CAV.
B. N.
[1]

Estaba en un pequeño departamento desconocido [2]. Era un departamento frío y claro. Lo cruzaba un pasadizo, muy claro también, al que daban tres o cuatro cuartos de los cuales llegaba a mí un contínuo murmullo de voces. Me encontraba contento y experimentaba un verdadero placer con solo el hecho de estar allí y nada más me preocupaba. Pero el murmullo de voces me hacía casi recordar algo que se me escapaba, mejor dicho, que no llegaba a precisar.

Al cabo de un largo rato, me decidí a entrar a uno de los cuartos. Era estrecho. Tenía una ventana de vidrio esmerilado por la que se filtraba una luz como la del resto del departamento, clara y límpida. Allí vine a recordar lo que casi me hacían comprender los murmullos de voces.

Una dama que llegó a esa habitación casi junto conmigo, me preguntó qué hacía yo en tal sitio y no iba a reunirme con los demás. Tuve un gran cambio en mis sensaciones. Recordé de golpe que allí me encontraba como invitado a una pequeña reunión y que Magda había sido invitada también. Y ya haría bien una hora a que estábamos en el mismo lugar sin habernos visto. Además sentí no sé qué sensación de un dolor que me deleitó, al fijarme que Magda había estado lejos de mí más de una hora, en un sitio que, de pronto, sentí exótico, a pesar de la luz clara que lo inundaba, y con seres que bien serían capaces de sugerirle cualquier locura. Sentí, no obstante, la necesidad de ir a encontrarla pronto. El día declinaba. La oscuridad enervante del crepúsculo empezaba a envolverlo todo, y no tardaría mucho a que las luces artificiales -luces propias para entregarse a sueños no muy sanos- vinieran a reemplazar la luz del día.

Verdaderamente mi distracción y olvido habían sido grandes. Había necesitado de un tercero para acordarme que allí no me encontraba en calidad de un turista en un museo.

Sin embargo, antes de ir a encontrarla, me detuve un instante a pensar. No habían sido ni una distracción como son los del común de los mortales. Por un esfuerzo, tranquilo sí, pero poderoso de mi voluntad, había "querido olvidar", para eso justamente, para después fijarme que durante más de una hora, había jugado con mi dicha.

Pasé, pues, al salón, un salón oscuro. Alrededor de una luz única, estaban los seis o siete invitados. Magda también, sentada sobre cojines como ellos, e indiferente. La luz iluminaba sólo al grupo. Los extremos y los altos del salón, se perdían en la sombra.

En verdad todo aquello era propicio a la excitación, al ensueño vagamente sensual de una noche de opio. Era de noche. Miré a Magda. Algunos me llamaron, me gritaron. Parecían estar alegres. No lo habría imaginado... Magda siempre indiferente. No supe si lo estaba por intencional enojo conmigo por mi retardo, o por si en tan arriesgado juego hubiera perdido mi dicha ya.

Del centro del grupo, una voz argentina de mujer, me arrancó de mis cavilaciones. Era Adriana quien me llamaba. Involuntariamente, eché una mirada rápida a Magda. El llamado de Adriana, no le quitó su indiferencia. Empezaba yo a temer, en verdad. Eso era revelador. Había jugado demasiado. La partida, sin duda, me había sido adversa. Había, sin embargo, un placer raro en ello que me obligaba a seguir en tan abominable juego. Obedecí al llamado. Una mano cogió la mía. En un abrir y cerrar de ojos, estábamos, Adriana y yo, en otra habitación. Y aquí, como en todo el resto, me llevó la casi certeza de que mi infidelidad haría eco en Magda e instintivamente me devolvería la mano. Adriana me abandonó al punto. Quedé solo. Varios amigos llegaron y empezamos a charlar. La casa estaba en silencio. Yo temblaba como un niño. Ese silencio era sospechoso, casi certero. Habría deseado oir su voz para asegurarme. Los amigos se dispusieron a partir. Al último que salía le pregunté: "¿Donde están?". Me indicó el salón contiguo y se marchó. Pasé al salón. Habían encendido las luces. Se levantaban todos de los cojines. Empezaban nuevamente a hablar. Una orquesta tocó un valse. Magda estaba allí, en un grupo. Ahora sonreía. A su lado, René le hablaba. En sus modos, en sus ademanes, su sonrisa, ví que mi sospechas habían sido infundadas. Vanos temores. Magda era la mejor de las mujeres. Pero comprendí que su paciencia bondadosa estaba a punto de romperse, como una cuerda que se estira y va a saltar partida en dos. De mí, pues, dependía salvarla y salvarme. Otro juego semejante, no lo resistiría Magda. Ya la fiebre mórbida se había disipado. Temblaba ahora de contento, como se tiembla cuando se ha escapado de un peligro inminente. Avancé hacia el grupo y me mezclé en la conversación de todos. Y prometí no alejarme de su lado ni un instante más.

