Las Humanidades
Revista Chilena de Humanidades. Nº1. Universidad de Chile. 1982. 15-23.

Joaquín Barceló

Nos preguntamos por el sentido que pueda tener una Facultad de Humanidades en este momento y en nuestro país. Entendemos que una facultad universitaria es una institución cuya responsabilidad es cultivar, transmitir y difundir ciertas disciplinas específicas. Cuando se intenta determinar el carácter propio de una disciplina o de un conjunto de ellas, es bueno preguntarse por su objeto y por sus métodos; secundariamente, se suele plantear también la pregunta por sus resultados. Al hacerlo, nos enfrentamos de inmediato con algunas dificultades, que acaso sean la causa del descrédito en que, por lo general, han caído las humanidades en nuestro tiempo.

En primer lugar, vemos que las humanidades parecen carecer de un objeto propio claramente delimitado. No sólo se ocupan de la psicología del inconsciente, de las discusiones actuales sobre el Estado y la sociedad, de la naturaleza del conocimiento matemático y científico-natural, de las nociones del bien y de la libertad, del sistema copernicano del mundo, de la aspiración de los hombres a la justicia, de la conceptualización teórica de ésta, así como también de tantos otros asuntos igualmente dispares; Si no que se ocupan también, como si ello fuera poco, de las comedias de Menandro y de Molière, de las doctrinas de San Bernardo y de los victorinos acerca del amor, de las ruinas de los templos de Paestum, de las transformaciones fonéticas en el latín vulgar, de la política exterior de Felipe II, de las causas de la guerra entre griegos y troyanos, de la teoría aristotélica del movimiento de los cuerpos, de la antigüedad del hombre americano, de las atribuciones de las dietas germánicas, y así indefinidamente. Nada parece escapar a la atención de quienes cultivan las humanidades. ¿Cuál es, entonces, su objeto? Podría decirse que es el hombre y cuanto el hombre ha hecho. Pero, ¿qué es el hombre?. En cierto sentido, todo; por consiguiente, las humanidades no tienen objeto propio. En efecto, si en el universo no hubiese sombra, la luz no sería percibida.

El mundo de hoy, dominado por el prestigio del especialismo, no puede sino mirar con desconfianza a las humanidades, que no reconocen fronteras para el ámbito de sus intereses. Desde este punto de vista, las humanidades no son modernas; no acatan el imperativo de especialidad que se ha impuesto a sí mismo el saber actual.

En segundo lugar, las humanidades están en permanente tensión, aún en conflicto con la noción de progreso. La ley del progreso es la ley de la caducidad de lo ya dado y de la constante renovación positiva de nuestro mundo. En la noción de progreso hay un juicio de valor implícito: lo nuevo es mejor que lo viejo. Su verdad es evidente si se compara, por ejemplo, la moderna radiotelefonía con las señales de humo de nuestros antepasados, o el automóvil con la antigua diligencia. Se suele decir que es progreso sólo tiene vigencia en lo que atañe al mundo material, pero esto no es del todo verdadero; la construcción de máquinas y de artificios requiere un enorme esfuerzo del intelecto y del ingenio humano, lo que supone el empleo y desarrollo de facultades que cuentan entre las más nobles del espíritu. Además, la noción del progreso tiene hondas raíces en el ser mismo del hombre, en la medida en que éste es, por esencia, histórico. Historicidad no significa tan sólo que la existencia humana transcurra meramente en el tiempo, porque este rasgo es propio también de todos los demás entes reales. Significa, más bien, que la existencia del hombre está en constante renovación, en permanente cambio, que el hombre nunca es de modo pleno y definitivo, sino que se muestra siempre inacabado, inconcluso, como el conato de una realización que sólo puede entreverse en el futuro. La idea del progreso constituye una interpretación de la historicidad humana, interpretación según la cual el pretérito adquiere un valor negativo si se lo compara con el presente, y aún más con el porvenir que podemos vislumbrar ante nosotros. No es una casualidad que la noción de progreso sea moderna, como lo es también la idea de la historicidad del hombre, de la que es una posible interpretación. Por último, la idea de progreso adquiere una fuerza especial por aparecer, al menos desde el punto de vista del observador externo, como animadora y vitalizadora del quehacer científico. Estamos convencidos de que la ciencia de hoy sabe más y mejor que la de ayer; consideramos que la astronomía y la cosmografía progresaron de Ptolomeo a Galileo y Copérnico, y que la física progresó de Aristóteles a Newton y de ésta a Einstein; y la ciencia desterró de entre sus medios de prueba el argumento de autoridad, que estuvo otrora tan en boga. Es claro, entonces, que en un mundo en que la ciencia posee una vigencia nunca antes igualada, la noción de progreso se muestre revestida de gran prestigio.

