Lenguas Clásicas y
Formación
 Humanística
Limes. Nº1. 1988. UMCE. 130-139.

Antonio Arbea

Presentación

La apología del estudio de las lenguas clásicas - motivada básicamente por la cada día más desmedrada presencia de estas disciplinas en los planes y programas de enseñanza - ha llegado a ser ya casi un tópico en Occidente. Desbordando los letrados márgenes de libros y revistas de academia, es defensa que irrumpe hoy, de cuando en cuando, incluso en la prensa diaria. Es difícil medir, por cierto, el efectivo alcance restaurador que puedan haber tenido esos alegatos; debo, sin embargo, comenzar este mío - ¡uno más! - señalando que aquéllos, en general, me han impresionado muy pobremente. Casi tengo la certeza de que, de haber sido yo alguien a quien había que persuadir, tales escritos exceptis excipiendis sólo habrían conseguido revalidar mis desacuerdos y reservas respecto a la bondad de los estudios clásicos. Inficionados, muchos, de un tradicionalismo pervertido, en casi todos he echado de menos una adhesión fundada y madura al ideal del humanismo. El propósito de estas líneas, pues, es formular una defensa hodierna de los estudios clásicos, expurgada de excesos e impertinencias.

Antecedentes de la Crisis

Quizás si los primeros brotes de la crisis de la enseñanza de las lenguas clásicas fueron las reiteradas críticas que se formularon, desde casi comienzos del siglo pasado, más que al qué, al cómo de esta enseñanza, a su metodología. Por más de una razón - ya veremos cuáles - bien vale la pena recoger aquí algunas de esas reprobaciones.

He aquí, por ejemplo, la descripción que hace Sir William Oster, Regius Professor de medicina en Oxford, de su educación clásica en una escuela canadiense, en 1866:

De niño, tuve la experiencia común de hace cincuenta años: maestros cuyo único objeto era dar de comer a sus clases con cucharadas, no de autores clásicos, sino de sintaxis y prosodia [...], con el resultado de que aborrecíamos a Jenofonte con sus diez mil, veíamos a Homero como una abominación, y a Tito Livio y Cicerón como cargas de sustantivos y tareas [...] Mi experiencia fue la de muchos miles; y sin embargo, recuerdo que estábamos sedientos de buena literatura [...] ¡Qué tragedia subir al Parnaso en medio de tanta niebla! [1] .

Al recordar esta pobre experiencia escolar con los clásicos, Sir William Osler no podía dejar de pensar - por contraste - en aquella otra que, también de niño, había tenido con su maestro de ciencias, que se llevaba a los muchachos a fascinantes días de campo para hablarles de los fósiles y de la formación de la corteza terrestre, o bien los llevaba al laboratorio, donde les mostraba insospechadas maravillas a través del microscopio.

Un recuerdo similar de sus años escolares nos hace, por esa misma época - segunda mitad del siglo pasado - Edward Frederic Benson, escritor inglés que más tardes trabajaría en Grecia y que fuera un gran amante de la literatura antigua:

“¡Qué deplorable era el sistema que, aniquilando todo interés humano y toda belleza en un asunto que está lleno de humanidad y de gracia, enseñaba una lengua [el griego], y la más flexible de todas las lenguas humanas, como si fuera una serie de fórmulas algebraicas! ¡De cuán buena gana se hubieran aprendido esas secas irregularidades si primero hubiese estado encendida la imaginación! [...] Pero en la época en que yo aprendía griego, los métodos de los catedráticos se parecían al método de alguien que, haciendo a sus discípulos rajar leña seca, esperar enseñarles cuál era la naturaleza de los árboles que una vez había hecho murmurar el viento en las colinas del  Atica” [2]

Muchos testimonios como éstos podrían espigarse en biografías de personas que no fueron, precisamente, “prácticos” hombres de negocio, o científicos de sensibilidad roma y agostada, sino en verdad auténticos amantes de la cultura clásica.

