Humanismo y Universidad
Anales Universidad de Chile. Sexta Serie. Nº1. Septiembre de 1995. 57-69

Humberto Giannini Iñiguez

I

Permítaseme esta impertinencia (no desdeñable, en todo caso, desde un punto de vista estrictamente gnoseológico): En tanto que los ojos de la fe o de la técnica no descubran otros ojos - no humanos - que nos observen desde fuera, la Tierra es, seguirá siendo, el centro del Universo. Y el ser humano, que se apropió de su nombre - humus - , centro de este centro, habitante. Porque en esto consiste su humanidad, en habitar; en el hecho de ser el hombre, como se ha dicho, un pastor, que cuenta, mide y recoge en el tenue hilo del tiempo el pasar de las cosas.

Y humanismo es la conciencia de ese destino centrado en estas dos tareas propiamente humanas: contar-medir y recoger (légein).

II

Para hablar de humanismo, para examinar su justificación y su persistencia, tendremos que referirnos, y no puede evitarse, a nosotros mismos, a nuestra complicada humanidad, a nuestra errancia, lejos de aquel destino.

Y podemos decirlo y documentarlo hoy más que ayer: pertenece a la humanidad del hombre el volverse contra sí, el amenazarse de muerte a través de los mismos poderes que ejerce: a través de lo que construye e instala en medio de la vida. Se vuelve contra él mismo al reprimir sus instintos elementales, pero también al soltarlos y simplemente dejarlos ser; se vuelve contra él mismo, levantando imágenes, ídolos, tabúes, pero también, quemando imágenes, racionalizando, desublimando, “deconstruyendo”; se vuelve contra sí al rehusar la técnica que alivia sus afanes y dolores, pero también se vuelve contra sí cuando el empleo de esa técnica borra o tuerce las huellas de la vida. La paradoja es que, buscando apasionadamente el bien, por los caminos de esa búsqueda, esa humanidad yerra, se confunde, y va a parar a lo inhumano. La emergencia o el descubrimiento de lo inhumano es lo que justifica y vuelve a hacer actual la pregunta por la humanidad del hombre.

III

Primeros maestros en humanidades en Occidente fueron los sofistas, y Sócrates, que en esto no diferenciaba radicalmente de aquéllos. Los sofistas definieron en una fórmula cierta pero unilateral, esta condición nuestra de habitantes de la Tierra. Me viene a la memoria el conocido aforismo del Protágoras: “El hombre es la medida de todas las cosas: de las que son, en cuanto son; de las que no son, en cuanto no son”.

Habitar significa, en primer término, poder medir-contar. Pero, no sólo en el sentido estrecho en que se emplean estas palabras de “medir” y “contar” sino también, y no secundariamente, en un sentido transfigurado: medir es hacer conmensurable a la propia, la realidad ajena. Hablar por símbolos, metáforas y figuras; volver asimilable, tolerable [1] lo Otro. Esto es: poetizar. A su vez, contar, es enumerar las cosas que hay: una, dos, tres, ovejas... pero, también, y no de un modo accesorio, significa contar cualitativamente nuestra relación con el tiempo: “Erase una vez ...”, o bien: “Ocurrió que..., y entonces..., y luego...,” etc. Contar, narrar, es aquilatar cualitativamente el tiempo: recogerlo (Légein), y salvarlo en lo que se cuenta (logos). De nuevo: hacer conmensurable la temporalidad desmesurada, abierta, en última instancia, irracional, transformándola en tiempo vivido, con sus plenitudes y acabamientos.

Si los seres humanos no supiéramos medir y contar las cosas en este último sentido, no podríamos decir que habitamos la tierra, aún cuando sepamos calcular las extensiones siderales y apropiarnos técnicamente de los misterios de la materia y la vida. Nuestra humanidad retrocedería, después de este largo camino re-flexivo [2] de la historia, a la prehistoria de irreflexión.

