La Facultad de Filosofía y Humanidades
de la Universidad de Chile

Patricia Bonzi

“Si pudiéramos decir nosotros (mas ¿no lo he dicho ya?) nos preguntaríamos quizás: ¿Dónde estamos? ¿Qué somos en la Universidad donde aparentemente nos hallamos? ¿Qué representamos? ¿A quién representamos? ¿Somos responsables? ¿De qué y ante quién? Si hay una responsabilidad universitaria, ésta empieza en el  instante en el que se impone la necesidad de escuchar tales preguntas, asumirlas y responder a ellas”.

“Kant: El Conflicto de las Facultades”. Jacques Derrida.

 

Entre los múltiples problemas a los que se enfrenta hoy en día la enseñanza superior en nuestro país, y en especial la Universidad de Chile, hay uno insistente como la picadura de un aguijón: el problema de su sentido y de su articulación con relación al Estado y a la sociedad chilena actual, que es también el problema de su sentido y articulación internos. Porque sin duda, el papel de la enseñanza en general y, muy en especial, aquel de la enseñanza pública, es decir, de las instituciones de enseñanza estatales, se encuentra hoy en día en un proceso de mutación que tal vez sea el más importante de los procesos de transformación a los que se haya visto enfrentada nuestra enseñanza en este siglo.

En efecto, los lineamientos políticos con los que actualmente el gobierno encara el llamado proceso de modernización del país y los imperativos de su inserción en el contexto de un mundo internacionalizado, altamente tecnificado y regido por la dinámica del mercado, señalan al sistema educativo desafíos y disyuntivas que ponen en cuestión su estructura institucional actual, así como la manera de concebirse a sí mismo y las formas y métodos con los que tradicionalmente ha producido y trasmitido los conocimientos.

La Universidad de Chile ha sido, desde el nacimiento de nuestro país como república, la institución de enseñanza a la que el Estado encomendaba la tarea de conservar, incrementar y transmitir el conjunto de los saberes y quehaceres nivel superior que el desarrollo de la vida de la sociedad chilena y la formación de sus ciudadanos necesitaban. Para llevar a cabo esta tarea, la Universidad de Chile contó hasta hace pocos años, con el financiamiento estatal necesario, que ella administraba internamente de acuerdo con las políticas fijadas por sus cuerpos directivos. Fue así como la Universidad de Chile impartió, desde su creación, formación profesional y académica gratuita a sus alumnos y fue así como ella desarrollo sus líneas de investigación en los diversos campos del conocimiento y de la creación.

Hoy en día el Estado chileno, en el marco de su política de reestructuración del sector público con vistas a aumentar la eficacia y a disminuir el gasto público, ha decidido el traspaso de la labor educativa a instituciones sociales de carácter privado o mixto, que tienen la responsabilidad de procurarse su presupuesto y de asegurar la administración eficaz de él. Consecuentemente, corresponde a los usuarios de los servicios educacionales dados por dichas instituciones, comprarlos en su valor.

Es así como la Universidad de Chile, respondiendo a esta política, ha llegado, en el año 1995, a autofinanciarse en un 70% de su presupuesto, proporcionado por el cobro de aranceles a sus alumnos y por el diseño de proyectos de investigación que puedan operar como servicios contratados por instituciones privadas o estatales para sus propios fines. Esta situación ha llevado a la Universidad de Chile desde hace algún tiempo, a iniciar su propio proceso de modernización que significa, en los hechos, la búsqueda de una nueva estructura acorde con las exigencias de autofinanciamiento y eficacia que las políticas de mercado vigentes le solicitan.

Por ello la Universidad de Chile —y todas las universidades en la medida en que para todas ellas la más antigua de las instituciones de enseñanza superior ha sido el modelo— necesita, hoy día más que nunca, ponerse preguntas tales como ¿Qué de lo que la Universidad de Chile es (ha llegado a ser por su historia) en su forma institucional, en sus contenidos y en el sentido de sus quehaceres, qué de todo ello deberá transformarse y qué deberá dejar de existir? ¿Cómo realizar las transformaciones que resulten necesarias? ¿Puede la Universidad de Chile enfrentar la exigencia de autofinanciamiento eficaz, sin grave daño para el papel que hasta ahora ha cumplido en la sociedad? ¿Pueden otras instituciones cumplir los roles que ella ha asegurado tradicionalmente? Y, aunque así fuese, ¿quiere la Universidad de Chile renunciar a lo que ella ha sido y ha significado para la vida del país?

