Que no se cumpla
así nuestro destino.
Que nos devuelva el mar aquella noche
hiriéndonos el cuerpo para siempre,
hiriéndonos, manchándonos, mordiendo
la dulce arena blanca que nos cubre.
VI
La ciudad es para
ti. El plano
de calles y estaciones;
las palabras dichas al azar,
únicas imágenes dolientes,
pálidas en todo aquel espacio.
XVI
Felices los amantes
en el sueño
muriendo en trance frágil, deslumbrante,
creyéndose en el dulce y cruel latido.
XX
Luego la batalla
repetida,
los cuerpos en la escena con su carne:
visiones, exhabruptos, dentelladas;
muerte pasajera, resurrecta,
vívida humedad de cielo en tierra,
tierra de las nubes en las manos.
Y en los dedos
de los pies, en la saliva,
en un trozo de piel, en todo el cuerpo,
llamaradas, laberintos, viento agreste
que cura y no da tregua
al hambre de tus aguas,
al peso de tu centro.
Y luego la embestida
del furioso,
la rabia del dulce arrobamiento,
el hueco o el vacío, la distancia,
el ritmo que no cesa y que no cesa:
el labio en la cintura,
la huella de tu paso,
el ojo entre los dedos que resuella.
Una y otra vez
la voz del cuerpo,
la voz que se desgarra abandonada
en dos fracciones juntas y distintas,
en dos amantes ciegos que se besan.
Andrés Morales M., de El Arte de la Guerra, 1995.