R.S.V.P.


Al mirar descuidadamente su reloj, aquel hombre comprende que no sabe qué hacer con su vida informe y perfumada.

Anochece. Y las horas se acarician lentas en la despedida.

Quedarse? No.

Pero irse tampoco es salida; su desierto nunca estuvo más cerca aunque afuera llueva en honor a Noé.

Una mujer, de ésas a las que la vida dibujó una estrella sobre los párpados, mira distraída el afiche de un concierto suspendido.

Uno a uno, alguien más allá, recoge en inventario inútil los botones, los paleles, las colillas que se fueron quedando esperanzadas en la resurreción de las cosas.

Afuera, hordas de encorbatados presurosos dejan estelas de olores confusos; cientos de polizontes buscando el honor en una ciudad que tiene un sabor cada vez más agridulce.

Y aquí, en un rincón del cielo, Sinatra pone el ambiente con el que algunos hicieron el amor.

El hombre del reloj se sienta. Abrocha su zapato doblemente abrochado y suelta la presión de la corbata que lo mantuvo erguido todo el día.

Enfrente, dos estrellas sutiles lo vigilan silenciosas; ella dormita en su espera.

El hombre, corriendo la manga raída, mira nuevamente su reloj con parsimonia.

Dónde ir? Qué hacer una noche de lluvia cuando nadie te espera? Nadie a quien llamar. Y el teléfono de ese apartamento de un ambiente, arrendado y sin flores, parece un autista.

Con sopresa él descubre las estrellas. Los separa un río invisible, o, simplemente, la magia.

Siente que unas ansias tartamudas comienzan a inundarlo, y tímida nace una invitación silenciosa.

Un gesto que quedó perdido en un repliegue del tiempo.

Caras. Cientos de caras se desdibujan rápido al abrirse la puerta.

Sinatra calla.

Ahora de pié, el hombre espía afanoso los estrellados párpados entre la multitud.

Y es que a veces el futuro se decide en la fugacidad de una mirada cómplice.

Un hombre cansado, una mujer anciana, un ciego nostálgico, niños, y la reaparición del inquisidor de las cosas.

Sentir que uno se va repitiendo, como todo.

Silenciosa, la ilusión se desvanece; las estrellas no dejaron estela. Esos párpados no supieron nunca que hubo alguien que les ofrecía un cielo nuevo.

Así, esperar y no pensar, llevando el alma negra y los labios rojos. Minutos, horas.

Al subir al último carro, el último pasajero de esa noche lluviosa, aseguró su reloj a la muñeca y tuvo desde entonces, la certeza impía de que el túnel siempre llegará a su fin. //



Mario Aliaga