Preguntas, sin duda, muy amplias, muy generales, que comprenden mucho o demasiado poco, difíciles por lo tanto, tal vez imposibles de contestar. Porque ¿quién sabe realmente lo que la Universidad de Chile es hoy día, en medio de tantas transformaciones ocurridas en su interior y en su entorno? ¿Quién sabe lo que ella “quiere” ser? ¿Puede una institución “querer” algo? O, dicho de otro modo, ¿cómo proceder para que los integrantes de una institución se digan y digan a los demás, lo que son en su quehacer conjunto y como entienden que hay que llevarlo a cabo hoy en día?

Lo mejor, creo, es proceder por partes. Y mejor aún, pienso, es empezar por el lugar donde uno está. No para hablar en nombre de todos, sino para expresar un punto de vista, una manera de ver las cosas, una manera de cristalizar algo de lo que hay, aunque sea en el modo de la esperanza.

Preguntemos entonces ¿qué es y cuál es el sentido de la Facultad de Filosofía y Humanidades en una universidad moderna, modernísima, postmoderna de desear, en la universidad mayor de un país moderno, modernísimo, postmoderno de desear? Filosofía y Humanidades, dos palabras antiguas, antiquísimas, pre-modernas si se quiere, de sabor no “científico”, sin el prestigio de la objetividad y la eficacia, sin “progreso”, sin conexión, al menos aparente, con el ritmo rápido y avasallador de un mundo de comunicación tecnificada y de mercados siempre renovados. Dos palabras que, además, por su misma antigüedad, han acumulado un gran número de sentidos superpuestos, una sobrecarga de “valideces de ser y de sentido”, una polisemia que puede ser vista como ambigüedad, aunque también pensada como riqueza.

¿Qué hacer con esta facultad que cuadra mal en el marco de una universidad moderna, modernísima, postmoderna de desear? ¿Conservarla como reliquia porque, al fin y al cabo, los dos términos que en ella se articulan suenan como algo valioso y “culto”, de buen tono, necesarios para que la universidad sea “redondita”, completa? ¿Dejarla morir de inanición si no es capaz de idear mecanismos para autofinanciarse?

Sea como fuere, finalmente corresponde a nosotros, los que hemos elegido dedicar nuestros esfuerzos y nuestro tiempo de vida a “la filosofía y las humanidades”, a todos, académicos y alumnos, corresponde digo, explicitar, articular expresamente los fundamentos, las características  y la forma de nuestro quehacer, para tratar de fijar así, desde nuestro punto de vista, algunos hitos que puedan “orientarnos en el pensamiento” y en el actuar.

Y hacerlo a nuestra manera, de una manera rara, como seres humanos que se preocupan de lo humano y sus asuntos. Cuestión de sentido, por lo tanto, de sentido a conservar, a repensar, a reflexionar en común, a constituir, a acrecentar. Cuestión de conciencia, como dijo alguna vez Humberto Gianinni.

Pienso que son tres las instancias principales que se anudan en nuestro quehacer y lo definen, tres instancias principales que nos importan a todos. Y esta vez este "todos" excede a aquellos que formamos parte de esta facultad, es un “todos” común a toda la universidad en cuanto institución de la sociedad, en cuanto parte de la vida de la sociedad.