IV

“Humanista” es usado acaso la primera vez por Cicerón. Como la paideia griega, su tarea consiste en la formación del hombre, en el despliegue - y esto significa “e-duco” - de su humanidad. Pero aquí importa decir lo siguiente: que esta formación que libera al individuo de la soledad de sus sensaciones y fantasmas internos (justamente, de su barbarie), es la que permite también mantener su integridad ante la dispersión de las cosas, y salvar “lo que pasa” del mero pasar. Recogerlo del fluir heracliteano. Esto es lo que más tarde, en el siglo XV, se llamará “formación humanista”. Concretamente: el cultivo de la historia, de la poética, de la retórica, de las lenguas, de la filosofía. Es decir: el cultivo de estos modos esencialmente cualitativos de medir-contar el Universo. De dominarlo poéticamente. Orfeo será el símbolo de este dominio.

Tal ideal ciceroniano fue el que opuso el humanismo del Quattrocento a la peligrosa absorción de la vida individual y social por la máquina teológica.

Quisiera retormar ahora este enfrentamiento porque, en buenas cuentas, con nosotros, hombres del expirante siglo XX, se han venido volatilizando algunas de las ilusiones, o casi todas, con las que el humanismo enfrentó el Medioevo y celebró después su ocaso. Se han volatilizado algunas grandes ilusiones que había vivido el hombre occidental hasta - para fijar una fecha no tan arbitraria - el término de la Segunda Guerra Mundial.

Y para retomar esta historia volvamos a la única pista que hasta el momento hemos entregado: humanismo es la actitud que emerge ante la percepción de una amenaza, la amenaza de lo inhumano. Y que puede venir de lo subhumano: de lo meramente animal que hay en el hombre (que es la tesis platónica); pero que puede venir también de lo suprahumano: de un anhelo excluyente de lo sobrehumano; y que se manifiesta en prácticas severas de rechazo al mundo externo, de ascetismo, de mortificación y de soledad. Contemptus mundi.

En este segundo sentido, el cristianismo en su versión medieval ha podido parecer profundamente antihumanista. O, lo que no es lo mismo: profundamente inhumano.

Hablemos de lo primero: ¿En qué consistirán los rasgos más destacados de su antihumanismo?

a)  Cristianamente hablando, la vida es un estado de peregrinaje (bomo viator). Habitar la Tierra es habituarse a ella; olvidar en el destierro la transitoriedad de esta vida. Así, la confianza y la seguridad no pueden buscarse en este habitar sino poniendo los ojos en una realidad que trasciende el mundo humano y natural, y que finalmente lo destituye al trasladar su centro fuera de la Tierra.

b)  El habitar supone un dominio sobre las cosas distintas del hombre, de las visibles y de las invisibles, como sucedería si el hombre, en verdad, fuera la medida de las cosas. Pero, esta última es una concepción completamente extraña a la perspectiva cristiana propia del Medioevo, independiente de los matices que tal perspectiva pudiera asumir. El hombre no es la medida de nada salvo, y en proporción discutible, de lo que él mismo hace o inventa. Pero, respecto del mundo natural, son las cosas las que miden al hombre [3] . Y éste se ve obligado a salir de sí, a tantear, a buscar, a la luz del Ser, que lo sobrepasa por todos lados; a la luz de la verdad de las cosas. Vivir nuestra humilde vida cotidiana es ser medido, minuto por todas las cosas “que nos pasan” y por las que pasamos - distancias y obstáculos - en nuestra errancia. Es ser medidos, evaluados, enjuiciados.

El Medioevo cristiano, en sus figuraciones simbólicas solía representar a Dios como un gran ojo, encerrado en un triángulo, que desde fuera del espacio universal observaba la historia: la historia de las generaciones y de la Tierra, pero también el estremecimiento interior de cada individuo.

Ahora bien, ser-en-el-mundo, habitar el mundo, es quedar expuestos - o estar disponibles - para esa mirada que nos sabe más que nosotros mismos nos sabemos; no lograr ponerse a resguardo de ella (“¿Cómo podría alguien ocultarse de lo que no se pone jamás?”) [4] .

En resumen, en el cristianismo todo es abisal, cada cosa del mundo, cada individuo, guarda un secreto y una distancia que ningún pensamiento puede cubrir; un residuo misterioso, inviolable, que el lenguaje humano no puede recoger; que el mismo Orfeo no podría expresar.

