En torno a la Educación,
el Humanismo y las Humanidades
Revista Chilena de Humanidades. Universidad de Chile. Nº1. 1982. 33-45

Roberto Munizaga

No sería aventurado sugerir que muchos temas de lo que tal vez pudiera designarse como nuestro joven tiempo chileno y latinoamericano, durante el primer cuarto de este siglo, van a coincidir, extrañamente, con los que ya se perfilan de su último, dentro de cuyos difíciles años hemos comenzado a debatirnos de pronto, casi sin saberlo - hace más de un lustro - con las mismas inquietudes y perplejidades de entonces sobre las palabras, las ideas y las cosas.

Ya en 1902 se celebró en Santiago un notable Primer Congreso General de Enseñanza Pública - en todos sus niveles, de la escuela primaria hasta la Universidad - en el que se pueden descifrar los balbuceos de un inicial nacionalismo educativo.

En agosto de 1906 se echaron las bases de la Federación de Estudiantes de Chile, y en diciembre de 1908, en velada solemne, la ilustre actriz española María Guerrero - ella misma - por encargo del Rector Letelier, hizo entrega a sus directores de las llaves del Club de Estudiantes.

La celebración del centenario, 1910, indujo a practicar un cierto examen de conciencia en torno al sentido de nuestra vida chilena y latinoamericana. Dignas de no olvidarse son las paginas críticas de Sinceridad: Chile Intimo en 1910, obra del valiente profesor secundario Alejandro Venegas.

No se olvide tampoco que Chile tuvo el privilegio de contar con la presencia estimulante de José Enrique Rodó, el humanista uruguayo, quien ya había escrito, hacia 1900, su célebre Ariel, cuyo tema es la contraposición entre las culturas de Latinoamérica y los Estados Unidos, durante largo tiempo breviario insustituible de profesores y alumnos, y punto de partida para las múltiples especulaciones ulteriores respecto a si en verdad existe lo que pudiera llamarse  una auténtica cultura latinoamericana.

En 1911, un numeroso grupo de rectores y profesores de educación secundaria de todo el país, reunidos en Santiago, firmaron un acta sobre institución permanente de congresos pedagógicos, el primero de los cuales fue el Congreso Nacional de Educación Secundaria, efectuado en 1912, cuyas bases, temas oficiales y conclusiones aún pueden releerse con provecho.

El año 1914 es, en cierto modo, la fecha que señala el fin del siglo XIX, y, por ende el inicio del XX. Se abre, entonces, un trágico paréntesis sobre la civilización y la cultura Europea, que habían sido hasta aquí, inconmovibles modelos.

Ya desde 1912 Spengler había encontrado su título para el libro fulgurante que editará más tarde: La decadencia De Occidente, que vulgarizará la oposición entre civilización y cultura y hará de ambos vocablos, por lo común usados en singular, una pareja de plurales ambiguos.

Hacia el final de la primera guerra, Valéry escribía aquellas estremecedoras palabras: “nosotras, las civilizaciones, ahora sabemos que somos mortales ...” “Elam, Nínive, Babilonia, eran hermosos nombres vagos, y la rutina total de esos mundos tenía para nosotros tan poco significado como su existencia misma. Pero Francia, Inglaterra, Rusia ... serían también nombres hermosos ....”

Terminada la guerra, Europea se debate en un montón de ruinas. Una sola voz de orden parece definir ahora la futura tarea: reconstrucción. Crisis de la cultura y de la vida y, por ende, reconstrucción de la cultura, de la sociedad y de la vida.

Pero, ¿qué hacer?

Todas las esperanzas van a ponerse sobre la educación. Por cierto, una nueva educación, que produzca hombres libres, solidarios, generosos, etc., donde rebrote y se desenvuelvan las antiguas raíces de una sociedad verdaderamente humana. Eso sí que el término educación viene siempre acompañado de un conjunto de nociones oscuras y confusas: el saber, la cultura, la instrucción, la ilustración, y, sobre todo, el tema persistente, casi obsesivo, del humanismo y la humanidades clásicas.

