración al cambio, de demandas por la democratización y la participación efectiva en la conducción y toma de decisiones universitarias. Tiempos de Reforma que comprometían a la Universidad toda, pero cuyo centro era la Facultad de Filosofía y Educación. De ese proceso de análisis y discusión, que tuvo lugar en las Comisiones de Reforma, se generó la Ley que estableció la participación de la comunidad universitaria en la elección de sus autoridades y el mandato al Consejo Superior Universitario transitorio de abocarse al estudio de  un proyecto de Estatuto Orgánico. Surge también de ese proceso una modificada Facultad de Filosofía y Educación que, a la vez que extiende la formación profesional a profesores de Enseñanza Básica, suprime los Institutos de Investigación y adscribe a los investigadores a los Departamentos de especialidad.

El golpe militar afectó de manera dolorosa y brutal a la sede oriente de la Universidad de Chile. Exoneraciones  masivas de académicos, estudiantes, funcionarios; prisión, torturas, muerte de universitarios; desarticulación de organismos y unidades académicas, drásticas reducciones y pérdidas, es el saldo de esa violenta intervención. Entre estas pérdidas se cuenta la desvinculación de la Facultad de toda relación con la pedagogía y la educación, a partir de 1981.

La tarea de estos últimos años se ha orientado a recuperar algunas de las múltiples pérdidas sufridas y a darles a la Facultad y a las disciplinas humanísticas la consistencia que haga posible proyectarlas en nuestro medio con fuerza formativa. Al logro de esa finalidad han tendido los esfuerzos de mejoramiento y fortalecimiento de las Licenciaturas, el desarrollo del Postgrado y de programas de Postítulo, la restitución de los estudios pedagógicos y de formación de profesores de Enseñanza Media, el estímulo a la investigación, a las publicaciones y a una actividad de extensión que irradie los contenidos y el sentido de los estudios humanísticos hacia el medio externo.

La más que sesquicentenaria historia de la Facultad nos lleva a constatar que, a pesar de la acción de múltiples factores adversos que han obstaculizado su desarrollo y han llegado incluso a quebrantar el sentido de unidad e integración y la identidad de las disciplinas humanísticas, la Facultad de Filosofía y Humanidades ha persistido en el cultivo de los estudios lingüísticos, literarios, históricos, filosóficos. Estos, como señalaba Bello, son “preparativos indispensables para todas las ciencias y para todas las carreras de la vida”. Asimismo, la facultad ha mantenido vivo el espíritu de esas disciplinas que se ocupan del hombre en su acción esencial de procesar simbólicamente la realidad para hacerla aprehensible, manejable, comunicable, y de los distintos instrumentos de que dispone para ello, disciplinas que se organizan en torno al lenguaje, a la palabra humana esencial, “raíz y fundamento”, “forjadora de hombres de corazón firme y rostro sabio”, como la definieran los tlamatinime y poetas nahuas del antiguo México, o como expresa un verso de Octavio Paz, “palabra-libertad que se inventa y me inventa cada día” y que frente al silencio, al bullicio o esplendor de los lenguajes técnicos o a la palabrería inconsistente y banal, sigue siendo el más rico y complejo instrumento de expresión y comunicación humanas, el más propio de la compleja condición del hombre, cuyas grandeza y miseria consisten en perseguir las escurridizas verdades por los laberínticos espacios de la creación y del error, en un tránsito y búsqueda eternos, sólo posible en virtud del procesamiento simbólico de la realidad.

Esa actividad comprensiva de lo real mediante categorías de pensamiento, imágenes, símbolos poéticos, es decir, del lenguaje en sus múltiples posibilidades, unida a la determinación y selección de valores, sin los cuales no hay norte para fijar objetivos ni acción inteligente no eficaz - actividades ambas esenciales al quehacer humanista - , constituyen el centro que genera, da fundamento, orientación y sentido a todo proceso de creación y transmisión del conocimiento, a todo proceso de desarrollo y formación del hombre, a toda preocupación y acción humanas.

Por eso, no son pues las humanidades mero complemento sofisticado y decorativo de la cultura, sino columna vertebral de ella que la mantiene erguida desde su base en los cimientos del lenguaje hasta su coronación en los grandes símbolos de su destino: el pensamiento filosófico, la conciencia histórica, la poesía.

Las Humanidades en Chile Hoy

Es un hecho que esos roles, que son inherentes, esenciales al quehacer humanístico y a la noción de humanidades, desde el origen y, en nuestra tradición, desde el discurso de Andrés Bello, han sufrido serio menoscabo y reducción, en la realidad chilena de las últimas décadas. Y en la hora presente, podemos decir, sin temor a exagerar y parafraseando un verso de Hölderlin, que vivimos “tiempos menesterosos” de humanidades, en los que sus perspectivas, sus valores, sus principios, su discurso están ausentes y, fuera del estrecho círculo de sus cultivadores, no tienen real presencia, reconocimiento ni valoración.