De pronto ví que Anselmo, desde un extremo, me miraba con una desdeñosa compasión. Se acercó a mí y al oído me dijo: "¡Celoso!". Hice un gesto despreciativo. Anselmo sonreía. Me dijo otra vez al oído. "¿Vamos a fumar? Tengo unos cigarrillos como tú no habrás fumado nunca tal vez". "¡Miserable!" pensé. Pasó un momento. "¿Vienes?" preguntó al fin. Una sacudida violenta experimenté en todo mi interior. En un arranque de locura, vencido por mi curiosidad malsana, exclamé: "¡Voy!". Dí dos pasos y volví atrás. "Magda, dije con voz sonora y tranquila, baila tú mientras tanto. Allí está René que te acompañará". Y me fuí al salón de fumar con Anselmo.

Sentí en ese momento que ponía mi felicidad entera en una carta, y tal vez mi vida misma. Sentí el vértigo del que se lanza a una desgracia, a sabiendas, sólo por maldad, para sentirse labrando su desdicha, para aturdirse; del que juega lo irremediable, y como todo vértigo, sentí el hondo placer que tenía, placer sólo dable a los seres que viven y extraen su vida de otros planos que el resto de los hombres. Sin embargo, ¡cuanto sufría! ¡Con qué estremecimiento veía levantarse de mí mismo, y substituírme, a un hombre vil, remedo del que yo había sido, tan miserable quería ser desde entonces en adelante! [3] Mas, otro mundo -como humos que fueran tomando formas, como formas que fueran precisándose a través de humos- otro mundo se me iba apareciendo poco a poco. Lo llevaba en mí; lo sabía. Llevaba, sí, un tesoro...

Entre hombres que reían en medio de un decorado estúpidamente exuberante, en una atmósfera azul y pesada por el humo, Anselmo y yo fumábamos unos cigarrillos "como nadie habrá fumado nunca tal vez...". Cuando el último extremo de tabaco se convierte en ceniza, se disgregara y cayera, sería libre e iría hacia Magda y tal vez no llegaría demasiado tarde. Sin embargo, fumaba lentamente, y con una minuciosidad de hombre ebrio, examinaba el pequeño círculo de fuego que iba consumiendo al cigarro. Y aspiraba despacio, con cautela. Tenía una conciencia extraña del tiempo, de los segundos que pasan, de su esencia misma. Era ello, algo de otro mundo. Mis nervios se habían sobrexitado en el sentido de la apreciación intensa del tiempo que corre. Casi habría podido comprenderlo "en lo que es". El cigarro se quemaba, no era más que un signo material del cual veía a través, hasta mucho más allá. No obstante me gustaba ver con qué lentitud, con qué lentitud, se quemaba. Un pequeño dolor en el extremo de los dedos, me volvió a mí. El cigarro se había concluído. Me levanté altivo. "¿Te convences?" pregunté a Anselmo. Anselmo sonrió afirmativamente. Y con indiferencia e ironía a la vez, le dirijí otra pregunta: "Ahora creo... ¿podré ir adonde ella?". "¡Anda y sé feliz! contestó. Yo fumaré todavía otro cigarrito más". Salí.

Apenas pasé la puerta y la cerré tras de mí, caí sobre la muralla como si fuese un bloque de plomo. Mas luego una conmoción me sacudió. Me erguí movido por una corriente eléctrica. Y corrí hacia el salón, con la intención de recorrer toda la casa si allí no estaban, de buscar hasta en los más ocultos rincones, y pronto, rápidamente, para "ver". Una sola cosa habría podido retenerme y haberme obligado a ser lo que un hombre hubiese hecho en mi lugar. Era ella, el temor de lo que iría a ver; no; el efecto que iría a ser en mí lo que iría a ver; el temor de experimentar la sensación de un hombre... ¿Comprendes?