En el ámbito hispano, por ejemplo, el caso de Miguel de Unamuno no puede resultar más aleccionador. (Y recordemos que él mismo terminaría siendo después profesor de griego.) En su muy ameno libro Recuerdos de niñez y de mocedad, hace memoria de sus primeras clases de latín, cuando sólo tenía once años:

“Teníamos como catedrático de latín a un Don Santos Barrón, hombre corpulento [...] Tenía Don Santos no poco del antiguo dómine y pasaba por severo [...] A los pocos días de clase, sacó cierta mañana de bajo el levitón un cartel con las desinencias de las declinaciones, y fue grande mi emoción al verlo.  Allí estaba la puerta de la antigüedad y la clave del misterio, en aquello de nominativo a, genitivo ae, etc. [...] Me apliqué al latín con ilusión, pero me venció pronto el cansancio. Los primeros días, la novedad del rosa, rosae, y sobre todo del genitivo del plural, rosarum, que es el caso más sonoro, me sedujo; mas luego, perdido el deleite de la iniciación, y no logrando traducir ni aun la misa, aquellas interminables listas y aquellas tablas de conjugación me enardecieron el alma [...] Las listas de verbos irregulares eran mi mayor tormento. Nos las hacían aprender de memoria, que es algo así como aprenderse la tabla de logaritmos sin saber manejarla [...] Perdí un hermoso tiempo y empecé a consumir la frescura de mi seso. La mocedad es alegre, y, sin embargo, mi recuerdo de aquella aula, de aquel alto anciano vestido de negro, de aquel cartel y aquellos verbos irregulares, es un recuerdo triste”. [3]

Es muy probable que la poca atención prestada a los métodos de enseñanza haya sido el detonante que desencadenó toda la crisis posterior de los estudios clásicos. Así lo veía - o preveía - el propio Andrés Bello en nuestro medio, con su ojo tan certero. En su breve artículo titulado “Sobre el estudio de la lengua latina”, llamaba la atención de “los promovedores de la educación clásica” y les hacía ver la conveniencia de “mejorar constantemente el método” en la enseñanza, labor imprescindible, a su juicio, si se pretendía ganar para estos estudios el favor de la comunidad culta y, consecuentemente, asegurarse un lugar de importancia en los programas escolares [4]

Estos testimonios acerca del estado de cosas durante el siglo pasado tienen, a pesar de su parcialidad, un manifiesto valor paradigmático; resultan pertinentes no sólo para quienes enseñan lenguas clásicas, sino también cualquier otra disciplina humanística. En la enseñanza de las humanidades, en efecto, asistimos con bastante frecuencia al cultivo de técnicas que nunca llegan a usarse, de destrezas instrumentales que jamás alcanzan su justificación en una empresa de cierta radicalidad humana. Esta falta de perspectiva - de sentido - ahoga y ahuyenta al estudiante inquieto. Y es que técnicas y datos,  instrumenta y realia, nada tienen de humanísticos por sí, sino que devienen tales en el sujeto concreto que los hace parte de un proyecto superior. Entregados a sí mismos y al margen de tal designio, son del todo indiferentes; cultivados como saber autónomo, son la perversión misma de la vida del espíritu, un juego alienante e irresponsable que da contento sólo al superficial, un saber penúltimo que, en su torpe pretensión y en su miope seguridad, no puede sino fastidiar al estudiante inquisitivo y dotado. No se nos debe escapar, por tanto, que el problema éste de una inadecuada metodología es, con mucha frecuencia, simplemente el síntoma natural de una inauténtica experiencia intelectual. En tales casos, por supuesto, querer enfrentar el mal mejorando las técnicas metodológicas es como pretender adelgazar apretándose el cinturón.