Por último, el Dios cristiano no es propia ni primordialmente objeto del pensamiento. Es decir, no se hace conmensurable, comprensible a través de una teoría. La única vía afectiva de acercamiento es la oración. Esta es la retórica, incluso, la lógica infalible del cristianismo. Y San Anselmo, el gran pensador del siglo XII, inicia su famoso argumento “lógico” de la existencia de Dios, con una invocación.

En otras palabras, sean cuales fueren las diferencias y matices - que son muchos - , hay algo esencial en el pensamiento cristiano medieval que coloca a éste en las antípodas de lo que pudiera entenderse por humanismo: dentro de la perspectiva medieval religiosa, la humanidad, la dignidad del hombre sólo se entiende como una conversión, como un giro, desde el mundo hacia ese Dios que observa el mundo y que al observarlo, pone al mundo fuera del mundo. Lo des-centra, devolviéndolo a su fundamento. Sin esta conversión, la vida humana no posee consistencia, dignidad alguna y todas la virtudes se vuelven - como decía Agustín de los griegos - espléndidos vicios.

Por el año 1187, Inocencio III escribe una obra famosísima en su tiempo: Acerca de las miserias de la vida humana. Ese es su título. Y la obra pinta con rasgos tenebrosos la fragilidad psíquica del hombre, su ignorancia, la vanidad de sus afanes, la amenaza de lo imprevisto de la enfermedad, de la muerte y del infierno. Un paralelismo pictórico a este estado de ánimo lo encontramos en Brueghel el Viejo, dos siglos más tarde, en su visión conmovedora del triunfo de la muerte.

Todo invita, pues, a renunciar al mundo, a abandonar las riquezas, a rehuir la fama; a huir a la montaña o al desierto en buscar de la salvación personal, ya que pensar en la salvación colectiva es locura.

Ahora bien, es este menosprecio, real o aparente, por el mundo, por lo que ofrece de bello a los sentidos o estimulante a la ambición; es esta fuga de la sociedad de los hombres lo que empieza a parecer inhumano a la próspera burguesía italiana del siglo XV. Podemos imaginar a esta nueva generación que se encuentra inteligente, refinada, fuerte, que se deleita consigo misma y que está convencida de que ha llegado la hora de celebrar sus propias virtudes y su propia dignidad.

Así, si el largo evo anterior se consumía en una constante terodicea (justificación de Dios), este nuevo período, la Edad Moderna, se anuncia por una verdadera “antropodicea”: celebración de la vida humana, reivindicación de su relativa autonomía y libertad para gobernar los asuntos de la Tierra.

La vida humana está de sobra justificada. Estos es lo que se ha llamado “humanismo”. Y el nuevo impulso espiritual redescubre, entonces, el tesoro de la literatura latina, en primer lugar. Luego, el tesoro del genio griego. Lo que importa, sin embargo - en todo caso, lo que no siempre queda explícito - , es que, contra la razón abstracta o la técnica descarnada del silogismo, el humanista proclama la virtud conmensurable de la palabra.

¿Cuál es esa virtud?

La capacidad para devolver a las cosas y al Universo mismo su original espiritualidad (“En el principio era el Verbo... y por Él fueron hechas todas las cosas...”). Es en esta capacidad orfeica de despertar las cosas a su ser, “diciéndolas”, que el hombre encuentra su propia conmensurabilidad con el Ser, su tarea y su justificación.

VI

Hay un vínculo profundo entre humanismo y justificación del mundo; entre humanismo y justificación del ser-en-el-mundo (antropolodicea). Y por este último se responde a la terrible pregunta inaugural de la filosofía: ¿Por qué el ser y no más bien la nada? Pero, ¿qué es justificar? Quisiera detenerme un momento en este término, tan significativo para la ética [5] y tan ligado, además, a la atmósfera espiritual que produjo el primer humanismo en los siglos XIV y XV. ¿Qué es, pues, justificar?