Y entonces mi goce, mi secreto goce, mi vil y deleitoso goce, no iría a ser una realidad, sino que sólo los desvaríos de una mente enferma. Pero tal temor no tenía la potencia suficiente.

Corrí al salón. Estaba desierto. Corrí luego al hall. En él se bailaba, se charlaba y reía. Quedé asombrado ante la enormidad de gente que allí había... Magda no estaba; René tampoco...

Púseme a buscarlos. Dos sentimientos me movieron: ante todo, la conservación propia: llegar a tiempo, impedir la caída de Magda y volver así a mi dicha habitual; por otro lado: la fiebre, el aguijón de mi goce que me espoleaba y que me hacía sentir un cierto desencanto ante la idea de poder hallarlos antes de tiempo. Mas ¡qué de misterio hay en nuestra alma! Pues a pesar de lo absorto y golpeado que estaba por esos dos sentimientos, otra luz pudo brillar en mí, que jamás hubiese creído que brillaría en aquel instante: era una atención más que normal para fijarme y aprecisar, hasta en sus menores detalles, la mansión entera. Y de tal modo fué así, que advertí que dicha mansión, antes me había pasado casi desapercibida y cada rincón, cada estancia o pasadizo, me pareció verlos por primera vez.

Y empezó mi carrera desenfrenada por un mundo de gente que me hacía el efecto de aumentar y crecer siempre como si brotara del suelo y las murallas. Y todos mis amigos y relaciones estaban allí. Cuando divisaba a alguien que sabía mis amores con Magda, me escondía como de una fiera. Tal vez ése sabía ya... y yo todavía no. Cuando divisaba a alguien que lo ignoraba todo, lo recuerdo, le tuve siempre un segundo disponible para darle un apretón de manos si era un hombre, una sonrisa si era una dama.

Entre ese barullo de gente, anduve no sé cuanto tiempo, movido por resortes ocultos, temiendo a cada instante encontrar a Magda con René, prontos para irse en busca de amor, o en algún rincón escondidos y entregados ya al amor, o demasiado tarde, descansando después de toda clase de lujurias. Pero un placer extraño, lleno de un embriagador sabor amargo, sentía yo al dejar pasar por mi imaginación los cuadros que mis sospechas me sugerían. Y hasta recuerdo que más de una vez detuve mi marcha para dejarles tiempo... mas de pronto me sorprendí así y me preguntaba: "¿Qué hago, Dios mío?". Y volvía a correr como un loco.

Pero ¡cuán difícil era poder hallar a dos seres que, sin duda, estarían haciendo lo posible por ocultarse en los más disimulados recovecos de aquel solar que parecía no tener fin! En verdad, apenas creía haberlo recorrido ya todo entero, descubría nuevas galerías interminables que arrancaban hacia todas direcciones, llevando a nuevos halls y a nuevas piezas que, como las anteriores, se hallaban repletas de un mundo que se divertía bailando y charlando. Y en todas partes orquestas y grandes masas con bebidas y manjares y en todas partes, gente y más gente.

Empezaba ya a sentirme mareado y sin poder precisar por donde había entrado y cómo había llegado a cada lugar y Magda no aparecía ni René tampoco. Sentía deseos de llorar, la sangre me subía a la cabeza y sin embargo aquello me bañaba en una sensación deliciosa. Quería detenerme a cada rato para saborear tales sensaciones y poder precisar qué era lo que sentía. Pero una imperiosa necesidad de movimiento no me dejaba permanecer tranquilo. Y corría nuevamente.

Me decía: ¡Aquí les voy a encontrar! Entraba y... nada. Entonces pensaba: diez segundos, veinte segundos, un minuto más que han tenido para estar solos. Y un aguijón que parecía estar lleno de un veneno picante pero con las delicias de la morfina, se enterraba en mis carnes, en todo el cuerpo, me ahogaba cerrándome la garganta y me hundía en un sopor que tenía algo del espasmo sexual y algo de lo enervante de un trago amargo...

Así llegué a lo que supongo debía ser el centro de aquel palacio interminable.