Me he detenido en la consideración de estas deficiencias de método porque, según quedo dicho, me parece que ellas son, en buena medida, culpables de la crisis actual de los estudios clásicos. Son, por de pronto, responsables principales de la opinión - enteramente vigente en nuestros días - de que las lenguas clásicas son inútiles. Claro está: un latín o un griego mal aprendidos no sirven para nada y no hay cómo defenderlos. Para ser justos, sin embargo, hay que señalar que en el amenguamiento del interés público por los estudios clásicos hay también causas externas, que nada tienen que ver con la disciplina misma ni con sus cultores. Dos de ellas, sobre todo, me parecen dignas de ser mencionadas. Una, el desarrollo moderno - espectacular, a veces - de nuevas ramas del saber, que entraron a competir seriamente con los estudios clásicos en captar para sí el interés de los estudiantes y en ocupar espacios en su jornada escolar. La otra - desatendida por quienes añoran la vuelta (ya imposible) al antiguo estado de cosas, cuando las lenguas clásicas ocupaban un lugar de privilegio en la educación - es la democratización de la enseñanza. Mientras educarse fue asunto de goce espiritual o de prestigio y estuvo reservado para aquellos que podían darse ese lujo, los estudios clásicos - desinteresados e imprácticos - pudieron señorear tranquilos y sin rival en las escuelas; pero éstas, al abrirse a toda la población, debieron simultáneamente acomodarse a nuevos propósitos, entre otros al de capacitar para oficios y profesiones que para nada necesitaban de las lenguas clásicas, difíciles por lo demás. Estas causas externas no deben perderse de vista cuando se proyecta una restauración de los estudios clásicos; son circunstancias objetivas con las que hay que contar y que no deben ignorarse, si es que se quiere obrar con eficacia en esta materia.

Entre todas las objeciones que se formulan al estudio de las lenguas clásicas, sin embargo, hay una particularmente seductora y peligrosa. Me refiero a la que surge, en gran medida, como corolario de ciertos postulados del historicismo y que viene a cuestionar de raíz el ideal humanístico de la educación. Ecos de esta postura, en nuestro siglo, hay muchos; convienen ellos, en general, en negarle al pasado su ejemplaridad, su valor paradigmático, su condición de tradición que encierra modos imitables de lo humano. En las líneas que siguen, pues, dada la seriedad de esta posición, quisiera hacerme cargo de ella formulando algunas consideraciones en torno al sentido de los estudios clásicos, particularmente del latín, en la formulación humanística.

¿Por qué estudiamos latín?

Aunque a alguno pueda parecerle extraño, esta pregunta debe de haberse formulado por primera vez no más allá de un par de siglos atrás, ya que hasta entonces el latín fue la materia y la forma de la educación: cuestionar aquél era cuestionar ésta.

El estudio del latín suele ser defendido esgrimiendo el ya antiguo argumento de que constituye una formativa gimnasia intelectual y de que desarrolla una superior destreza lógica. Este juicio ha pasado a ser, incluso, algo así como un artículo de fe de dominio público, manifestado en las tan frecuentes como indiscutidas afirmaciones del tipo de “el latín enseña a pensar”. Casi no hay apología del estudio del latín que no esgrima esta arma, por más que, a decir verdad, tan a menudo los hechos la desmientan. Siempre he pensado que este argumento es tan tenaz como falaz, y, por sobre todo, insoportablemente presumido. La verdad es que el latín enseña a pensar tanto como puede hacerlo otra lengua cualquiera. Y, como toda lengua también, dista mucho de ser lógico y exacto. Si se trata de enseñar a pensar, seguramente los estudios de matemáticas o de lógica podrían resultar mas apropiados. Por lo demás, creo que si enseñar a pensar es posible, lo es más bien a una edad temprana, no a los diecisiete o dieciocho años con que llegan los estudiantes a la universidad. En este argumento, pues, parece haber mucho de racionalización: teniendo ya el latín aprendido, le buscamos un para qué exagerando sus virtudes.