De casi todas nuestras conductas se espera o simplemente se supone que poseen algún tipo de justificación. Pero justificación no quiere decir necesariamente “fundamento”. (De ahí su tremendo valor ético). Se nos exige, por ejemplo, que justifiquemos una afirmación, lo que en este caso significa que mostremos el principio del que extrae su valor de verdad. Pero, algo semejante puede decirse de una acción: queda justificada cuando muestra de alguna manera su valor dignificante, su valor útil o estético, etc. Por último, sentimos justificada una acción o incluso una acción o incluso una existencia cuando se nos hace patente su valor se sentido; ese valor por el cual la vida que llevamos nos parece digna de ser vivida.

Justificar es, en todos los casos, restaurar la comunicación de cosas dispersas y desarraigadas; restituirlas a un principio por el cual no sólo cada cosa es, sino además, participa de una dignidad de ser. A este principio los griegos lo llamaban axion (de ahí, axiona). Lo que otorga verdad a una proposición formal, pero también, lo que otorga valor a una conducta o lo que podría otorgar sentido y dignidad a una existencia.

Pues bien, los pensadores humanistas no lo fueron, como se dice con frecuencia, sólo y principalmente por elegir el mundo greco-latino como paradigma de escritura y de la vida. Lo fueron porque se preguntaron con toda la fuerza de su voz por la dignidad del hombre. Y ya sabemos lo que esto significa: preguntarse por la existencia de una virtualidad en el alma capaz de devolver a cada individuo el sentimiento de su propio valor.

Tal vez fue Blas Pascal, al iniciarse el evo moderno, el filósofo que habló en los términos más profundos y convincentes de la dignidad humana. ¿Quién no recuerda aquella reflexión: “El hombre no es sino una caña, la más débil de la naturaleza; pero una caña pensante. Y no es preciso que el Universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Pero, aun cuando el Universo lo aplastara, el hombre sería más noble que aquello que lo mata, porque él sabe que muere y sabe la ventaja que el Universo tiene sobre él. El Universo no lo sabe”.(Pascal, pensamientos, fragmento 347.)

Llamemos a este principio pascaliano, principio reflexivo de la justificación.

No es por este principio, sin embargo, que toma fuerza y carácter propio la filosofía moderna. Parte, más bien, de un equivoco funesto.

El equívoco reside en que Pascal “pensar” significó percibir, conocer angustiosamente, el contraste, la contraposición, entre mundo natural y conciencia, entre realidad finita y Ser infinito, entre ángel y bestia, entre todo y nada. Conocer y ser la diferencia; tocar con temor y temblor estos extremos que miden su pensamiento.

El equívoco funesto lo inicia Descartes, quien va a marcar con su sello a todo el evo moderno: pensar - pensar realmente - tendrás ahora esta exigencia: que el pensamiento parta de sí mismo sin apoyo alguno, y partiendo de sí, legitime todo lo que va apareciendo ante sí, incluso a Dios. Volvemos a la idea protagoriana: el hombre, como res cogitans, es la medida de todas las cosas. Es este principio de autosuficiencia el que en poco tiempo sepultará el principio pascaliano de reflexión. Y en esto reside esencialmente el equívoco: en que la absoluta certeza de que existo (en cuanto pienso) no justifica para nada mi ser, no le otorga dignidad alguna, como ocurría con la reflexión de Pascal.

Anselmo de Aosta, precursor en cierto sentido de Descartes, “inventó” lo que más tarde vino a llamarse “prueba ontológica de la existencia de Dios” (prueba que con menos cuidado repitiera Descartes). Demuestra esta argumentación que el nombre de Dios significa algo a lo que no puede negársele la existencia sin renegar ipso facto del mismo pensamiento. Entonces, concluye Anselmo, el nombre de Dios nombra algo necesario, superior, por tanto, a cualquier otro objeto que la mente humana pueda pensar. Ese es, en resumen, el sentido de una prueba difícil, muy difícil de refutar.

Se ha dicho que este argumento vence (nos deja sin respuesta), pero no convence; o, como diría Pascal, no nos permite embarcarnos en él. ¿Y por qué no nos embarcamos? Y éste es el meollo del asunto: porque el hecho de descubrir un ser necesario no es una razón suficiente para que yo, ser transitorio, finito, quiera, anhele su existencia. Dios será autosuficiente todo lo que se quiera, pero esta autosuficiencia no justifica ni su existencia ni la mía.

