"El instante en Kierkegaard: un tiempo sin tiempo"

Por Erick Valdés.

Si hay un filósofo, por lo menos en una época relativamente reciente, que haya, voluntaria y conscientemente, renunciado a todo apoyo y referente externo; que haya desechado toda creencia y pensamiento que no fuera más que el suyo propio, para asumir el riesgo, entero y total, de la existencia verdaderamente individual, no puede ser otro que Sören Kierkegaard.

Atreverse a llevar el experimento existencial al límite extremo de tensión, hasta lo absoluto de la subjetividad para lograr una verdad que sea propia, es característico del pensador danés.

Este ejercicio trascendental; este osar transgresor; esta manera de vivir y de experimentar la soledad, la sintió y practicó Kierkegaard, como la realización misma de su destino.

Pretendo, aquí, una aproximación a su fundamental categoría de instante, que sirva de iniciación a los interesados en conocer las líneas y direcciones de su reflexión, o bien a aquellos que, una y otra vez, y por diferentes causas, han chocado contra el muro de paradojas que Kierkegaard levantó, tanto en su filosofía como en su vida, no sabemos bien hasta hoy, si por razones de profunda raigambre ontológica, o bien para proteger en el secreto, las revelaciones obtenidas a través del coraje de su fe, y así evitar la desesperada angustia de enfrentarse a la imposibilidad de transmitir la radical experiencia existencial de la revelación, por la cual se sentía, destinalmente invocado.

Pero, además, se trata de escrutar el pensamiento de un hombre que, rompiendo con toda categorización de su época y, con todas sus contradicciones y debilidades, sentó las bases para la consideración existencialista del individuo, con toda su radical soledad – como diría Ortega – y su desértica travesía por el afanado periplo cotidiano,  en que todo cede al vertiginoso avance de la técnica, a la epocal superficialidad de lo ente y al violento prevalecer del pensar computante y consumismo a toda costa. Un hombre que un siglo antes que Heidegger, logró vaticinar desde el fondo de su propio experimento existencial, la angustiante desolación que espera al ser humano si no se entrega al pensamiento verdadero y a la revalorización de sus manifestaciones más originarias que, hoy por hoy, yacen sonámbulas en la periferia del existir actual.

La pregunta central será, entonces, si puede situarse históricamente el punto de partida de una conciencia eterna, en el sentido kierkegaardiano, esto es, a la luz de las paradojas de la eternidad y su concepto central de instante, como salto cualitativo transhistórico de verdad y - en último término, por decirlo en su estilo,  - de conocimiento existencial.

Sabemos que, para Kierkegaard, el hombre nace en un estado originario de no verdad y sólo mediante un advenimiento trascendental – plenitud de los tiempos lo llamaba él – que es el instante, concebido como acontecimiento subsistente en la temporalidad subjetiva del individuo, llega a experimentar el renunciamiento de la fe, entendida como virtud y, en último término, como verdad.

En el fondo, se trata de mostrar cómo la paradoja puede ser punto de partida de la reflexión filosófica y transformase, lejos de toda dialéctica racional, en núcleo articulador del pensamiento metafísico – ontológico.

La paradoja de la eternidad

1. El trabajo de Kierkegaard es, de modo intencionado, poco sistemático y muchos de sus ensayos fueron publicados, al principio, bajo pseudónimos, mostrándonos, así, transversalmente,  la inquietante paradoja del ocultamiento; del saber que parece negarse a sí mismo, de la aporía que constituye, quizás, la esencia ontológica del método de nuestro filósofo, el cual mientras más desvela más oculta.

En efecto, Kierkegaard se muestra y se oculta al mismo tiempo. No es una negación tácita a comunicarse: sencillamente, es un permanecer secreto en la comunicación misma. Esto ya lo advirtió Sartre al hablar de la fijación que Kierkegaard tenía con los seudónimos; una manía que, en sí misma, implicaba una descalificación paradojalmente sistemática del nombre propio. “Incluso – nos dice -  para emplazarle como persona ante el tribunal de los demás es necesaria una multiplicidad de apelaciones que se contradicen. Cuanto más es Climacus o Vigilius Haufniensis, tanto menos es Kierkegaard, ese ciudadano danés inscrito en el registro civil” [1] .