En lo que nosotros concierne, desde 1920, perseverará aquí, como un asunto crónico, el ente educativo nunca dilucidado de una reforma de Universidad. En rigor, la reforma de la Universidad no es sino una especie subsumida en el amplio género de la reforma integral de la educación. Pero la educación, en el más propio de sus significados es sinónimo de vida, o, lo que es lo mismo, de una permanente transmisión y reconstrucción de la cultura. Por lo tanto, quienes plantean el problema - y así a acontecer entre nosotros en la tercera década del siglo - de una reforma integral de la educación, en rigor el modelo de que están hablando sin percibirlo muy bien, es el de una reforma de la sociedad, de la cultura y de la vida.

Mientras tanto, a pesar de la común declaración de sus muy nobles intenciones éticas, lo cierto es que el mundo, por segunda vez , vuelve a incendiarse (1939-1944).

Recuerda Curtius, en su excelente Diario De Lecturas: “Acaban de cumplirse ahora veinte años desde que publiqué cierto escrito polémico, muy breve, titulado El Espíritu Alemán en Peligro, en el cual alzaba mí voz contra la barbarie nazi que se nos venía encima. En tal escrito terminaba con una profesión de fe humanista, producto de la honda   conmoción  experimentada,  de la  indignación y de la  nostalgia ....”  “Pues  bien” - agrega más adelante - “ si en la actualidad se me pidiera que hablase de nuevo sobre el término humanismo yo me negaría ...” Y continúa: “La prueba concluyente de lo vago que ha llegado a tornarse el concepto de humanismo, es el hecho de que a la mayoría de la gente no le sugiere nada de concreto. En la primera fase de la postguerra fueron muy pocos los tópicos que se desgastaron en la discusión pública en igual medida que el humanismo. Llegaban Fulano y Mengano pretendiendo abastecer al público en este sentido. ¡Cuántos Erasmos había entonces en Alemania! ...” Y concluye en forma tajante: “No tiene objeto engañarse. No tiene objeto querer resucitar artificialmente aquello que ha dejado de existir para nosotros no pretender hallar en los debates universitarios sucedáneos de un presente vivo que se esfumó ...”(Curtius, 1969).

El hecho que nunca se ha discutido tanto como en estos difíciles años de pre y postguerra sobre el ambiguo proyecto de salvar los valores, la vida y la cultura de Occidente. La Sociedad de las Naciones, primero, y, después, las Naciones Unidas, por medio de sus organismos especializados - unesco - van a promover un múltiple e inagotable diálogo entre los más diversos grupos e individuos, siempre en torno al mismo proyecto monocorde, reiterado y persistente: hacer la educación, el humanismo y las humanidades, los instrumentos adecuados para restaurar ciertos modelos de la antigua cultura en Europa.

Es así como en este gran debate inconcluso - nosotros diríamos más bien un diálogo siempre abierto - vienen a sorprendernos, de pronto, los primeros lustros del último cuarto del siglo.

Ahora bien, tal vez lo que distingue, a pesar de sus múltiples coincidencias, los temas vitales del segundo con respecto a los del primero, es el aire de preocupación, autenticidad y angustia, con que entonces son planteados por la mejores élites y el rostro de lugares comunes, de estereotipos puramente verbales, que después van a ir lentamente adquiriendo, a través de los medios de comunicación de masas. ¿Qué político no habla hoy día de humanismo, que muchos, quizás, confunden con humanitarismo? ¿Y cuál se exime de hacer en seguida una profesión de fe en el nacionalismo integral? ¿Quién no espera prodigiosos milagrosos del saber y la cultura mediante la simple restauración de la humanidades clásicas, en las que tienden a ver el caso lamentable de un muerto que se ha enterrado vivo?

Y, sin embargo, nunca hoy fue tan oscuro el uso indiscriminado de los vocablos saber, cultura, humanismo, humanidades, etc., ni tan barrocos los proyectos que se colocan como realizaciones señeras bajo el prestigio de su nombre clásico. No cabe duda alguna que los obreros de Babel han hecho una proficua tarea, sobre todo en nuestros países latinoamericanos. Para luchar contra ello no cabe sino decidirse a erigir la torres de anti-Babel a que en otra oportunidad aludiera: las ciudades morales de la razón, vale decir, las auténticas Universidades (Munizaga, 1970).