Desde ya creo conveniente decir que, si el latín tiene alguna utilidad práctica - y efectivamente la tiene - , no es ciertamente en ella donde reside la importancia de estudiarlo. A propósito quizás resulte recordar lo que en cierta ocasión le dijo Unamuno a un ingeniero muy practicista en el momento en que éste iba a tomar un tranvía para dirigirse a escuchar un concierto: “Dígame, amigo: ¿cuál de las dos cosas es más práctica, el tranvía que le lleva al concierto o el concierto mismo?”

El interés por el estudio de las lenguas clásicas se funda en que ellas son portadoras de una cultura y una civilización que llegan mucho más acá de lo que conocemos como antigüedad grecolatina. Cualquier indagación profunda en las ciencias humanas remite indefectiblemente a la cultura clásica y patentiza nuestros vínculos con ella. Lo que sucede, sí, es que el sentimiento de nuestra dependencia del pasado se ha ido paulatinamente eclipsando, en la misma medida en que hemos ido haciendo nuestro el legado de la tradición. La concepción ingenua de que el pasado está muerto nos lleva a desestimar su influencia multiforme sobre el presente, influencia que se manifiesta no sólo en lo que sobrevive - que es mucho más de lo que comúnmente se cree - , sino también en lo que a cada momento resucita bajo más o menos nuevas formas. Las generaciones mueren, pero, antes de hacerlo, ya otras han recibido - en sus instituciones y, muy principalmente, en su lengua - un mundo previamente configurado y que en grado muy pequeño podrán alterar. Nuestro desconocimiento del pasado y nuestra consiguiente dificultad para vernos a nosotros mismos como entes de cultura, pues, son las verdaderas causas que nos hacen, en tantos respectos, sentirnos originales e innovadores.

Muchas veces, por lo demás - y en momentos que han dejado honda huella y ricos frutos - , Occidente ha vuelto conscientemente su mirada hacia la cultura grecolatina en busca de guía e ilustración. Y lo cierto es que sólo la filología - en su más amplia acepción - es la que puede, situándonos frente al pensamiento de otros hombres, despertarnos el sentido histórico y hacernos tomar conciencia del vínculo estrecho que nos une con el pasado de la humanidad. Este reconocimiento de nosotros en lo sobresaliente del pasado constituía para Vico la más alta experiencia humana. Así, pues, la frecuente descalificación del pasado y del valor de su atento estudio no es sino una torpe automutilación: con la renuncia al pasado, en rigor, se renuncia a la dimensión profunda de la vida presente.

No puede darse un genuino vivir hacia el mañana, sino a partir del ayer de la tradición del espíritu. Y no se piense que esta actitud alienta algún tipo de retrógrado conservantismo. Por el contrario, ella es el camino mejor para ganarnos la autoconciencia. Quien con mejor éxito sea capaz de alcanzar la visión de lo humano ideal a través de la admiración de las grandes obras y las grandes vidas, serán también quien más vigorosamente podrá sustraerse al desmayado existir cotidiano y generar eficazmente su genuina renovación.

El enclaustramiento de una cultura ha sido acompañado siempre por su progresivo empobrecimiento. Pueblos y hombres, en esto, se comportan del mismo modo: sólo enfrentados a lo ajeno se les muestra lo propio; vueltos, en cambio, hacia adentro, la visión de sí mismos pierde sus contornos y se les desdibuja. El encuentro con lo ajeno es condición de la extrañeza frente a lo propio. Y extrañeza, en este caso, no es otra cosa que autoconciencia y ensanchamiento de la vida.