2. Kierkegaard consideraba su filosofía como la expresión de la vida individual examinada con intensidad, y resaltó la ambigüedad y paradójica naturaleza de la situación de los hombres, concepción que, más tarde, sería vastamente desarrollada cuando, a principios del siglo XX, surge el existencialismo, como movimiento generalizado en Europa, y las obras de Kierkegaard son traducidas con profusión. De este modo, los individuos crean su propia naturaleza a través de su propia elección, que ha de hacerse sin el peso de normas universales y objetivas. Así podríamos decir que la grandeza y fuerza del danés reside acaso en lo que constituye su propio límite y debilidad: su antihegelianismo, la ausencia y rechazo, en la estructura ulterior de su pensamiento, de todo lo sistemático. O como dijo René Maheau, “Kierkegaard se niega a proporcionar una verdad constituida; pero devela y hace viva la realidad que cada hombre lleva dentro de sí. Pone en situación de elegirse y de hacerse responsable de sí mismo” [2] .De este modo, la validez de la elección se puede determinar tan solo de una forma subjetiva.

Pero esta radical y ensimismada libertad no está exenta de riesgos. En este acto de elegir a cada paso, radica el peligro de dejar de ser, del pecado, del misterio de la fe, de la paradoja radical de amar lo desconocido, y la angustia de llegar a saber que, por más saltos mortales que demos en este elegir permanente, lo amado seguirá siendo lo ignoto e inefable: Dios mismo.

Por lo tanto, para Kierkegaard la contradicción es el motor impulsor de toda decisión y elección en la vida; la naturaleza humana lleva intrínseca y subyacente la paradoja. Y Kierkegaard no pretende superarla. La subjetividad que nos propone,  sólo puede ser tal en el enfrentamiento del individuo con Dios, concebido como una experiencia profundamente ontológica de un cara a cara que da un valor agregado al ser del sujeto, que lo cualifica sustantivamente. Y he aquí la paradoja ya que lo único completamente indescriptible y del todo inalcanzable para la abstracción y la objetividad, es lo absoluto. Es, entonces, frente a Dios – como dice – Marjorie Grene – que el hombre llega a ser lo que verdaderamente es, ya que sólo ante Él, deviene en su destinal y ulterior soledad. [3] Por tanto, sin paradoja no hay comienzo, no hay fe, no hay salto, no hay elección, no hay nada. Y en la nada no hay posibilidad alguna de salvación.

3. El hombre, entonces, como individuo tiene su destino dentro de sí, no en un sistema objetivo y externo a él. La verdadera desgracia, la conciencia desdichada, radica en perseguir un ideal exterior que, en el fondo, no es; éste es un grave error de quienes sustentan el contenido de su vida fuera de sí mismos [4] , en la periferia de su ser, convirtiéndose en extraños para su propia alma. El desgraciado, en definitiva, es aquel que, de una u otra manera “tiene fuera de sí mismo lo que él estima ser su ideal, el contenido de su vida, la plenitud de su conciencia y su verdadera esencia. El desgraciado está siempre ausente de sí mismo, nunca íntimamente presente” [5] .

Para Kierkegaard, por lo tanto, sin paradoja no hay esencia. Y la paradoja esencial – que es la eternidad actualizada transtemporalmente, y heredera, según nuestro filósofo, de una tradición, por siglos equivocada, que convierte la paradoja en aporía, y la sitúa en el universo ciego de la razón -  habita en el individuo mismo, en el hombre solitario y desprovisto en la existencia; frágil y contradictorio ante un Dios que es pura perfección, con el cual en un punto del existir, el cual es un punto de decisión y de escisión eterna, renace, y todos sus actos adquieren la connotación de trascendentes y fundamentales, situando la verdad más allá de cualquier consideración espacio – temporal y consolidando su advenir como un suceso intrínsecamente existencial y definitivamente impensable e inconcebible desde una perspectiva epistemológica.