Dentro de este propósito de lucidez antibabélica conviene distinguir, cuando se alude al humanismo : a) el humanismo en cuanto concepción de la vida - tema eminentemente de  la reflexión filosófica - ; b) el humanismo en cuanto teoría pedagógica - asunto sobre el cual también se ha discutido largamente en Chile, desde Bello hasta nuestro días - y c) el humanismo considerado como conjunto de prácticas filosóficas o ejercicios programáticos instituidos dentro de la circunstancia escolar, y, por ende, propicios a esterilizarse en el más insoportable formalismo.

Sólo nos ocuparemos de las dos primeras acepciones.

Lo que aquí llamaremos concepción humanista de la vida se podría resumir, para simple comodidad de la exposición: en un sistema de principios, una cierta imagen del hombre y de la sociedad humana, y una tabla de valores.

En lo que se refiere a los principios, sólo recordaremos que han sido ampliamente debatidos desde la antigüedad hasta nuestros días: Homo sum, nihil humanum a me alienum puto, que decía Terencio.

Desde luego, su tema fundamental es el hombre - el significado y valor de él ante la sociedad y el Universo.

“El hombre es la medida de las cosas”, declaraba el polémico Protágoras, y las implicaciones de su aserto se proyectan con fruto en la meditación de Sócrates. “El hombre es el sentido del mundo”, señala modernamente Nicolai Hartmann en su ética, una de las obras capitales de nuestro tiempo, tal vez lo más profundo que se ha escrito sobre la Filosofía de los Valores.

El pindárico “Sé el que eres”, conduce directamente al goetheano “el tesoro más alto del hombre es la personalidad”, aun cuando resuelta paradójico pensar, como alguien que Goethe ni siquiera conoció el término humanismo, que es una creación de la historiografía del siglo XIX. (Curtius, 1933).

Se trata, en el fondo, de una lucha por la cabal realización del hombre dentro de su peculiar circunstancia histórica y geográfica, en función, por una parte, de condiciones transitorias de tiempo y de lugar y, por la otra, de la realidad trascendente de su ser. En suma, lo que hay de eterno y misterioso en el hombre - esta incógnita indescifrable - lo que se cumple, diversifica y reconstruye a través de la naturaleza y de la cultura, por medio de ellas, y, sin embargo, muchas veces contra ellas.

De lo que se trata es de un actual espíritu viviente que afirma o que niega o que niega, no del supersticioso respeto a los contornos de una letra muerta, herencia de escritores griegos o latinos, por muy alta que sea su perfección formal. Se trata de un fermento dinámico, cargado de una voluntad expansiva, que se va realizando a través de una serie de formas posibles, sin agotarse jamás plenamente en ninguna, por lo que es grave falta de quienes pretenden monopolizar la condición de humanistas, confundir su continente transitorio, la forma de que históricamente se reviste, con su ambiguo germen y contenido esencial.

Antes que nada, pues, la completa realización de esa misteriosa variable que es el hombre.

Ahora bien, ¿el dato primero de la sociedad, que nos subrayan polarmente los sociólogos? Pero de lo que se trata no es de socializar integralmente al individuo, sino de humanizar la sociedad.

¿Y el dato igualmente valioso de la nación? Pero de lo que se trata no es de nacionalizar integralmente al individuo. La nación es la medida de todas las cosas, podrían haber dicho Maurras en la Francia de Petain, y Rosenberg en la Alemania de Hitler. De lo que se trata es de humanizar la nación. ¿El Estado, entonces, ese frío monstruo que se complace en vilipendiar el pensamiento anárquico? Pero aquí cabe insistir, a la manera Pestalozzi y señalar que no debe buscarse estatizar al hombre, sino humanizar el Estado. ¿El nuevo mundo del trabajo y de la técnica, con sus oficios, ocupacionales y profesionales? (He aquí uno de los más inquietantes problemas de la democracia y la cultura modernas). Pero, ya Montaigne había escrito, al respecto, páginas definitivas : “No se trata de formar tan sólo al hombre del oficio, sino de que el individuo cumpla con su fundamental oficio de hombre”. No se trata tan sólo de habilitar al profesional idóneo - al especialista bárbaro. Se trata, sobre todo, de formar al hombre culto.