Frente a esta constelación de hechos, las humanidades y las creaciones que con ellas se relacionan, se muestran refractarias a admitir la noción de progreso en el sentido de la superación de lo antiguo por lo nuevo. Nadie diría que un opúsculo de Heidegger es superior a un diálogo de Platón, ni que una tragedia de Shakespeare es mejor que un drama de Esquilo; tal lenguaje ni siquiera se revelaría como falso, sino como carente de sentido. En el mundo de las humanidades, se reconoce más bien un singular juego de reciprocidad, en que los más recientes se alimentan de la obra de los más antiguos y ésta, a su vez, es fecundada y revitalizada por la reflexión y el trabajo de los más recientes. En lugar del progreso, vale aquí el regreso creador e innovador hacia las fuentes y los orígenes. En esto, las humanidades tampoco son modernas.

En tercer lugar, nos hallamos con que, por lo menos desde el siglo XVII, es frecuente preguntarse por la utilidad del saber en el sentido de su aplicabilidad: La fórmula moderna reza: “Saber es poder”. No relataremos aquí la historia de sus variantes, pero vale la pena consignar que ella puede percibirse, explícita o implícita, en planteamientos básicos de pensadores tan diferentes entre sí como Francis Bacon, Marx, Unamuno, Dewey y otros. El sabio moderno, ejemplarmente representado por el hombre de ciencia, puede identificarse con el mago de Marlowe y hacer suyas sus palabras:

O what a word of prolit and delight,
Of power, of honour, of omnipotence,
Is promis’d to the studious artisanl
All things that move between the quiet poles
Shall be at my command: emperors and kings
Are but obeyed in their several provinces,
Nor can they raise the wind, or rend the clouds;
But his dominion that exceeds in this,
Stretcheth as far doth the mind of man;
A sound magieian is a mighty god:
Here, Faustus, tire thy brains to gain a deity. [1]

Cuando el mundo moderno se dio cuenta de que el saber podía ser aplicado sistemáticamente para dominar la naturaleza y ponerla al servicio del hombre, comenzó a concebir de manera diferente la educación de las nuevas generaciones. ¿Para qué aprender el griego clásico, el latín, el alto alemán medio, el provenzal y el anglosajón, si ya nadie habla estas lenguas? ¿Qué nos importan los infortunios de los antiguos persas y de los cartagineses, “que sus males no los vimos, ni sus glorias”? Se impuso otro camino: educar a los jóvenes para hacerlos capaces de salir hacia sus semejantes y proporcionarles la felicidad en forma de casas confortables, elegantes vestidos, alimentos exquisitos, espectáculos embriagadores, automóviles veloces, salud para sus cuerpos y hastío para sus almas. Los institutos de educación superior se tornaron altamente profesionalizantes; las humanidades se desprestigiaron, porque no servían para producir bienes de consumo ni para acumular capitales. Aquí, de nuevo, revelaron su carencia de modernidad.

¿Cuál puede ser, entonces, el sentido del cultivo de las humanidades en el día de hoy? Recorreremos en orden inverso las tres dificultades que hemos señalado para intentar responder a las cuestiones que hacen surgir.

Es verdad que las humanidades, consideradas en lo más medular de su quehacer, tienen escasa aplicabilidad por sí mismas para fines pragmáticos. Pero quienes cultivan las humanidades saben que la aplicación del saber no es un valor en sí. El dominio de la naturaleza, en principio tan promisorio, los nuevos inventos y recursos con que es dotada la vida humana y que constituyen, para F. Bacon, “la meta verdadera y legítima de las ciencias”, distan mucho de representar un bien necesario para el hombre. La tecnología moderna, en su acelerado desarrollo de las últimas décadas, nos ha entregado un mundo en que el medio vital ha sido gravemente contaminado, en que las relaciones humanas se han deteriorado casi sin remedio debido a la explotación y a la competencia, en que la libertad individual se ha visto reducida a sus expresiones más exteriores y superficiales, en que el hombre pierde paulatinamente el dominio de la palabra y adquiere una creciente familiaridad con la angustia; y pretende, además, que en semejante mundo seamos felices.