El instante: un tiempo sin tiempo

1. Insinuamos la idea de un punto en el existir del hombre, en el cual éste renace y, en ese acto, confiere sentido a su vida. Se trata de un punto en la eternidad, o también de la eternidad en un punto. Es, además, un salto cualitativo, que para Kierkegaard no sólo posee connotaciones ontológicas, sino que también metodológicas, ya que salto describirá también el inicio mismo de la filosofía, caracterizado – como ha dicho Marjorie Grene – por una discontinuidad radical que se presenta al comienzo de todos los procesos [6] . De este modo, la filosofía, para Kierkegaard, no arranca del ser puro, sino que de una especie de tout à coup, de un súbito despertar de la comprensión. Por eso que el instante es concebido como un devenir en que todo es y nada es; un devenir donde se muere para vivir y se vive para morir. Y el mismo Kierkegaard permanece vivo en la muerte mientras afirma la irreductible singularidad del individuo a la historia, la cual, no obstante, le condiciona superlativamente. Y está muerto, en el mismo corazón de la vida, la cual – aclara Sartre – “prolonga gracias a nosotros, en cuanto sigue siendo interrogación inerte, círculo abierto que exige ser cerrado por nosotros” [7] .

Tal es la paradoja y tal es el instante: la realización y actualización de lo imposible.

Pero lo imposible es para Kierkegaard, y ese status ontológico del es hace al instante, la antítesis de la nada, la cual aquí – igualmente a como, después, la concibió Bergson – será también, un modo de ser, porque el no-ser de la nada contiene, en sí, la idea de ser y, de esa manera, también, es.

 El instante; lo imposible, es sinónimo de existencia, de nacimiento o, mejor dicho, de re-nacimiento; es símbolo del despertar del sueño profundo del no-ser; es franquear las barreras de la nada para lograr la libertad, la verdad. El instante es, entonces, el devenir de Dios; el ser del ser que se hace acto e intención en el hombre que re-nace. Es la victoria de la aletheia, del descubrimiento, del develamiento, del des-ocultamiento de la verdad. Es el punto de la decisión y la elección desde donde el Dasein heideggeriano se aventura en su epopéyica odisea cotidiana, destinalmente improntado por la desolación más radical, que acompañará siempre a toda  subjetividad exigida en su máximo grado. El instante es, entonces, el acontecimiento como acto, encuentro e individuo.

2. Pero el instante es génesis de conciencia, punto de partida transhistórico que, exige hasta el límite, la circularidad máxima del tiempo que se abre en su advenimiento. De este modo, diremos que el instante es acontecimiento subsistente y su importancia es absolutamente radical y decisiva en el destino del hombre: acontecimiento, porque es el instante existencial, intemporal, que no sólo anula, sino que aniquila la duración [8] , termina con ella; no da opción a ninguna geometría del ser, e imposibilita ipso facto, cualquier regresión cerrada haciendo que espacio y tiempo sean y no sean simultáneamente, y la nada y el ser dancen entrelazados la misma melodía de eternidad. Jeanne Hersch, acusando también, reminiscencias bergsonianas, escribe que el instante “anula la duración” [9] , lo que encierra, a mi juicio, el error de considerar, implícitamente, la posibilidad de consolidación de una temporalidad extensional en el instante, el cual podría acontecer una y otra vez, yuxtaponiéndose a sí mismo hasta el infinito, transformando el advenimiento de la verdad en un acontecimiento radicado en el tiempo, a la manera de la concepción socrática, que Kierkegaard rechaza tempranamente. El instante, entonces, nos muestra, inquietantemente, que la nada es en el ser y el ser es en la nada y, de ese modo, volvemos a decir acontecimiento, no como un hecho sucesivo de otro, sino como el ocurrir que acaece en el hemisferio más radical y ulterior de todo lo existente: el abismo terrible de la subjetividad que no sabe de tiempo ni espacio. Acontecimiento que transforma el pasar en pasado, el presente en representación – como ha planteado Humberto Giannini, a propósito de otras reflexiones [10] -; que permite sólo la presencia y no el presente; que se afana por permanecer, sin lograrlo,  enamorado a los hechos que lo constituyen y lo fundamentan como tal. Y subsistente, porque el instante implica la irreversibilidad del tránsito trazado; el tránsito eterno y fugaz, que permanece imperecedero y, a la vez, se retrae ocultándose. Implica la inmovilidad del alma humana, transparentada por la verdad que se da a luz a sí misma. Implica el no regreso del instante que se diluye en su embozamiento, en la eternidad y fragilidad de lo que nace. Subsistente, por ser irreducible a lo objetivo y a la explicación racional. Subsistente, por ser su esencia, discontinuidad existencial; por ser presente y simultaneidad: lo eterno contenido en lo temporal y lo temporal contenido en lo eterno [11] . No es yuxtaposición esencial. Es la movilidad misma, es el fluir constante, es la vertiginosidad de la verdad actualizándose; no la espacialidad ni la exterioridad.