Regresamos de este modo a nuestra afirmación fundamental: de lo que se trata es siempre de que el hombre realice sus diversas vocaciones a través de los múltiples estímulos que se le ofrecen en su complejo social.

En lo que concierne a una imagen del hombre y de la sociedad humana, diremos que estos principios se aproximan, de modo diverso, a lo que constituye, según su propio ámbito, un ideal de existencia: lo que llamaríamos la forma de vida del caballero.

En parte se encuentran regulando la conducta de los atenienses con quienes dialogaba Sócrates; de Marco Aurelio, arquetipo del caballero romano; de Rabelais y los humanistas del Renacimiento; del Montaigne, creador del caballero francés en el modelo de Thonnête homme; de los diversos matices del gentleman inglés hasta su realización en la cultura de Weimar, según el esfuerzo de Goethe, quien ha cumplido en sí mismo el armonioso ideal del hombre completo, y en la difícil aspiración actual a que se configure, en una sociedad de masas y élites, el individuo de diálogo y no de violencia.

En lo que se refiere al tipo de sociedad humana, diremos solamente que ella tiende a cercarse al reino de los fines, que nos bosquejara Kant - esa república de los hombres libres y razonables donde cada uno es, al mismo tiempo, legislador y súbdito. Todo lo cual nos lleva a sugerir que, si bien se mira, lo que llamamos la concepción humanista de la vida incide política y educativamente con la que debemos designar, en su más alto sentido filosófico, la concepción democrática de la vida.

Es vidente que en la vida de su tabla de valores se sitúa el valor inconmensurable del hombre y de la constelación que lo acompaña: fundamentalmente la vida - la vida plenaria - a pesar de la ambigüedad que el término connota; la lucidez intelectual o permanente esfuerzo de compresión socrática que lleve a conocer tanto a sí mismo como a los demás, según lo expresa el anhelo de Spinoza en su máxima célebre: “Non ridere, non lugere neque detestari sed intelligere” (No reír, no llorar ni detestar, sino comprender). Y también la libertad, exigencia insobornable de la persona humana, raíz del imperativo categórico que construye el reino de los fines, pero, en todo caso, siempre ambigua en su generalidad y abstracción. Es en la libertad concreta donde se produce todo drama del humanismo. “Saber liberarse no es nada: lo difícil es saber ser libres” había anotado A. Gide.

A lo que en nuestra América ya había respondiendo antes José Martí, diciéndonos, según la línea del mejor humanismo: “Ser cultos es el único modo de ser libres”.

El humanismo como teoría pedagógica no es sino una aplicación de la ideas anteriores a los diversos niveles de la enseñanza, de la escuela primaria a la Universidad y, sobre todo, a la secundaria, cuyos contenidos tradicionalmente han aspirado, durante largo tiempo, a monopolizar el concepto de las humanidades.

Es difícil hablar de humanidades sin referirse al tema central del humanismo. Ambos términos van casi siempre unidos. Por lo demás, su idea es una de las más actuales que hoy puedan sugerirse: la reivindican, con igual fervor, los católicos, en nombre de un humanismo medieval; los marxista, al definir un humanismo del trabajo, y también el pensamiento democrático que insiste en recuperar para su concepción de la vida y de la cultura la idea de un humanismo integral.

No cabe duda que Hispanoamérica puede enorgullecerse de haber poseído también grandes humanista, religiosos o laicos, pero ¿podría afirmarse con el mismo énfasis que hemos organizado humanidades, dignas de su antiguo nombre, incorporadas a la tradición escolar? Cierto es que entre nosotros, durante mucho tiempo, los seis años de enseñanza secundaria tradicional fueron designados, y en carácter de exclusivos, como estudios de humanidades. Sin embargo, los extranjeros han solido burlarse de nuestra enseñanza secundaria hispanoamericana, que no es propiamente de humanidades, según la nostalgiosa connotación europea del vocablo, con su contenido, sine qua non, de textos literarios griegos y latinos. A menudo ello contribuye a crearnos una especie de complejo de inferioridad cultural.

Desde luego, formulémonos una simple pregunta: ¿qué son las humanidades?