La palabra tradición, quizás en parte por cierta mala vecindad, tiene hoy perdido bastante de su antiguo prestigio. Es, sin embargo, palabra muy noble, y bien se merece que tratemos de devolverle algo de su viejo lustra diciendo un par de cosas sobre ella. Antes de su trajín la oscureciera, en tradición traslucían sus formantes trans ‘a través de’ y datio ‘acción de dar’, ‘dación’. Originalmente, pues, tradición era ‘transmisión’, ‘traspaso’, ‘entrega’, y el uso la especializó para designar la entrega que - de sus obras, instituciones, costumbres, lengua - nos hacen los hombres desde el pasado. Y siendo el pasado una dimensión nuestra real, se puede decir que la tradición vive en nosotros. Más, incluso: somos tradición. Y casi exclusivamente tradición. Pero lo somos, en general, sin hondura, sin conciencia, en sus puros gestos. La nuestra es una tradición empobrecida, vaciada de su savia vivificante, despojada de su sistema nervioso, reducida casi por entero a materia inerte. No es raro, por tanto, que cada generación aparezca como renegando del pasado y queriendo reiniciarlo todo de nuevo. Lo grande, por supuesto, es así imposible.

En el marco de estas consideraciones, el estudio de la cultura grecolatina resulta prioritario frente a los de otras culturas del pasado o de nuestro tiempo, pues no cumple sólo con ampliar nuestra imagen del mundo mostrándonos algo de interés que desconocíamos, sino que, muy principalmente, nos posibilita un más profundo grado de comprensión del yo y del presente, condicionados íntimamente por la tradición y mucho menos absolutos de lo que suele estimarse.

Desde el temprano Renacimiento hasta hoy día, los humanistas han estado alentados por la convicción de que el pasado es efectivamente penetrable. Pero hay que saber que el pasado es una ciudadela muy bien fortificada, de grandes muros y sólidas puertas, invulnerable ante las ciegas embestidas. Para entrar en ella sólo existe un medio: tener las llaves de la filología, las claves de la lectura cabal. Filología, en este sentido amplio, no es el conjunto de conocimientos y destrezas especializados que domina el filólogo, sino la vocación imperiosa de todo lector genuino, de todo aquel que pretenda el bien de la cultura, de todo aquel que desee recibir la entrega que el pasado nos hace de su riqueza en los textos. Entendida en estos términos, la filología es el método - el camino - del humanismo.

La más alta experiencia intelectual que puede ofrecer un Instituto o una Facultad de Humanidades, en consecuencia, es justamente el trabajo de interpretar un texto clásico. Lo esencial, sí, es que en esta labor de interpretación - labor muy poco espectacular, pero altamente exigente - la lectura sea concebida como una tarea rigurosa y exaltada en la que, en un tenso y reiterado transitar de lo pequeño a lo grande, el lector vaya interiorizando y recreando en sí mismo el espíritu objetivado en la obra. Y esto, como es claro, no puede darse con propiedad al margen de los textos originales.

Quien haya leído con detención y en su lengua un texto clásico, sabe muy bien dos cosas: una, que la gran mayoría de las traducciones están hechas con descuido e imprecisión, y muchas veces - así, sin pudor, lo consignan en sus portadillas - “Teniendo a la vista las mejores traducciones”, lo cual, para el que entiende algo de estas cosas, no es garantía de nada, sino, por el contrario, una elusiva manera de decir que prácticamente no se tuvo a la vista el original; y la segunda, que toda traducción es, a fin de cuentas, nada más que una aproximación.

Hay colecciones enteras de los clásicos grecolatinos vertidos al español, muy bien presentadas, que son descaradas traducciones de traducciones (generalmente francesas). Han sido hechas, sin duda, por mero afán comercial y en la confianza de una impunidad que delitos de menor monta no tienen. Que son traducciones de traducciones lo prueba, entre otros hechos, la aplicación de un principio elemental de la crítica textual, usado para clasificar y jerarquizar los diferentes manuscritos de una misma obra: el criterio de las faltas comunes. En efecto, errores manifiestos de la versión primera se repiten calcadamente en la versión española. Alguien decía muy bien que en este repetido trasvasije mucho va quedando en el camino, y que lo que llega al final tiene, por lo general, mucho de más y otro tanto de menos. Las traducciones, en suma, son definitivamente insuficientes para los fines superiores de estudio, donde la exactitud de la expresión es condición de las demás.