Era un gran hall cuadrado, muy vasto e iluminado profusamente. Tenía dos pisos de altura. El de arriba era formado por anchas galerías que sobresalían sobre el primero. En esas galerías me encontré. Hacia arriba, una cúpula cuya altura mi vista no alcanzaba.

Allí me encontré. La luz me cegó por un momento los ojos: el murmullo de la fiesta, me hirió los oídos. Me apoyé luego a la baranda. Abajo, no menos de mil parejas vestidas de fantasía, danzaban, entregándose a una orgía descomunal. El efecto era magnífico pues aquel hall era un vasto, un inmenso hall oriental adornado con una suntuosidad nunca vista. Tapices de colores ardientes colgaban de los muros; enredaderas de flores exóticas, trepaban por las columnas; en varias partes, grandes fuentes de mármol de las cuales brotaban altísimos chorros de agua, y por todas partes, estátuas, desde las obras medievales hasta las esfinges egipcias. Había también un Rodin: "La edad de Bronce". Al verlo, sentí cierta extrañeza y me dije -tal vez sin saber lo que decía pues mis ideas eran algo borrosas y me hablaba como se habla a un hombre ebrio- me dije: "¡Curioso! Un Rodin que aquí no estaba...". Acaso olvidaba en ese momento que allí me encontraba por primera vez.

Junto con esto, apercibí, en un extremo del hall, los dos esclavos [4] de Miguel Ángel. Luego una infinidad de estátuas que me eran conocidas y colocadas justo en los sitios donde "siempre" las había visto. Al centro del hall, el "Descendimiento" de Plaza [5], tras el cual, el "Crepúsculo" de Clará. En los muros, los bajorrelieves de la Fuente de los Inocentes de Jean Goujon. Todo, pues... tal cual, todo en silencio y paz. Quedé entonces tranquilo porque, te lo repito, excepto el Rodin todo estaba como siempre había estado.

Mas de pronto sentí un vuelco en mis ideas. ¿Qué significaba todo esto? Ni más ni menos que me veía en medio del hall del Museo de Bellas Artes de Santiago...

¡Ah, no! ¡Ello no era posible! ¿Y Magda y René y el suntuoso hall exótico? ¡Desaparecido todo! Ante la idea de perder tal panorama, temblé de espanto y llamé a mí, todas las energías de mi ser para volver al sitio que se me escapaba de entre los piés y del cual, por una inepta sucesión de ideas que había empezado con el famoso Rodin, me había evadido sin darme cuenta ni quererlo, para venir a parar en el Museo de Santiago. Era esto algo insoportable. Ya un guardia del Museo avanzaba hacia mí. No había tiempo qué perder. Me cubrí el rostro con las manos e hice un desesperado esfuerzo. Sentí como si vacilara entre dos mundos. Aquí el museo, allí la casa de Magda. Vacilé y mis ideas se volcaron. Entre ambos mundos, casi, casi ví mi pequeña habitación y mi cama debilmente iluminadas por una luz de amanecer. Pero de pronto sentía la sensación de un hombre que, suspendido en el espacio, es soltado y cae a un profundo precipicio. Abrí entonces los ojos y ví que al frente de cada estátua, de cada busto, de cada fuente, ardía ya un quinqué, ya un pebetero que lanzaba al aire una débil columna de humo perfumado.

El peligro había concluído.

Y volvía a correr, entonces, por entre las parejas, volvía a correr por galerías, sótanos y estancias, trepando por anchas escaleras, despeñándome luego por escalerillas sombrías, volví a correr, te digo, en busca de Magda y de René!

Mas pronto un detalle me sorprendió tanto como me chocó: un amigo mío, arquitecto, me había enseñado a hacer pequeñas lámparas sirviéndose de botellas de color, las que rodeaba con una malla hecha de viejos zunchos. Ayudado de Magda, habíame fabricado una lamparita con una botella de vino del Rhin y con zunchos que encontré en un fundo y que luego habíamos tejido a su alrededor con bastante gracia. Pues bien, del borde de la galería colgaba un sin número de estas lamparitas tal cual yo las había imaginado y no había podido hacer. Y de pronto la mía, la nuestra, la de botella de vino del Rhin, la que tanto quería y que usaba para dar una misteriosa luz a mi habitación, ví que colgaba también entre las demás...

Una idea que me sulfuró atravesó mi mente como una flecha. A algunos pasos de mí, ví que Anselmo, cínico y burlón, me miraba con el rabo del ojo por un segundo y luego, de igual manera, miraba mi lámpara.