Otros son, en nuestra sociedad, los saberes dominantes, otros los intereses, las preocupaciones, las inquietudes, los valores que presiden la existencia individual y colectiva. El imperio del mercado, las concepciones libremercandistas, los proyectos de desarrollo definidos básicamente como crecimiento económico, la consecuente valoración de los bienes materiales, de las cosas, erigidas en supremo bien que el hombre persigue afanosamente, cifrando su felicidad en poseerlas y su libertad en elegirlas, de entre aquellas que el mercado, con apoyo y despliegue publicitarios le ofrece. Todo ello, en fin, ha relegado a las humanidades y, en general, a todas las disciplinas y actividades que no se dedican a producir cosas que se transen en el mercado - y que, por ende, no son “rentables” - , a una situación que encuentra en el título de un artículo de Beatriz Sarlo el lema que puede traducir el estado de las humanidades y de los estudios humanísticos en Chile, hoy: “¿Arcaicos o marginales? Situación de los intelectuales en el fin de siglo” [2] .

Así, arcaicas y/o marginales se nos presentan las humanidades en nuestra realidad chilena. Desvalorizadas en relación a otras disciplinas - las llamadas “ciencias duras” y las tecnológicas - más “eficaces” e incidentes en los procesos del desarrollo que se aspira alcanzar, excluidas de las propuestas, políticas y acciones de fomento de la investigación científica en el país (piénsese en el documento formulado por Conicyt, en 1994, o en las recientemente creadas Becas Presidenciales de Ciencia, por atraer sólo dos ilustraciones de lo dicho); limitadas seriamente en el acceso a las fuentes de financiamiento necesario para su cultivo y desarrollo; exigidas de responder a los requerimientos de “productividad” que rigen en el mundo económico para lograr recursos y por ello, requeridas también de “reconvertirse” para insertarse y competir con posibilidades en el mercado de la cultura, donde las humanidades - que algunos ya empiezan a llamar “clásicas” - no tienen lugar, a menos que se “modernicen”. [3]

Arcaicas y/o marginales se consideran, pues, las humanidades en nuestro medio. Y no puede ser de otro modo porque en sociedades, o dentro de sistemas que conciben al hombre como mero “recurso humano”; que procuran, a través de las instancias educativas, formarlo como tal, como instrumento eficiente de producción y, con el poder publicitario, lo convierten también en ansioso consumidor de bienes materiales; en sociedades o sistemas que proponen modelos de hombre y de país que dan relieve a atributos de agresividad, fuerza, competitividad feroz en la lucha, propios de tigres, jaguares u otros términos mayores, no hay, no puede haber lugar - sino en los márgenes - para disciplinas que tienden a la formación integral del hombre, que se dedican a la reflexión, a la búsqueda e indagación en los temas y problemas humanos esenciales, a crear pensamiento crítico y conocimientos que puedan servir de fundamento valórico y orientador de los procesos que viven y afectan al hombre y a la sociedad.

Pero el descuido de la Facultad simbolizadora, de la actividad reflexiva, de la perspectiva crítica; el empobrecimiento de la capacidad de imaginar, pensar, comunicar una visión global del hombre y de proponer valores que permitan reconocer y, a la vez, orientar su inevitable destino de constructor de historia, que se produce como consecuencia de la minimización y desvaloración del quehacer humanista, entraña para el hombre y la sociedad el grave peligro de extraviarse y aniquilarse en un mundo que se va tornando cada vez más ajeno y hostil.

Peligro que se agudiza en esta “era del vacío”, en la que “todo lo sólido se desvanece en el aire”; en la que cotidianamente vivimos la experiencia de asistir al acabamiento de un mundo, al final de una era: la moderna; al derrumbe de sistemas de valores, mientras algo distinto, no bien definido aún, emerge de los escombros; época que nos ofrece la riqueza de la diversidad y mezcla de culturas, de la pluralidad y paralelismo de mundos espirituales e intelectuales que, en el encuentro y amalgama de sus diversos elementos, van construyendo nuevos sentidos, proponiendo nuevos paradigmas, abriendo nuevas perspectivas y campos al conocimiento; pero que, a la vez, nos lleva a constatar que todos los avances de la ciencia y de la revolución tecnológica no logran captar ni penetrar las dimensiones profundas de la realidad; que, si bien cada día tenemos mayor acceso a la información y disponemos de un conocimiento incomparablemente mayor que el que tuvieron anteriores generaciones, nuestra comprensión del Universo, de nuestra propia existencia, en lo esencial, es más escasa, pues pareciera que toda esa información, que nos inunda y sobrepasa toda posibilidad de procesarla y asimilarla, así como el conocimiento disponible, sólo rozan la superficie de los fenómenos.

Y así vivimos la cotidiana sensación de que algo fundamental se escapa a nuestra comprensión, que no sabemos bien qué hacer en un mundo que en nuestra experiencia se nos aparece confuso, laberíntico, caótico; un mundo en permanente y acelerado cambio, donde todo es posible y nada es seguro.