El desarrollo de la tecnología moderna se vincula con el desarrollo paralelo de la moderna física matemática; pero aquél es condición suficiente y no condición necesaria de éste. Para desarrollar la tecnología se necesitó, además del saber científico, de un acto de voluntad, de una volición de técnica. En consecuencia, el desarrollo tecnológico no constituye tan sólo un problema científico, sino también un problema ético. Como prueba de esta afirmación citaré un elocuente documento, que no necesita comentarios. En la Biblioteca de Leicester, en Holkham Iiall, Norfolk, hay un volumen que contiene manuscritos de Leonardo da Vinci. En la página 22 b del volumen, la peculiar caligrafía en espejo de Leonardo trasmite un mensaje cuya traducción dice así:

“Cómo muchos podrían permanecer algún tiempo bajo el agua por medio de una máquina; cómo y por qué yo no escribo mi manera de permanecer bajo el agua, ni cuánto puedo permanecer sin comer; y esto no lo público ni divulgo debido a la malvada naturaleza de los hombres, quienes usarían de los asesinatos en el fondo de los mares, rompiendo el fondo de los navíos y hundiéndolos junto con los hombres que están dentro de ellos”.

La profundidad de la conciencia ética de Leonardo, que se vuelca hacia el problema de la técnica, fue hecha posible porque él vivió en una época en que las humanidades no estaban todavía desacreditadas, en que aún tenían vigencias y eran oídas. Si pensamos, por ejemplo, en las carreras armamentistas de nuestro tiempo, con su carácter de aparente inevitabilidad, las comparaciones se hacen superfluas.

En última instancia, el problema de la aplicabilidad del saber, y por tanto también el de la tecnología moderna, es la vieja cuestión de la teoría y la praxis en la ética antigua y de las vidas contemplativa y activa en la ética medieval. El inadecuado tratamiento de este problema condujo a resultados en que se interpretaba erróneamente el verdadero sentir de los más grandes pensadores y se les presentó como defensores unilaterales de la primacía de la uno o de la otra. La verdad es, sin embargo, que existe una interacción entre la teoría y la praxis, en virtud de la cual la acción humana fructífera y valiosa necesita de la iluminación del saber teórico, y éste, a su vez, se proyecta en las realizaciones prácticas concretas. La dicotomía entre la torre de marfil de la interpretación académica del mundo y la transformación de la realidad a través de la praxis profesional o revolucionaria es, por tanto, falsa y éticamente perniciosa. La emancipación de la praxis de la tutela iluminadora de la teoría conduce a la ciega e irreflexiva subversión de valores en que el hombre, en su intento de dominar a la naturaleza, se convierte en esclavo de los medios que utiliza para enseñorearse de ella; y la desconexión de la teoría de la fuerza transformadora de la praxis deja a aquélla reducida a una estéril e infecunda autogratificación que en nada contribuye al bien del hombre mismo.

Las humanidades son, pues, inútiles si por utilidad se entiende, por ejemplo, la participación directa e inmediata en el proceso de generación o de preservación de la riqueza económica; pero son, en cambio, indispensables para que en una sociedad pueda llegar a ser señora de sus propios fines y razonable administradora de los medios que utiliza para alcanzarlos, esto es, para que sea auténticamente libre. Porque la libertad no consiste en la posibilidad de realizar cualquier capricho de manera antojadiza y arbitraria, sino en la franquía para perseguir y alcanzar los fines mejores para sí.

El desarrollo tecnológico se efectúa bajo el signo del progreso. El progreso es una particular interpretación de la historicidad humana. Pero tal interpretación es unilateral, por cuanto desvaloriza el pretérito sin atender a que el presente humano se constituye teniendo como ingrediente al pasado no menos que al futuro. Nada que el hombre pueda emprender o proyectar logra concretarse si no es sobre la base de sus experiencias acumuladas y de sus expectativas y propósitos. Al proceso por el cual la existencia humana se proyecta hacia su futuro sin dar vueltas las espaldas a su propio pasado, lo denomino tradición. Es erróneo pensar que una tradición es necesariamente conservadora, porque cuando se la entiende como proceso activo, y no como pasiva recepción de un legado rígido, se hace evidente que le es esencial transformar el legado recibido para adaptarlo a las exigencias del futuro proyectado.

En la medida en que la idea de tradición comporta una doble dirección de la mirada, hacia el pasado y hacia el futuro, ella constituye una interpretación adecuada de la historicidad humana, porque integra en una unidad esencial los diferentes momentos que configuran la temporalidad propia del hombre. Aquí se revela la unilateralidad de la idea del progreso, por cuanto ésta mira desde el presente sólo hacia el futuro (y si mira hacia el pasado, lo hace para desvalorizarlo y anularlo), despojando al hombre de una dimensión decisiva de su ser.