El muy canalla vestía de clown.

Avanzó hacia mí. Yo retrocedí temeroso y seguro a la vez de que venía a confirmar la idea que su visita me había sugerido. En efecto, Anselmo me murmuró al oído: "¿Ves lo que pasa con esos diablos de valses?". Y volvió a mirar la lamparita. Mis ideas se enturbiaron un tanto. Estuve a punto de comprender algo, mas no lo logré. Casi veía claro, pero no podía precisar qué era eso que quería ver.

- ¡Tú lamparita en "su" palacio! dijo Anselmo ahogando una risa, y se marchó moviendo la cabeza.

"En su palacio...". Esta frase me quedó zumbando en el oído. Ahí estaba lo que quería ver claro. En realidad, ¿cómo podía haber olvidado que era yo desde el comienzo de aquella fiesta el huésped de René? Una sucesión de ideas se precipitó entonces en mi cabeza. Sí... esos diablos de valses, Magda desaparecida, y mi lamparita, que ella sabía que me era lo más querido del mundo, en casa del que era ya sin duda su amante. ¡Qué infamia, qué vileza había en su proceder! Ir Magda, amigo mío, ir ella misma hasta la habitación humilde de un hombre que la quiere, robarle un objeto, símbolo de su amor por ella, y volver luego para adornar con tal objeto la suntuosa propiedad de su rival... Era el reto, el insulto más duro que se me podía hacer. Ello tenía todo el refinamiento de una mujer sanguinaria.

Se acentuó con esto mi rabia hasta el paroxismo. Era ya la rabia de una fiera herida. Por esto mismo olvidé pronto la injuria para sentir de nuevo clavado en mis carnes, con una intensidad proporcional a la vergüenza sufrida, el aguijón sabroso de esa curiosidad monstruosa.

Y corrí otra vez.

Un grupo de gente me obstruyó el paso. Eran varias personas que se amontonaban queriendo entrar por una angosta puerta que daba paso a una escalera. Junto con ellas descendí. La escalera abocaba a una pequeña cripta de mármol, una de las grandes curiosidades del palacio de René. Al bajar, ví que todos se asomaban y se detenían un instante. Experimenté un dolor agudo. Allí estarían, sin duda, y todos iban a verle como otra nueva curiosidad. Avancé apoyándome a los muros, dispuesto a verles a mi vez, Magda recostada y abandonada. René sobre ella besándola. La excitación que me dominaba desde el comienzo de aquella fiesta - la excitación o el dolor - se transformaba en un goce tan intenso y cruel, que al filtrarse a través de mi sangre y llegar hasta mis nervios y huesos, me separaba del resto de los hombres haciéndome un ser aparte, aislado, único, que iría a experimentar secretos placeres, placeres que habría que ocultar y que por lo mismo irían a ser mil veces más sabrosos.

Miré. No estaban allí tampoco. Y ello fué más dulce aún - pero ¿comprendes lo que ese sabor dulce llevaba en sí "además"? - más dulce que si les hubiese encontrado. Pues era prolongar así la duda, aumentar el misterio, dar un motivo más para imaginar cosas horribles...

Ahí estaba, sin duda, el gran placer: ¡Imaginar cosas horribles!

La imaginación, que ya estaba por completo fuera de mi dominio, libre entonces volaba en mil direcciones como una loca. Y yo me hacía el efecto de ir tras ella para alcanzarla, aprisionarla y poder entonces jugar todo con claridad. Pero ella volaba, volaba y yo corría por todos los pasajes y rincones como un loco también.

Ni Magda ni René en ninguna parte.

Así llegué de nuevo al gran hall central. Y hé ahí que otra vez toda mi atención fué tomada por la lamparita fatal. Brillaba tristemente, pero era hermosa, sí.