A la mejor comprensión de ese mundo y del hombre, y a la orientación de su tránsito por los laberínticos espacios en los que se desarrolla su existencia en este complejo momento de la historia, mucho tienen que aportar las arcaicas y/o marginales humanidades que aquí llamaré “clásicas” para distinguirlas de algunas de las formas - remedos de ellas, en verdad - con que suelen con frecuencia aparecérsenos estas disciplinas en nuestro medio, ocupando la escena de la cultura transformada a su vez en “evento”, en espectáculo intrascendente y banal, o exhibiéndose en los escaparates del mercado y de la industria culturales, con un discurso que, por conceder la “modernidad” de los tiempos se manifiesta acrítico, liviano, superficial. Discurso de los “intelectuales convertidos en expertos de la particular a quienes ya no acecharán los peligros de adjudicarse una representación sustentada en valores”, como dice Beatriz Sarlo, y que se enuncia desde una situación muy generalizada actualmente, que Sarlo caracteriza así: “Como nadie quiere reconocerse utopista ni profeta, el discurso del intelectual pierde filo crítico; y por ese camino, bajo la apariencia de volverse más humilde y democrático, llega en verdad a ser concesivo con el poder y, al mismo tiempo, practica el seguidismo de la opinión pública” (Sarlo, Beatriz. Op.cit:12).

No es, pues, de esas humanidades “reconvertidas”, ni del discurso de “los expertos de la particular”, ni del liviano, acrítico y concesivo discurso de también “reconvertidos” intelectuales de donde provendrá el aporte a la comprensión global de lo humano en éste nuestro tiempo y circunstancia, que tanto necesitan de ello.

Provendrá, como siempre ha sido, de las disciplinas que, si renuncia a su vocación intelectual generalizadora se siguen ocupando del hombre en su acción esencial de procesar simbólicamente la realidad; que, mediante categorías de pensamiento, imágenes, símbolos poéticos, del lenguaje, en fin, persiguen comprender lo humano en su totalidad; crean re­flexión, pensamiento crítico; determinan, seleccionan, proponen valores y con su actividad contribuyen a la comprensión, a la orientación del hombre y de la sociedad y a su forma­ción integral. Y esas disciplinas son, fundamentalmente, las humanidades, sin apelativo, en su sentido original y propio; en el sentido que postulaba Bello para los estudios lingüísticos, literarios, históricos, filosóficos de la Universidad de Chile.

Sentido que cabe reanimar e instalar en el centro de la cultura en esta sociedad chilena de estos tiempos llamados nuevos, modernos, del fin de la modernidad o de la postmodernidad, en la que el privilegio de otros saberes, el dominio de las concepciones libremecandistas, la corriente “modernizadora” que toca a todas las esferas - y un largo etcétera - han recluido a las disciplinas humanísticas a los reducidos ámbitos, principalmente académicos, donde aún se siguen cultivando; o, lo que es más graves, las van convirtiendo en un componente más del mercado y del espectáculo de la cultura, con la consiguiente pérdida, empobrecimiento, deterioro, que su reducción o banalización acarrea para el ser humano y para la sociedad.

Recuperar para las humanidades el lugar central que les corresponde en la cultura, hacerlas intervenir efectivamente en el espacio público, suscitar el debate sobre las cuestiones humanas esenciales y participar activamente en él, para así contribuir a la preservación del sentido humano de la existencia individual y social, debería ser la finalidad de la acción de los humanistas en Chile, hoy; y los organismos y entidades responsables del desarrollo científico y cultural del país deberían apoyarla y estimularla decididamente.



[1] Eco, Umberto. La Nueva Edad Media. Editorial Alianza. Madrid.1986.

[2] Revista de Crítica Cultural. Nº8. Santiago de Chile. Mayo. 1994. pp. 8-13.

[3] Refiriéndose al tema de la reconversión y de la inversión en cultura, en el contexto de la tensión tradición/modernidad, García Canclini señala entre las tendencias o posiciones que existen, la siguiente: “Otros piensan que no hay una reducción del acceso y los réditos, sino un cambio radical de los lugares donde conviene invertir. Ya no en artesanía, ni en arte, sino en las industrias culturales. Tendrán su lugar todos los que pasen de las tradiciones a la modernidad, de las humanidades clásicas a las ciencias sociales, o mejor de las ciencias blandas a las duras. Los símbolos de prestigio se encuentran menos en la cultura clásica (libros, cuadros, conciertos), se desplazan a los saberes tecnológicos (computación, sistemas), al equipamiento doméstico suntuario, a los lugares de ocio que consagran la alianza de las tecnologías avanzadas con el entrenamiento”. Carcía Canclini, Nestor. Culturas Híbridas: Estrategias para entrar y salir de la Modernidad. Editorial Grijalbo. México. 1995. pp. 334-335.