El concepto de tradición envuelve, pues, la noción de un acto por el cual se hacen presentes los diferentes momentos del tiempo humano: el pretérito, el presente y el futuro, en cuanto dados a la conciencia. Estos momentos, que aparecen disjuntos en el transcurso temporal, son recogidos y comparecen como una unidad. De este modo el tiempo humano no se limita meramente a pasar, sino que más bien queda y permanece en presencia del hombre. En esto difiere fundamentalmente la historicidad de la simple temporalidad de los objetos naturales y aun de los animales. [2]

Desde esta perspectiva puede entenderse por qué la noción de progreso, volcada hacia una valoración positiva tan sólo del futuro (y por extensión, del presente como superación del pretérito), no puede resultar satisfactoria para las humanidades, y por qué éstas necesitan vincularse con sus objetos en un juego que reconoce la interrelación mutua entre el pasado, el presente y el futuro, de manera tal que estos tres momentos se condicionen recíprocamente. Para el hombre, toda acción y toda iniciativa es hecha ciertamente posible pos sus experiencias pasadas, pero se emprende o realiza en vista de un futuro que se desea crear. En el caso de los objetos naturales, sus movimientos están determinados por las condiciones pretéritas, pero no necesitan tener a la vista el futuro para adquirir sentido. Los actos humanos, en cambio, carecen de sentido si no son entendidos desde el futuro que procuran establecer. Esta es, evidentemente, la característica de los actos libres. Libertad e historicidad son conceptos inseparables: la una no es inteligible sin la otra. De nuevo nos hallamos aquí conque, tan pronto como empezamos a reflexionar acerca de las humanidades, tropezamos con el problema de la libertad.

¿Sería demasiado absurdo, en vista de lo anterior, definir a las humanidades como aquellas disciplinas cuyo objeto es la libertad humana y sus obras? Examinemos el asunto. Preguntémonos en primer lugar por qué se ha insistido a través de siglos en llamar humanidades a las disciplinas que reciben este nombre. El término humanidades dice relación con lo humano, con el hombre. Pero las humanidades no se ocupan de todo el hombre; no estudian, por ejemplo, su constitución anatómica ni sus procesos biológicos. ¿Por qué? Porque estos aspectos del hombre están regidos por leyes naturales: en otras palabras, porque no son libres. Libres son, en cambio, la creación de instituciones, de obras de arte y del pensamiento, la acción política, la organización social, la estructuración del lenguaje, la construcción del mundo humano. Estos objetos son estudiados por la Ciencia Histórica, por la Antropología, por la Sociología, por la Filosofía, por la Ciencia Literaria, por la Ciencia del Lenguaje, por la Psicología, por la Geografía Humana, por la Ciencia de la comunicación, etc.; en buenas cuentas, por las disciplinas que llamamos humanidades. Libre es también la actividad consistente en investigar la naturaleza (pero no son libres los objetos naturales investigados), y correspondientemente pertenecen a las humanidades la Historia y la Teoría de la Ciencia (y no los contenidos del saber científico-natural).

Si consideramos la tarea de las humanidades desde este punto de vista, ya no podrá extrañarnos que sea tan vasto el mundo de realidades que constituyen el o los objetos de tales disciplinas. Se hace claro también que las humanidades se avienen mal con el especialismo, en la medida en que éste amenace desvincular a sus objetos del contexto global al que pertenecen y fuera del cual pierden su sentido más genuino. Las concesiones que también las humanidades deben hacer al especialismo son impuestas en todo caso por razones pragmáticas (la vida es demasiado corta y el tiempo insuficiente para dominar los asuntos en su integridad); y no es una casualidad que los hombres que más se distinguieron en el campo de las humanidades (hoy, por las razones anotadas, cada vez más escasos) hayan proyectado sus intereses con una visión de asombrosa universalidad.

Si nos preguntamos ahora en qué medida las concepciones históricas de las humanidades, esto es, los humanismos de las diferentes épocas, se encuadran dentro de una visión que las entiende como investigación de los asuntos relacionados con la libertad, encontraremos que la respuesta es igualmente afirmativa. En particular es evidente este carácter en el humanismo italiano del siglo XV, en el que es fácil reconocer los orígenes de nuestro concepto moderno de las humanidades. Las explicaciones de los humanistas del renacimiento acerca de la naturaleza de su quehacer coinciden siempre en definir su ámbito de preocupaciones como la pericia literaria y la ciencia moral; en otras palabras, se trata de la creación libre y de la acción libre. De aquí la noción de las artes liberales, cuyos objetos son aquellos que dicen relación con la libertad del hacer y del actual humanos.