Ya varias personas empezaban a juntarse alrededor de ella y la admiraban. Pronto empezarían a averiguar su historia, sin duda, y entonces ¡oh qué vergüenza caería sobre mí! Una sola idea quedó en mi mente: hacerla desaparecer, recobrarla y llevármela a mi habitación, al sitio que ocupaba desde hacía seis meses. No fué esto, tarea muy difícil. La cogí, simplemente, y nadie me vió apesar de la imprudencia con que hice mi obra. Sentí que un gran peso me quitaba de encima al tenerla oculta bajo los pliegues del abrigo. (Llevaba yo mi abrigo; me lo habría puesto presintiendo, de seguro, que me iría a ser de utilidad). Llevaba también el sombrero puesto. No me quedaba, entonces, más que salir. Y lo hice sigilosamente. Nadie lo notó. Traspuse el umbral y ¡heme libre en las calles, libre y con mi lámpara!

Afuera hacía frío. Era una noche muy oscura. Marché con paso rápido. Al cabo de un instante me detuve y me dí vueltas para contemplar, no sin cierto orgullo, el sitio donde me habían robado uno de mis objetos más queridos y que yo había recobrado burlando al ladrón...

Pero aquí comprendí la insensatez que había hecho; ella me cruzó como una bala por la mente y estuve a punto de caer sobre el asfalto. ¿Cómo, por recobrar una lámpara, una lámpara nada más, había sido yo tan torpe para abandonar esos parajes donde quedaba Magda con René? Y para colmo de mis desdichas ningún invitado podía volver a entrar una vez que hubiese traspuesto el umbral.

¡Oh Magda! La había perdido entonces para siempre. Y yo iba a volver a mi habitación, solo, completamente solo, con mis espantosas suposiciones que ahora ya sin duda, irían, por fin, a realizarse. Piensa, amigo mío: A lo lejos, envuelto en las sombras, el fatal castillo; en él, Magda, mi adorada Magda, en brazos de otro; y yo perdido, abandonado en plena soledad, sin poder volver adonde ella...

Aquí mis recuerdos se hacen de más en más confusos. No podría precisarte lo que hice. Conservo, apenas, algunos jirones de recuerdos que no alcanzan a definir nada concreto. Caí en el vacío. Al caer, como último vestigio de conciencia, recuerdo que sólo ví contra la luna, la cúpula y mil torres almenadas de los dominios de René. Después me desmayé tal vez. La verdad es que no supe más de mí...

Esa es la historia que deseaba referirte.


1917.-



NOTAS

1.- El texto que a continuación se entrega está reproducido del original tipografiado de Juan Emar, amablemente facilitado por Eleodoro Yáñez y familia (sucesión Juan Emar). No se corrigieron los posibles errores ortográficos y gramaticales.

2.- La única referencia que tenemos de la identidad del personaje principal es la conjugación en primera persona singular. No hay otra que entregue datos sobre ella.

3.- Otra similitud de este texto con Aurelia es el motivo del doble, que es producto del desdoblamiento que sufren los protagonistas de ambas obras. Como ya se dijo, este proceso se encontraba presente en el plano de la enunciación de To, pero no afectaba la identidad unívoca del personaje. En cambio, en CAV. B.N. el desdoblamiento incide en la percepción que tiene el protagonista de la realidad. Al igual que en Aurelia, será el doble quien se reúna con la mujer amada, pudiendo significar esto que René sea el doble del personaje principal.

4.- En el Museo de Bellas Artes de Santiago existe una copia en yeso de la célebre escultura de Miguel Ángel.

5.- El "Descendimiento" no pertenece a Nicanor Plaza (escultor chileno; 1844 - 1917), sino a Virginio Arias, escultor chileno (1855 - 1941). "Esta escultura tuvo reconocimiento internacional y significó para Arias la fama (...) El Descendimiento es obra de muchas perfecciones: el realismo anatómico de Cristo, la expresión de profundo dolor de la Virgen, el perfecto enlace de las cuatro figuras principales como disposición, según la acción representada, y el tratamiento exquisito del material (...) La época de su ejecución explica el único detalle que podría merecer reparos, tanto de contenido como de forma: la Magdalena desnuda al pie del grupo, tendida en una posición reptante para besar los pies del crucificado. Ejecutada de modo realista, está en los niveles de excelencia del resto, pero la solución, especialmente del vientre abultado voluptuosamente por desplazamiento de su propio peso, por lo demás muy bien observado, agrega una nota discordante al sentido de noble piedad del total" (Carvacho, Víctor. Historia de la Escultura en Chile. Santiago, Editorial Andrés Bello, 1983, pp. 197-199). Recuerde el lector que el nombre de la mujer amada es un diminutivo de Magdalena: Magda.