El instante, entonces, será cambio estable; no conservará el aspecto de su advenimiento; no podrá ser reconocido después de haberlo conocido [12] , ya que en él subyace la armonía del Absoluto, trasunta en su manifestación, el curso y discurso de la eternidad. De hecho, la concepción kierkegaardiana de eternidad, remite obligadamente a Heráclito y, desde una perspectiva teleológica, aborda el instante a la manera del  aionaidios griego, estableciendo una dicotomía de raigambre platónico-aristotélica [13] , en que aion no designa, necesariamente, una eternidad en sí, tan abstracta como estática, sino que el tiempo total e infinito, la edad inmortal y divina. Así de profundo es su logos. No estará de más precisar, entonces, que, no en vano, Jean Louis Veiellard-Baron toma esta dualidad como punto de partida para establecer interesantes paralelos entre Hegel y Bergson, a la luz, precisamente,  de las paradojas de la eternidad [14] .

           

3. Pero, ¿Cómo ocurre el instante? ¿Cuál es su génesis primera?

Respuesta: el punto de partida del instante no es el tiempo histórico. Su comienzo es una decisión eterna, cuyo fin radica, paradójicamente, en la ocasión finita y temporal. El instante, entonces, es producido también por una relación de lo eterno con el que dura y, a la vez, pasa por la vida como una exhalación. El instante tiene su origen primero y último, su arjé y su télos en la decisión de Dios eterno actuando en el hombre temporal y finito.

Por lo tanto, el punto de partida temporal es una nada, pues en el instante mismo de descubrir que desde la eternidad se conoce la verdad sin saberlo, en ese mismo ahora el instante se oculta en lo eterno, de modo tal que, por así decirlo, tampoco podría ser hallado aunque se le buscara, porque no existe ningún Aquí o Allí, sino solamente, un “Ubique et nusquam” [15] .

Esto nos habla de la paradoja del instante, de su condición de ser fugaz y eterno. De no poder ser asido por el tiempo ni el espacio, y contener, no obstante, en su devenir, a la eternidad eternizándose.

Si hay una necesidad en el instante, esta será que antes del Ser sea la Nada como estado de no verdad, lo cual no debe ser entendido desde una perspectiva estrictamente ontológica.

El instante, por lo tanto, no reposa en el tiempo, ni descansa en el tiempo el carácter decisivo del instante. El instante se extingue al momento que surge; su nacimiento es su propio aniquilamiento.

4. Kierkegaard nos dice que la Verdad no puede ser aprendida ni conocida; ésta no es objeto de conocimiento.

Tampoco podemos recordarla a la manera socrática, como lo describe nuestro filósofo al comienzo del capítulo I de sus Migajas filosóficas, porque de ese modo el instante tendría su “decisivo destino en el tiempo” [16] .