Tal vez por esta razón, Anselmo tuvo inmunerables detractores en su tiempo: su prueba parecía invalidar el sentimiento cristiano de la precariedad de la razón; el argumento, aparentemente, no dejaba sitio para la fe.

El pensamiento teórico de la modernidad cartesina ha marchado, en general, por la vía de la autosuficiencia. La filosofía - se lo pensaba aun en este siglo - es el modelo de un saber racional, sin presupuestos.

¿Qué es un saber sin presupuesto? Estamos tentados por preguntar: ¿Qué presupone?

Se puede al menos afirmar esto: que para este saber con presupuesto “cero” es contradictoria la idea de un ser que nos mida, de una realidad que se dé desde sí misma o que, en todo caso, sea despertada por este conocimiento. Supone, por el contrario, la absoluta transparencia de la realidad y, por tanto, su capacidad para ser transformada en fórmulas de manejo y de poder.

Sabemos que un poder no tiene su medida fuera de sí, borra a la larga las huellas del conocimiento que lo hizo posible. Quiero decir que quien usa un misil para destruir una ciudad no tiene por qué saber todo el esfuerzo teórico que ha significado construir ese misil (mucho menos, saber lo que cuesta construir una cuidad). No sólo no tiene por que saberlo. Un saber tal llega a ser un estorbo para la acción. Así, la autosuficiencia termina en una carrera por el poder en los cielos y sobre la Tierra. En ejercicio del poder que sólo se ama a sí mismo.

Ante el peligro de que “todo está permitido” porque nada tiene en sí mismo un principio de justificación, se ha vuelto a hablar en nuestros tiempos de la cultura del amor. ¡Como si se tratara simplemente proyectar también el amor!

Pero ¿es que hay alguna “razón” para amar a los otros? Hablemos sólo de razones. Se diría que todo lo contrario: que la convivencia diaria nos ofrece mil razones reales, descriptibles en detalle, para odiar al vecino, sobre todo, al prójimo, con su peligrosa o asfixiante proximidad. Para odiarlo más, mucho más que para amarlo.

“La razón” que hubo para amar el prójimo como a sí mismo, en el fondo, no era una razón, sino un bello mito. Lo llegamos a saber tarde, cuando la mayoría estábamos ya fuera del Edén, fuera del mito.

El drama del hombre calculador, cerebral, del siglo XX, es que ese conocimiento técnico-logístico que lo pone al borde de la naturaleza, al borde de la Tierra, que parece ponerlo más allá de todo ideal, de todo mito o utopía que sea; que lo pone, en fin, al borde de su humanidad, no le otorga, sin embargo, ninguna razón para justificarlo. Menos aún para justificar a su prójimo: lo documenta Auschwitz, para citar uno solo de los horrores de este siglo.

VII

El hecho es que el hombre ha sido sobrepasado por sí mismo. Esto no significa que haya superado su propia medida, como cuando se dice que el hombre es una realidad que debe superarse a sí. Sobrepasarse es, por el contrario, quedarse atrás respecto de sus propias creaciones. Ser prisionero de ellas.

Que el hombre se haya sobrepasado a sí mismo significa que la vida reflexiva en su estructura básica, en su estructura cotidiana acusa déficit de retorno: significa que el hombre contemporáneo no alcanza a rehacerse de sus salidas [6] ; que el mundo que él mismo ayuda a hacer y sostener va mucho más rápido que su propia capacidad para medir-contar este mundo. Lo que es en sí inhumano y hace legitimo y significativo un nuevo debate sobre la dignidad de este ser-en-el mundo al que parece habérsele escapado el mundo.

Un debate, ¿a partir de qué? Si el hombre es, como se ha dicho, sólo un proyecto, y nada más que un proyecto, entonces, la vida se vuelve doblemente incalculable, y la filosofía no será otra cosa que un ejercicio estético.

Pero, uno puede poner en duda esta arbitrariedad, y sostener, por lo pronto, que la vida humana es re-flexiva antes que proyectiva; que la vida cotidiana - la más humilde - es recogimiento en sí misma a través de lo otro. Recogimiento de todos los días, hasta el último: el definitivo.