Creo que estas tres instancias son: memoria, reflexión e imaginación. Primeramente la Facultad es y se quiere el lugar donde se conserva el legado de la tradición, de nuestro patrimonio, donde se tejen y entretejen los hilos que nos unen, nos atan o nos entraban (como se quiera, por separado o todo junto) a lo que hemos sido y somos aún. Historia, lingüística, literatura, filosofía, todos los quehaceres que integran esta facultad, saben que los seres humanos no creamos nada ex-nihilo, que somos lo que hemos sido y que desde (en, por, contra, frente, como se quiera) la tradición hacemos y damos sentido a nuestra vida individual y en común. Hacemos y damos sentido a nuestra vida individual y en común con los “materiales” que el trabajo de los hombres ha creado en el tiempo. Pero no basta que los objetos y los artefactos proliferen y que el dinero aumente, también necesitamos saber qué, cómo y para qué los queremos. Y para saberlo necesitamos primeramente convocar, interrogar, sopesar, una y otra vez el legado que tenemos, la riqueza acumulada por la experiencia de quienes nos han precedido. Ejercicio de la memoria, por lo tanto. En memoria, además, para que lo hecho por ellos no sea en vano. Porque somos proclives a olvidar, a dar lo pasado por simplemente pasado, a no mirar ni juzgar lo que hemos sido, sin reparar que sobre ello y desde allí, nuestra vida toma forma, y no tan sólo desde nuestra voluntad presente. La Facultad de Filosofía y Humanidades es el lugar de la Universidad en que este ejercicio de la memoria tiene su asiento, el lugar abierto al que es posible concurrir a interrogar nuestra vida en el modo del tiempo, instancia ineludible de aquello que Foucault ha llamado nuestra “ontología del presente”.

Pero no sólo ejercicio de la memoria hay en nuestro quehacer, también y centralmente, hay aquello que he llamado reflexión. Porque los seres humanos en nuestra práctica cotidiana estamos directamente dirigidos al mundo. En nuestra labor diaria, en nuestra creación de instrumentos y técnicas, en nuestra tarea de conocer lo real y lo posible de la naturaleza y de los hombres, en nuestra voluntad de afirmación personal o de grupo, en la lucha por la realización de “nuestros intereses”, estamos dirigidos hacia el mundo. Y en estas y en otras múltiples prácticas de nuestro quehacer humano somos “llevados por delante”, somos como empujados y absorbidos por los intereses que nos proyectan hacia el mundo. Por ello nos es difícil poder detenernos, retenernos en el inestable espacio-tiempo que media entre nuestros intereses, entre “nuestras intenciones” y sus objetos. Llamo reflexión a este momento inestable en medio de nuestro quehacer, a esta especie de “plaza” del espíritu, lugar de palabra y de diálogo, en el que nos interrogamos y hablamos entre nosotros sobre el modo, la significación y el sentido de cada uno de nuestros actos, sobre el modo, la significación y el sentido de sus relaciones. Y haciendo esto, en esta plaza de tiempo humano, surge —tal vez— la posibilidad de modular significación y sentido, de constituirlos.

Los quehaceres que integran nuestra Facultad son quehaceres de este tipo. Quehaceres de detención, de contemplación si se quiere, quehaceres en los que se retiene el momento del mirar y del ver, para abrirse a la interpelación y a la palabra, a la indagación en común sobre el surgimiento y la significación de las cosas humanas. Lugar de reflexión lo he llamado, o quizás, lugar de tiempo humano, donde —parafraseando a Hannah Arendt— entre el pasado y el futuro pueda abrirse una brecha en el tiempo, en la que —quizás— pueda ejercerse el pensamiento.

Así pues, los quehaceres que se articulan en la Facultad de Filosofía y Humanidades son quehaceres de la memoria y de la reflexión, lugar de retención del mirar y el ver y lugar de la palabra. Por eso misma, ella también es el lugar del ejercicio de una particular forma de la imaginación creadora. Lugar donde el lenguaje, que es principalmente comunicación interhumana, puede —tal vez— hacer reverberar sus sentidos y dar paso a lo nuevo, a la maravilla del hablar propio y a la maravilla de la escucha de la palabra de los demás. Vocación pues, por la forma misma de los quehaceres que la integran, de apertura y de diálogo, donde pueden confluir aquellos que practican las diversas formas de quehaceres y saberes en la universidad.

Vocación por lo tanto, de diálogo interdisciplinario al interior de la universidad, universidad que es, repitámoslo, institución social, colaboradora en la sociedad.

Pero, recordar, reflexionar, imaginar, hablar, son funciones humanas, demasiado humanas, tan viejas como el ser humano mismo que —decíamos— parecen no tener cabida en nuestra universidad moderna, modernísima, autofinanciada de desear, de una país moderno, modernísimo, eficiente de desear. La Facultad de Filosofía y Humanidades, lugar a la vez de recogimiento y acogida, dos gestos humanos nada modernos ni autofinanciables, ¿la quiere hoy en día la Universidad de Chile? ¿La quieren el Estado y la sociedad chilena hoy?