Según decíamos, a menudo se les censura a los estudios de latín y de griego, más allá de cualquier específica ocurrencia histórica, su escaso o nulo valor práctico. Creo que lo dicho hasta aquí deja en claro la improcedencia del reproche, mostrando que, en este caso, el criterio práctico no es vara adecuada para medir. Sin embargo, para concluir, quisiera señalar que, en el curso de la empresa que culmina en el encuentro vivo con los clásicos, van apareciendo, como subproductores, una serie de logros cuya utilidad práctica es indiscutible y que constituyen un sólido fundamento para otras tareas. Pienso, en particular, en los estudios de lingüística histórica, para los que es de toda necesidad un latín bien sabido. El estudio diacrónico de una lengua romance no consiste, como a alguno podría parecerle desde afuera, en algo así como en dar con los étimos de las palabras, y punto. Para eso quizás no se necesitaría saber mucho latín. Pero el hecho es que el estudio histórico de una lengua debe advertir legalidades en muy diversos niveles, de los cuales el del léxico es seguramente el menos problemático.

También en relación con la utilidad práctica del latín, me parece de la mayor importancia destacar cuánto puede aportar su conocimiento como ensanchamiento de nuestra conciencia lingüística del español. Pienso, por ejemplo, en lo deslumbrante que resulta el luminoso ejercicio etimológico que realiza Ortega aventando palabras opacadas por el tiempo y devolviéndoles su resplandor originario, actualizando virtualidades escondidas en los repliegues de nuestro hermoso idioma.

Otra importante utilidad del estudio del latín estriba en el permanente enriquecimiento de las lenguas occidentales con importaciones desde el latín.  Las lenguas modernas europeas son hijas de dialectos cuya literatura escrita era casi nula, que se hallaban limitados geográficamente y que se empleaban casi exclusivamente para fines prácticos. Eran, pues, en comparación con el latín y el griego, hablas muy pobres, sin imaginación ni arte. Pero tan pronto como alguien empezó a escribir en estas lenguas rudas, muchos otros siguieron enriqueciéndolas y haciéndolas más expresivas. El medio más seguro y a la mano para lograrlo fue acudir al latín, la lengua literaria por excelencia en ese tiempo. Este enriquecimiento de las lenguas europeas occidentales mediante importaciones del latín y del griego fue una de las actividades más importantes que prepararon el Renacimiento. Es por ello que el conocimiento del latín favorece un más fluido acceso a tales lenguas. Por lo demás, el fenómeno apuntado no concluyó en el Renacimiento; antes bien, el proceso natural de la vida ha hecho que en las lenguas occidentales vaya aumentando cada vez más el elemento culto, constituyéndose así un nutrido vocabulario internacional. En el caso de las lenguas romances, el hecho es doblemente interesante, ya que no sólo arrancan todas ellas de la común romanidad, sino que también tienden, en ciertos aspectos, a reunirse en la latinidad. El latín, sustrato común de los romances, se convierte así en superestrato por obra de la cultura.



[1]   Citado por G. HIGHET en La tradición clásica (México: F.C.E., 2 tomos, 1954, 1ª edic.) t.II, p. 290.

[2]   Citado por G.HIGHET en la tradición clásica, edic. Citada, t.II, p.293.

[3]   M.DE UNAMUNO, Recuerdos de niñez y de mocedad (Buenos Aires: Espasa-Calpe Argentina S.A., Colección Austral Nº 323, 1ª edic., 1942), pp. 80-82.

[4] Cf. Obras completas, vol. XV (Santiago de Chile: Imprenta Cervantes, 1983), p.79.  El artículo había sido publicado por primera vez el año 1831, en El Araucano.