Ahora bien - y éste es el segundo punto que quisiéramos examinar - las “humanidades” son la expresión más potente de la vida reflexiva, del recogimiento, y eso las distingue propiamente de las ciencias, que ponen, de una parte, el objeto del que hablan, y de otra, el sujeto, del que no hablan.

Las humanidades no tienen, pues, como las ciencias, “un objeto” de referencia, de investigación. O más bien, su objeto es la conmensurabilidad: medir-contar, a su manera; recoger lo que pasa, salvarlo cotidianamente de su mero pasar.

VIII

Hablemos finalmente del habitar, como recogimiento propio de la vida comunitaria.

La compresión “objetiva” del fenómeno social es una compresión que no cuenta todo ni lo más importante que habría que contar. Es corriente imaginar a la sociedad como un conglomerado de individuos ocupando un espacio, un territorio, e interactuando unos con otros. Esta imagen visual es ilusoria, por decir lo menos.

Los antiguos tenían un símil para expresar esto: “Si la tierra que vemos, si la tierra que tocamos y extraemos del suelo estuviera constituida sólo de tierra visible, al cogerla se nos volaría de las manos, se dispersaría en un polvillo informe e inconsistente. La consistencia y la unidad de la tierra que vemos, le vienen de un principio, llamémoslo húmedo, que no vemos”.

Traslademos esta idea a la conciencia por el cual ésta se distingue de cualquier otra realidad. Se ha definido soberanamente a la conciencia como una relación que se relaciona a sí misma; esta es su reflexividad.

Pero empecemos por algo más básico y que operará, sin embargo, como metáfora de los significados más complejos y espirituales del término.

Reflexivo es el ente - ya sea físico o psíquico - que posee cierta capacidad de recogimiento, en virtud de la cual puede mantener su identidad.

Cabe formular la pregunta ahora de la siguiente manera: ¿Cómo es que una sociedad, incluso la más “progresista” y, como suele decirse hoy, “agresiva”, puede ser retrógrada en su constitución misma, y esto justamente a fin de no volverse polvillo disperso por el aire o en el tiempo?

El principio de reflexividad, invisible en sí mismo, se muestra por múltiples manifestaciones que, sin identificarse con él, sin ser él mismo, provienen de él. Una de estas manifestaciones, las más elemental, sin la cual ni siquiera podría hablarse de comunidad, es la comunicación, se comprende. Pero, el hecho de hacer común, de hacer conmensurable el mundo, este hecho visible, histórico que es el habla, se disiparía, se volvería inocuo si no poseyera un aspecto indómito, no técnico, no convencional; si no mantuviera un pasaje secreto, metafórico, hacia lo inefable. Es lo inefable lo que sostiene al lenguaje y a las subjetividades que se comunican un mundo a través de él. En otras palabras: lo que no puede decirse es el principio de todo lo decible.

Lo que quisiera marcar aquí es que el habla es recogimiento de lo múltiple en lo uno; y que sólo en cuanto uno, llega a ser común. Sin embargo debemos avanzar hacia formas que suponen el habla. Porque, pese al lenguaje y con el lenguaje el ser humano es, como lo ha expresado maravillosamente Heidegger, “aquel ente que va delante de sí en vistas de sí mismo”. Esto es exacto. Y no he encontrado otra imagen concreta para imaginarme esta idea que las propias calles de nuestras urbes. Allí somos, en verdad, propia, esencialmente, transeúntes; en estado de camino (status viae). Parece posible, pues, coger aquí mismo in fraganti el sentido radical de este transitar proyectante. Es un hecho que en la calle vamos hacia algún punto determinado: hacia el trabajo, hacia la Universidad, y que en ese punto ya estamos con la mente; que allá está nuestra pre-ocupación. Y es un hecho también que luego volvemos a algún punto de partida: a la casa, al albergue. Y esto es lo que hemos llamado reflexión cotidiana.

Pero si la ciudad fuese sólo una red de calles que comunican a cada cual con lo suyo, entonces, en verdad, la ciudad constituiría un amasijo de soledades.

Pertenecen a la estructura esencial de una ciudad, no sus puntos le tangencia, como la calle, sino sus espacios de convergencia: el ágora, el foro. En América, la plaza ha representado, por ejemplo, la esencia de la ciudad histórica.