¿Constituyen un espíritu vivo, siempre dispuesto y alerta, o una determinada materia de estudios que se  cuantifica y coagula en los planes y programas? ¿Una ágil disciplina de la inteligencia o un cierto conjunto de textos literarios que se extraen de autores griegos y latinos? Y, sobre todo, ¿las humanidades son una estructura ya definitivamente alcanzada, o devienen, según los ímpetus variables del hombre, la sociedad y la cultura? Lo reiteramos aún: ¿constituyen una forma ya hecha, una sola e idéntica forma, o se están permanentemente haciendo, vale decir, existe una cierta metamorfosis de las humanidades? (rops).

Reduciendo la cuestión a sus términos pedagógicos más simples diremos que las humanidades denotan, escolarmente, una materia de estudios, aquella que es la más adecuada para formar al hombre, o, con mayor énfasis aún, la única que tendría la extraña propiedad de conseguirlo. Según la tradición clásica se las debe mirar como un núcleo de estudios superiores, al tenor de lo que ya dijéramos: conjunto de estudios literarios griegos o latinos, perfectamente bien delimitados, que se clausuran en su privilegiado dominio, dispuestos a entrar en lucha sin merced con las demás especies de materias intrusas. Consecuencia administrativa inmediata, de agudas repercusiones sociales: ni los estudios primarios que se destinan a las clases populares, ni los especiales o técnicos a que se consagra gran parte de las clase medias, tienen en puridad un valor humanista, de modo que carecen de esa especie de vitamina cultural, indispensable para que, en últimos análisis, se lleguen a producir auténticos hombres.

He aquí una conclusión extraordinariamente grave.

Sin embargo, las humanidades que, en rigor son un espíritu vivo, más bien que una materia muerta, que poseen también la elasticidad propia del humanismo que en ellas se manifiesta, y se producirá, por tanto, como lo inquiríamos, una metamorfosis de las humanidades, en concordancia con el tema inicial de cualquier concepción humanista de la vida: la realización, nunca completamente alcanzada, de ese primordial dato cambiante, el hombre.

Ahora bien, el drama de la formación humanística en Hispanoamérica, por lo demás simple cultura de traspaso, ha sido el de confundir con terquedad el verdadero espíritu de las humanidades con el programa de una materias de estudios que se anquilosa rápidamente en una faena escolar desvaída: industria de palabras, mero formalismo. Comprobada ya su inevitable, decadencia, se produce un esfuerzo para revitalizarlas con nuevos contenidos, según las modernas orientaciones europeas, instalándose con fervor en el mundo de las cosas: en la naturaleza, primero, y en el de las urgentes realidades económicas, después.

No obstante, cada vez que se desea huir de la cárcel de las formas vacías, se declara, para paradójicamente, la muerte del humanismo en Chile, o, en su defecto, una adulteración de lo que se designa con el pretencioso nombre de verdaderas humanidades. En rigor, de lo que se trata es de un esfuerzo para llamarlas a verdadera vida en concordancia con la novedad y extrañeza de nuestro mundo hispanoamericano.

Lo cierto es que nuestras incipientes humanidades aspiraron a organizarse con un seguro contenido clásico, primero en la Colonia, y, después, durante las décadas iniciales de la República, bajo el patronato de Bello.

Como si obedecieran a una misma voz de orden, convergen teólogos, maestros y pensadores en su empeño de probar que la lengua latina es el instrumento más adecuado para la formación cultural de la juventud chilena.

Pero es inútil el honrado esfuerzo que aquí de despliega por aclimatar los gérmenes del humanismo clásico, que ya en Europa comenzaban a resentirse de una cierta esclerosis, y los estudios latinos se convierten con rapidez en un superformalismo gramatical y retórico. Los contornos de la vida chilena y americana presentaban rasgos tan peculiares, tan ajenos a la tradición de la cultura europea, que necesariamente habrían de captarlos por fin, otras mentalidades menos académicas con una mayor sensibilidad para las intenciones de nuestros países en crecimiento.