El instante se oculta y se diluye en su propia escisión de lo eterno y temporal. Nos aguarda subyaciendo en la eternidad de lo puntual, en su ocurrencia no necesaria pero completamente decisiva, en su radical discontinuidad existencial en la que el hombre se enfrenta a sí mismo y a la verdad que se le revela. El hombre en situación de fragilidad esencial ante la inmensidad de la existencia. El hombre que se libera a través de su propia interioridad y subjetividad; a través de su propia elección. El hombre que deviene en su existir y sustenta su subjetividad desde su propia y radical existencia, no desde el pensar calculante y objetivador de un mundo al que se emplaza y al que se le pide cuentas. El hombre que Kierkegaard nos presenta no es el de la ratio que subyace en el principium rationis [17] , sino el que, en su pasión, supera el modernismo y barroquismo, tanto de Descartes y Leibniz , trascendiendo así, esa rígida estructura hombre-mundo y consolidando la idea de un individuo que es en el mundo, y en tal situación, ha de abrirse paso, luchando desde su propia individualidad.

Por lo tanto, el hombre busca la verdad y es un discípulo que, en su estado primigenio, es no verdad. Para buscar la verdad hay que ser no verdad. Y el ser no verdad es no libertad. Y es el estado anterior al instante.

5. El hombre es no verdad por su propia culpa, pero todavía no lo sabe. Tendrá que transitar dolorosamente de un estado a otro para, finalmente, saberlo. Nótese aquí la clara analogía con Adán expulsado del paraíso. De hecho, “Kierkegaard se sentía contemporáneo de Adán – en cuanto tenía que reasumir existencialmente su pecado – y contemporáneo de Cristo – pues el mensaje redentor solo se decodifica de nuevo con efectos de salvación, reinventándolo y reviviéndolo como una presencia que irrumpe, de nuevo, en toda su plenitud en el instante, que quiebra el continuo histórico” [18] . El hombre está en un estado preadamita de inocencia, es decir, de ignorancia.

El hombre vive alejado de Dios y de la libertad. Por lo tanto, en esencia, no es libre. Su libertad es la que le da su no verdad, su no ser. Pero es una libertad sin movimiento, estática, sin destino. Es la libertad de la no libertad. Y no es un camino.

No obstante, es Dios, en su infinita piedad, el que deberá ser el maestro de éste discípulo que es el hombre. Para ello tendrá que hacerse ocasión, vale decir, manifestarse ante el hombre y proporcionarle la condición para que éste experimente la verdad. Y esta decisión de Dios será, como ya hemos dicho, el instante. Decisión terrible de Dios que ama a su discípulo, ya que al hacerse ocasión y dar la condición al hombre para vivir la verdad, también hará que éste sufra en la autoconciencia de su finitud e imperfección. Pero si no se manifiesta, el discípulo seguirá en las tinieblas de la no verdad, en la caverna platónica de la no libertad, viviendo sin trascender ni despertar. He aquí la paradoja de Dios ante el instante: “no revelarse es la muerte del amante, revelarse es la muerte del amado” [19] .

Pero Dios es maestro y salvador, y ha de salvar al discípulo que es no verdad por su propia culpa, es decir, que está en estado de pecado. Así será en el instante en que la eternidad y la particularidad del hombre se conjugarán, trazando un camino que hará al hombre otro hombre. El instante será, entonces, tránsito del no ser al ser, de la no verdad a la verdad, de la no libertad a la libertad; será cambio y conversión, a través de la condición divina que es la verdad, entendida como virtud y, en último término, como fe.

6. El camino de la fe es el camino de la voluntad. Es camino de desesperación, de pasión y de renunciamiento. El camino de la fe comienza donde termina el de nuestra razón. Supone precisamente la renuncia a nuestras facultades humanas, la entrega total a Dios, y vivir la fe como convicción y destino.

Y aquí radica la gran diferencia de la concepción religiosa de Kierkegaard con la religiosidad de su época, contra la que reaccionó con apasionamiento: su fe es modo de vida, es, en esencia, sufrimiento de la autoconciencia de nuestra fragilidad como seres finitos y contingentes.

En este sentido, la fe para Kierkegaard, es también, sinónimo de verdad y virtud, porque es descubrimiento, es un descorrer el velo que ocultaba el camino. Esta actitud de vida es la actitud ausente en el mundo religioso, que Kierkegaard observó muy bien en su época.