Pensemos a lo abierto de la plaza - y plaza significa justamente “lo abierto” - va a dispersarse, a morir la esencia tramitadora de la calle. Y va a morir también o a suspender esa pre-ocupación que agobia al viandante.

En resumen: es lícito simbolizar en la plaza, la pausa, el reposo del trajín ciudadano. Y ahora, si, nos acercamos a nuestro propósito inicial: pausa, reposo, son las primeras formas simbólicas de aquello que denominábamos “principio reflexivo de la vida social”.

Curiosamente “escuela”, en sus lejanos orígenes helénicos, significó lo mismo: lugar de detención, de reposo. ¿En qué sentido la escuela podría tener un significado semejante? ¿Qué referencia no visible oculta esta palabra en su etimología?

Acaso ésta: la pausa - sea la del caminante, la del obrero, la del lector - es un esbozo de recogimiento o, dijimos, un volverse hacia atrás para ver. Un esbozo de reflexión, esta vez, temporal, en cuanto lo que se recoge es el tiempo ya disperso, ya perdido, ya perdido del pasado. Y la pausa lo recoge en lo abierto de un presente real y denso.

Aquí habría mucho que decir. Limitémonos a subrayar sólo esto: que el tiempo civil se diferencia del tiempo físico y del tiempo con que opera la ciencia física, en que aquél es un tiempo esencialmente reflexivo, es decir, hecho de noche y día, de quehacer y pausa, de calle y plaza, de días feriales y días festivos, de hábitos y transgresiones, etc. Es en este ritmo que tiene sentido contar-medir humanamente.

Ahora bien, de modo análogo a como la plaza - o el territorio abierto de lo público - pertenece a la esencia espacial de la ciudadanía, así, la escuela pertenece a la esencia de la temporalidad civil. ¿Por qué? Porque por múltiples razones que no cabe desarrollar aquí, el acto de enseñar no sólo supone la pausa, como es manifiesto, sino él mismo es un acto de pausa, que apunta desde allí, desde el mundo de visibilidades en que se mueven maestro y discípulo, hacía lo invisible que gobierna todos los entes, y a todos los valores y todos los intereses por los que ambos - maestro y discípulo - se juegan a diario. Un acto de pausa que apunta hacia aquel principio de cohesión por el que una sociedad, avanzando cuanto se quiera, sigue reconociéndose en el tiempo como una y la misma.

Es a esta comunidad de experiencia, de valores, de cosas, que los medievales llamaron Universitas. La Universidad - el ámbito de la Universidad - representa el último y más pleno y más pleno principio congregativo de una sociedad, porque en él se recrea el círculo inteligente de la vida. Se recrea propiamente la humanidad del hombre.

Por  eso, el acto transgeneracional de educación - la pausa educativa - es un acto público; el acto más universalmente público que pueda concebirse, y a propósito del que sólo la idea de privacidad o de exclusiones representa un peligroso contrasentido. Es importante expresarlo con fuerza en estos tiempos de alegre desconcierto y fáciles exageraciones, porque la incompresión de este hecho, aparentemente secundario, puede llevar a la sociedad a formas de errancia como ninguna otra época ha conocido. Al ocaso de esa humanidad que habita humanamente el planeta, contando, recogiendo, como el pastor sus ovejas.



[1] Asimilar es hacerse semejante a lo otro (ad-simile). A su vez, la tolerancia es asimilación.

[2] Re-flexivo, en el sentido de regresar así a través de lo otro. Ya volveremos sobre este punto central.

[3] Verdad, para la concepción clásica, es despejarse medir por el Ser (Santo Tomás, De Veritate, q. 1, art.2)

[4] Heráclito Frag. 22 B 16.

[5] Me permito remitir a mi trabajo titulado La experiencia moral.  Universitaria. Santiago. 1993, cap. VII.

[6] Este giro de ser enigmático si pensamos que la reflexión es retorno a sí; y si recordamos el hermoso pasaje de De Causis, donde se dice que aquel que conoce su esencia vuelve a sí con regreso completo (Prop. XV)