El mismo Bello, acabado humanista, pero hombre con los pies muy bien puestos sobre la tierra, hizo serías reservas al aprendizaje obligatorio del latín para la formación de nuestros jóvenes. “¿No es una tarea insensata - se preguntaba entonces Vicuña Mackenna - que se procure obligar a la masa general de la comunidad educanda, compuesta en su mayor parte de inteligencias medianas o negativas, al estudio del latín, para pasar del anular a las chácaras o los almacenes?”. Y agregaba que “el latín no ha sido abolido en Chile como no ha sido abolida la carreta ni la rastra no las rastra de ramas en nuestra agricultura, como no ha sido abolido el Derecho Romano y la pregonería por el verdugo en nuestra jurisprudencia, como no ha sido abolido el arábigo almud y la vara castellana en nuestro comercio”.

Por lo demás, problema incidía en consideraciones respecto de lo que hoy designamos como la democracia en la educación. En sus discursos de nuestra Facultad de Filosofía,  don Enrique Cood hacía reparos a la instrucción de las clases inferiores, porque - decía - les inspirará “disgusto por su estado, desprecio por sus iguales, y el envanecimiento de una superioridad engañosa que les hará mirar con tedio el trabajo manual, el servicio doméstico, y aun el ejercicio de aquellas artes honrosas, pero humildes, que nos proporcionan las satisfacción de las primeras necesidades de la vida”. En lo que coincidiría más tarde con don Joaquín Larraín Gandarillas - ilustre Arzobispo de Anazarba - quien, en su interesante Discurso de 1863, precisamente en elogio del latín y las humanidades clásicas, se cuida de observar: “No las haría muy accesibles a las clases bajas de la sociedad. ¿Qué gana el país con que los hijos de los campesinos y de los artesanos abandonen la condición en que los ha colocado la Providencia, para convertirlos las más de las veces en ociosos pedantes que se avergüenzan de sus padres, que aborrecen su honesto trabajo, y que colocados en una posición falsas, terminan por aborrecer la sociedad?.

Este apasionante tema del siglo XIX, no se agotará aún en los inicios del actual. Recuérdese que la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria sólo se dictó en 1920, y renacerá de pronto, con sospechosa vehemencia, en su segunda mitad. Una de las últimas grandes discusiones en torno al significado de la cultura, la enseñanza secundaria, el latín y el sentido de las humanidades, se registra en los debates del Consejo Nacional de la Superintendencia de Educación, que continúan siendo, lo que muchos ignoran, el punto de partida de una auténtica democratización de todos sus niveles. (Superintendencia de Educación Pública).

¿Fue todo esto, como se dijera más tarde, el inicio de un astuto y deliberado esfuerzo para provocar la muerte del humanismo en Chile?

Sin desconocer que iban a interferir en su planteo antecedentes muy heterogéneos, propios más bien de la gran disputa teológica, pensamos que semejante interpretación se confunde con un concepto estrecho, obstinado y unilateral del humanismo: esa definitiva identificación de las humanidades con el círculo inicial de los estudios greco-latinos.

Lo que en rigor se estaba produciendo, y que representan espíritus intuitivos como los Amunáteguí o Vicuña Mackenna, es una sana inversión de la mirada que ahora tiende a dirigirse desde los textos griegos y latinos hacia las cosas chilenas y americanas. En parte de un modo directo, instintivamente, como inmediata reacción al significado de un ambiente bárbaro; en otra, como las conclusiones de una reflexión sistemática, ilustrada por los datos del reciente pensamiento europeo, comienza a verificarse en la teoría pedagógica chilena, al margen del formalismo gramatical y retórico en que necesariamente debían esterilizarse nuestros estudios clásicos, una tendencia el nuevo realismo científico, de cuyas generosas ideas va a encontrarse penetrada la orientación educativa de la segunda mitad del siglo XIX: Evadirse de las palabras griegas y latinas, huir de las formas vacías, instalarse en medio de las cosas... En ninguna parte, como en Latinoamérica, se hacía tan urgente reiterar una consigna que rompiera con los viejos caminos del pensamiento.

De aquí que en la segunda mitad del siglo pasado se produzca en Chile lo que hoy podría llamarse una reconstrucción de las humanidades, en concordancia con los datos de la filosofía positivista, que por ese tiempo domina en Europa y que, derivada hacia América, penetra entre nosotros con gran ímpetu. Los estudios de las humanidades aspiran a modernizarse en el sentido de un nuevo realismo científico, de lo que hay clara constancia en la obra práctica de Barros Arana y en el pensamiento de Valentín Letelier.