Los estudios de humanidad se opusieron a la ciencia de la naturaleza como la libertad a la necesidad natural. Un lugar privilegiado ocupaba entre las humanidades así entendidas el estudio de la organización social y política de los hombres, que es regulada por la ciencia política y el derecho. La política fue concebida como la actividad que funda permanentemente, y cada vez de nuevo, la sociedad civil. Cuando una comunidad humana reasume diariamente el cumplimiento de sus deberes y el ejercicio de sus derechos, reafirma los lazos que la mantienen unida en su ordenamiento civil y se funda así, de manera cotidiana, como sociedad. De este modo, construye y reconstruye el mundo humano en que le será posible desenvolver su existencia. El humanismo renacentista concibió que el centro de atención de los estudios de humanidades estaba en la actividad política tal como ha sido descrita. Parte de la ciencia política es, según la antigua doctrina aristotélica, la ciencia moral. La vida política y moral, a su vez, no puede desarrollarse libremente si no utiliza como instrumento de persuasión la oratoria elocuente que es regulada por la retórica. De aquí el énfasis puesto en la pericia literaria, en la filología que recoge las lecciones de los maestros del pasado, en la poética que enseña a comunicar la experiencia del hombre en sociedad sin recurrir al silogismo ni a la demostración, en la historiografía que nos hace participar de la experiencia vivida por quienes intentaron antes que nosotros construir un mundo humano. Así se configuraron históricamente las disciplinas de la libertad, esto es, las humanidades.

Cualquiera que sea nuestra posición teórica frente a los postulados del humanismo, no es posible dejar de reconocer que nuestras humanidades tienen en ellos su origen histórico y que la continuidad de la noción de humanidades, a través del tiempo, delata una continuidad de contenidos que sobrevive a las modificaciones que el concepto haya podido experimentar. En su etapa inicial, las humanidades no se revelaron en absoluto como un conjunto arbitrario de disciplinas dispersas unidas a lo más por la exterioridad de un nombre. El lazo que las vinculaba era el de su proyección social y política. Este mismo lazo las mantenía firmemente atadas a la comunidad humana organizada civilmente, a la que servían, señalándole una dirección para sus iniciativas y esfuerzos. Desde este punto de vista, las humanidades fueron en su origen todo lo contrario de una torre de marfil para refugio de eruditos y estudiosos.

En nuestros días, las humanidades continúan teniendo una tarea social y política que cumplir. Los hombres necesitamos construir renovadamente un mundo humano (lo que en el lenguaje de la tradición se ha llamado siempre la ciudad, la polis), un mundo que no sea desvirtuado por las luchas de las facciones, que no se vea amenazado por la autodestrucción provocada por una tecnología irreflexiva, un mundo en que tenga cabida la auténtica libertad y no el capricho antojadizo y aventurero. Para ello necesitamos de una orientación que nos señale cuáles son las metas requeridas y cuáles los medios para alcanzarlas. En otras palabras, nuestra praxis cotidiana tiene que ser iluminada por la teoría, y específicamente por una teoría tal que comprenda cuáles son las exigencias y las condiciones de la acción y de la creación libres. Esta es la función social irrenunciable de las humanidades.

Bibliografía

· Marlowe, Christopher. Plays. J.M. Dent and Sons Ltd. London. 1950. p. 122.

· San Agustín. Obras. Tomo II. Las Confesiones. Edición crítica y anotada por el P. Angel Custodio Vega O.S.A., 3a. de., Editorial Católica, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, MCMLV, Libro Décimo, capítulos XI a XIX; Libro Undécimo, capítulos XX a XXVI.



[1] “¡Oh, qué mundo de provecho y de deleites, de poder, de honor, de omnipotencia, se le promete al artífice diligente! Todo cuanto se mueve entre los inmóviles polos estará bajo mis órdenes. Los reyes y emperadores sólo son obedecidos en sus particulares dominios, pero no pueden excitar los vientos ni disolver las nubes. Más el poder de quien aventaja en esto se extiende tanto como el espíritu del hombre. Un buen mago es un dios poderoso; esfuerza tu ingenio, Fausto, para adquirir la divinidad”. Estos versos constituyen una réplica y glosa del siguiente pensamiento de F.Bacon: “Así, esas dos intenciones gemelas, a saber, las ciencias y los poderes humanos, coinciden verdaderamente en lo mismo” (Instauratio Magna, Distributio operis).

[2] La presentación o hacerse presente de los momentos del tiempo humano fue estudiada por S. Agustín y formulada de este modo “Los tiempos son tres: el presente de lo pretérito, el presente de lo presente y el presente de lo futuro” (Conf., XI, 20, 26). La función del recogimiento o recolección fue asignada por S.Agustín en Conf.X a la memoria, que no es para él mera retención de lo pasado sino vinculación del pretérito ya transcurrido con el futuro esperado y proyectado.