Por lo tanto, el instante improntará la real actitud, porque el hombre toma conciencia de haber nacido, justamente, en el instante. Y este nacimiento – que es, en realidad, un re-nacimiento, porque en la nada del no ser, también se es, aunque de otro modo – es la salvación, es el instante mismo como realidad subsistente en la vida del hombre; el instante intemporal que puede, también, pensarse como todo el camino que el hombre recorrerá hasta su muerte, después de haber renacido. El instante – uno y único -  persistiendo y haciéndose perenne en el acontecer cotidiano: toda una vida para el hombre, solo un punto en la eternidad de Dios [20] .

Es así que la importancia superlativa del instante radica en que es un salto cualitativo de vida, de nacimiento, de despertar y de elección. El instante es la obligación de ser de la verdad. Pero obligación no como necesidad, sino como fuerza posible que se manifiesta por un advenimiento trascendental que es el instante mismo.

De eso se trata en Kierkegaard; de ver más allá del tiempo; de ver en el centro mismo del hombre; de exigir a la paradoja hasta los límites máximos de la comprensión humana.

Bibliografía

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-         KIERKEGAARD, Sören. "Temor y temblor".  Trad. Demetrio Gutierrez Rivero.  Editorial Guadarrama.  Madrid, España.  1976.

-         PLATÓN.  “Fragmentos de La República”.  Publicaciones especiales de la Universidad de Chile.  Santiago, Chile.  1979.  Trad. de Rodolfo Mondolfo.

-         SARTRE, HEIDEGGER, JASPERS y otros.  "Kierkegaard vivo", Coloquio UNESCO. 1963.  Trad. de Andrés Sánchez Pascual.  Alianza Editorial.  Madrid, España.  1980.

-         VIEILLARD-BARON, Jean Louis.  “Les paradoxes de l’éternité chez Hegel et Bergson”, en Les études philosophiques.  Oct.-Dec., 2001.  Paris, France.



[1] “El universal singular”, en Kierkegaard vivo, Coloquio UNESCO, 1963, Alianza Editorial, Madrid; Trad. de Andrés Sánchez Pascual, p. 25.

[2] “Discurso Inaugural”, en Ob. Cit., p. 13.

[3] Cfr., El sentimiento trágico de la existencia, Aguilar Ediciones, Madrid, 1995, pp. 67 y ss.

[4] Para Kierkegaard, un pseudocontenido.

[5] Amorós, Cèlia, Kierkegaard o la subjetividad del caballero, Ed. Anthropos, Barcelona, 1987, p. 240.

[6] Cfr., Ob.C it., p. 45.

[7] Ob. Cit., p. 49.

[8] Pienso, nuevamente, en Bergson.

[9] “El instante”, en Ob. Cit., p. 76.

[10] Cfr., La experiencia moral, Ed. Universitaria, Santiago, 1992, p. 19.

[11] Quizás, pueda recomendar, aquí, para acceder al concepto de instante desde una perspectiva estética – lo cual no es poco importante en Kierkegaard – la lectura de la sobresaliente y relevante descripción que hace Jorge Luis Borges del Aleph. Cfr., “El Aleph”, en El Aleph, Alianza Editorial, Madrid, 1992, pp. 169 y ss.

[12] Me refiero en un sentido existencial, ontológico; no epistemológico.

[13] Conceptos presentes tanto en el Timeo como en el tratado De Caelo.

[14] Cfr., “Les paradoxes de l’éternité chez Hegel et chez Bergson”, en Les études philosophiques, Oct.-Dec., 2001.

[15] Cfr., de Kierkegaard, Sören, Migajas Filosóficas, Ed. Trotta, Madrid, 1997; Trad.,directa del danés, de Rafael Larrañeta, p. 30.

[16] Ibíd.

[17] Cfr., de Heidegger, Martín, Le principe de raison, Trad. de André Préau, Prólogo de Jean Beaufret, Gallimard, Paris, 1956.

[18] Amorós, Cèlia, Ob. Cit., p. 17.

[19] Kierkegaard, Sören, Ob. Cit., p. 30.

[20] No el instante espacio-temporal, sino que el instante existencial.