Lo que no pudieron predecir quienes tan decididamente combatieron lo que había de muerto en las llamadas humanidades clásicas y tan fervorosamente propugnaron las nuevas y modernas humanidades científicas, es que también la enseñanza de la ciencia es susceptible de decaer en un mero formalismo instructivista, abstracto y vacío, si todo lo que se transmite son las nociones de la ciencia ya hecha, como una inmensa enciclopedia de datos, y se prescinde de lo que constituye su alma configuradora: el espíritu científico, la inquietud del auténtico problema, el método y la efectiva actividad del pensamiento. Al igual que con una dieta clásica de griegos y latinos apenas si puede desenvolverse la inteligencia mediocre de un pedante, con otra de modernas informaciones científicas no vamos a obtener tampoco resultados más alentadores.

Por eso, desde los primeros años del siglo nuestras humanidades científicas comienzan a ser agudamente criticadas. El influjo de los modernos factores económicos principiará a hacerse sentir al respecto en concordancia con las transformaciones que se están operando en la vida nacional y en el mundo.

Ya en 1893 se introdujeron los trabajos manuales, con el propósito, según se dijo, de hacer más práctica la enseñanza. Del realismo científico se tiende a ir ahora hacia el realismo económico, por la acentuación cada vez, más insistente de una ambigua consigna: La enseñanza tiene que sirve para la vida. El principal representante de dicha tendencia será entre nosotros, el futuro historiador don Francisco Encina, con su célebre ensayo Nuestra Inferioridad Económica.

La tentativa de incorporar como propios los nuevos, contenidos económicos y técnicos que definen la vida de hoy va crear difíciles problemas de vecindad, comprensión y trato con la llamada enseñanza técnico-profesional. Ningún fenómeno ha sido peor interpretado en su real alcance pedagógico tanto por quienes lo propugnan como quienes lo resisten.

Otra vez se proclaman airadamente que la introducción de las ocupaciones útiles equivale a una desnaturalización de la escuela secundaria y a una muerte definitiva del humanismo. Y no hay duda que así puede acontecer si a la impresionante masa de los datos científicos ya acumulados, se yuxtapone simplemente la condición profesional, utilitaria y especialista de la técnica.

Pero cuantos han reflexionado con hondura en el tema saben que su misión propia es muy distinta, tanto es la primera como en la segunda enseñanza. Y aún en la superior.

Ahora bien, ¿hemos podido disponer hasta aquí de unas auténticas humanidades, con todo lo que ellas implican de  aptitud  para  situarse  frente a la sociedad y el Universo - introducción al orbe de la cultura personal - , o nuestros estudios secundarios se han de ver dirigidos a exhibirse siempre como unas frustradas pseudohumanidades?

¿Que género de formación humanística deberá prevalecer en Hispanoamérica: la literatura, la científica o la técnica? ¿Y podemos, en rigor, reivindicar una verdadera formación humanista, si gran parte de los educandos no se cultiva a través de los estudios griegos o latinos según los modelos europeos clásicos?

¿O deberemos pensar - no le tengamos mucho miedo a la expresión - en la organización de unas humanidades hispanoamericanas, que nos introduzcan a ser auténticamente nosotros mismo, y que, sin mengua de partir de nuestro singularismo continental, nos reubiquen en la amplia universalidad de lo humano?

En verdad nunca nos cansaremos de repetirlo, las humanidades no son una materia, sino un espíritu, un espíritu de realización del hombre a través de los diversos productos de la cultura objetiva. En último análisis, lo insinúa también la concepción democrática de la vida, todas las materias tienen el mismo valor cultural. Por eso, el verdadero desenvolvimiento puede lograrse en función de cualquier materia de estudio, siempre que se la use de un modo adecuada, vale decir, en su espíritu omnicomprensivo. No hay ninguna que tenga exclusivamente el monopolio de la formación cultural, como si dijéramos una peculiar e insustituible vitamina de sus contenidos. Todas las materias de estudio poseen un valor cultural en la medida en que contribuyen a enriquecer, en profundidad y amplitud, el significado de la experiencia del individuo. Lo literario, lo científico y lo técnico no son, en el fondo, sino diversas llaves para introducirse en el mismo reino de lo humano.

Por lo tanto, hemos de pensar las humanidades de una manera nueva, no sólo con su cuerpo inicial de lenguaje sino integralmente, con sus prolongaciones de ciencia y su estructura de ocupaciones, pero no sobre la base de círculos antagónicos o compartimientos estancos que mutuamente se repelen, según la tradición aristocrática, sino configuradas en un organismo central, de una concentricidad armoniosa, que ha vencido las limitaciones arbitrarias de lo literario en el homo loquax, de lo científico, en el homo sapiens, y de lo técnico, en el homo faber, que el hombre de carne y hueso también es una sola unidad cuando habla, cuando piensa y cuando actúa sobre su propio mundo.

¿Humanidades hispanoamericanas?

Evidentemente, no puede hablarse sino de humanidades que humanicen y, para nosotros, el problema cultural y educativo consiste en realizarnos en nuestra plenitud, peculiaridad y concreción de seres humanos.

Pensamos que es por una intensificación de los estudios literarios españoles e hispanoamericanos - nuestro Cervantes, nuestro Martí, nuestro Sarmiento, nuestro Rodó, nuestro Montalvo y otros: por un uso adecuado de la ciencia y de las ocupaciones útiles en relación con el medio singularísimo en que nos corresponde vivir - , todo amalgamado en una nueva configuración orgánica que verdaderamente nos permitan ser y pensar nuestro propio mundo, como será posible inducir a la nuevas generaciones para que realicen genuinamente su vocación humana.

Hemos reiterado que las humanidades no son una materia  a la que hayamos de esclavizarnos sino un espíritu liberador, un espíritu siempre nuevo. Y a su soplo no podría renunciar, sin aniquilarse, un conglomerado de cien millones de hombres.

Como ya inicialmente los advirtiéramos, los temas educativos y culturales de este último cuarto de siglo coinciden en gran medida con los del primero, eso sí que, ahora, amplificados y exacerbados  dentro de las nuevas condiciones de un mundo que crece y que cambia. Pero otra vez se reiteran, con el mismo aire de perplejidad y desconcierto, los vocablos del antiguo repertorio: educación, cultura, humanismo, humanidades, etc.

Nunca, como ahora se ha insistido tanto en el proceso de la comunicación y, por ende, en la necesidad del diálogo, que también apunta al que habría de sostenerse entre masas y élites. Todo lo cual supone, por cierto, la existencia de una comunidad que posee el hábito de acercarse con frecuencia y respeto intelectual al santo sacramento de la palabra lógicamente definida. Sin embargo, no se advierte en la base ni en la cúspide de la pirámide social ninguna moderna tentativa para superar las posibilidades antinomias que lo obstaculizan. Tampoco se registra un examen de lo que constituye el mayor desafío teórico y práctico a su éxito, de la antigüedad hasta nuestros días: el de las oposiciones convencionales entre el trabajo y la cultura. Sin su definitivo planteamiento no hay esperanzas de que se resuelvan con fruto los persistentes problemas de la educación, el humanismo y las humanidades.

Alguien ha dicho de la democracia que lo que hoy necesita con mayor urgencia - se trata, en último análisis de un régimen cuyos, recursos se apoyan en la exacta connotación de los vocablos - es lo que podría llamarse un Ministerio del sentido de las palabras (en otra época lo fue la Iglesia). Es la gran ausencia que a menudo notamos se escucha divagar en lenguaje ininteligible a personajes de toda catadura sobre el grave asunto que nos tiene absorbidos (Rougenmont).

No cabe duda que desde hace tiempo, pero, sobre todo, cuando tiende a generalizarse cierta periódica confusión de lenguas, dicha misión de permanente inteligibilidad habría de corresponderle, por derecho propio, a las universidades, ciudades morales de la razón, modernas torres de anti-Babel, como las designé en mi artículo La Universidad y su Mundo Mitificado (Munizaga, 1979).

Desde su sagrado refugio cultural, alto recodo del humanismo, los maestros podrían continuar recibiendo sus verdades, en un inagotable Pentecostés de la inteligencia y comunicarlas a sus discípulos, hoy como ayer, siempre animados por las lenguas de fuego del Espíritu Santo.