LOS QUE HEMOS visto espadas no queremos más que el fulgor de una lenta hecatombe y que aquello que humille, orine su rayo en el muro.

Todo me hace saltar de las aguas, incluso la antigua primavera en los dedos o la piedra mudable que adentro del aljibe se come las hojas del naranjo.

Los que hemos visto espadas y una rosa en un tubo abrimos no sé qué habitación a la sombra, una misma mentira donde habita el hereje, es decir, una cámara mala con un toro cretense y un cubículo negro.

Interrogar a un niño es obligarlo a que incendie su casa y las otras cosas de la noche, de modo que al hablarle al oído resistamos la alforja donde aúlla el secreto con nieve.

Hay la elipse que describe mi voz cuando habla frente a los lampadarios, hay el vaho caliente cuando lo hace con los altos muchachos, su alusión a los bosques donde se debe ver y presentir.

Los que hemos visto el mar nos sentamos junto a las estaciones, ordenamos el ojo de los caballos ciegos.

Allí no es temible la puerta que se abre detrás de cada alegoría, no es tan mala en el cuerpo como el llampo que crece en la anciana del patio.

Los que hemos visto esa alcoba en los sueños decimos muchas cosas, pero decir da miedo si se habla en las jaulas.

Los que hemos visto espadas sin cesar en los cuartos y monedas vacías que pagarán su peso, no sabemos qué es esto ni qué mar el que roe y nos habla, y nos hace callar del insomne reverso, sin decir, sin decirlo.

para Alexandra Domínguez


LA VISIÓN estaba en la puerta derruida y en el árbol blanco de la institución y tú, en medio del patio, junto a los cardenales, brillabas.

Era la hora de los niños en el congelador y las preguntas de los que estaban vivos mirando la almendra de los sanatorios.

Había que cuidarse las manos, era la hora de los niños y a la entrada los aerolitos juraron ser hijos de la abeja, pero aún podía suceder que me miraras desde tu plato roto y la pequeña olorosa golondrina.

A alguien le vendías el trigo con los pechos afuera y una bandada de ancianos te lamía la leche fosforescente que curaba la ceguera y la sed.

Las chimeneas aullaban junto a la jauría de los muelles de escarcha, era la hora de los niños en todos los relojes del puerto.

Se desprendían de sus paredes sucias con las manos heladas, se descolgaban por las lianas de la clorofila cuatro veces al día y decían ah uh, si dices miau puedes hacer callar a los árboles, los zorzales del amanecer.

Se enredaban en los cables de los postes telefónicos y tendían una lona sobre mi inmensa soledad, sobre mi soledad antigua una lona donde soplaba el viento y la oruga no podía quedarse.

Antes, en la oscuridad de los bosques, acercabas la linterna sin miedo y mirabas dentro del ojo del abuelo, confundías las cartas con la muerte y el mal con las luciérnagas, el color de las mariposas se te metía en las venas y podías saludarlo, tu triste ceguera no existía.

Entonces no sabías de los invasores y la maldad de sus sueños provocados por la ingestión del gusano blanco, del raspado de cobre de los sartenes viejos.

Trepaban uno sobre otro y se saciaban sólo cuando perdían las manos o pañuelos menos peligrosos y en las palmeras altas de las avenidas nada se movía más que la enorme respiración de los muertos.

Pero ellos tenían que llegar.

Eran el miedo y su hoguera, era el tictac de los regalos vacíos, era la sombra que venía a buscarte, era el olifante de las doce perdido en mitad de los dientes de oro, era el llamamiento del diablo, el golpeteo chiquito en la puerta de la habitación, era tu carne tendida para las aves de presa, eras tú todo amarillo sepultado en el reino de las hormigas, el hambre siempre vacía de los lobos, el niño putrefacto con los dedos clavados en la cabellera de sus hermanas, negra también como un bosque de helechos.

Habías oído algo, un cascarón se abría entre las ramas, el graznido verde trepaba por la enredadera, el chillido de la gaviota muerta en los azulejos de al lado, un gotario de leche sobre una tela húmeda y el vértigo en la piedra de rayos de la infancia, cuando las mariposas eran asesinadas en un frasco el día del diluvio y las señoras escribían sobre el polvo una larga enumeración, mentían si acercaban su aliento a los vasos.

Toda la noche vibrabas dentro de la caja de música, tiritabas traspasado por las cuerdas del rabel del infierno, pequeño polizón en la cueva redonda, en la bodega de los piratas tuertos, al amanecer eras rescatado por tu madre de un incendio sin ciervos, su mano te salvaba del inmenso zarzal.

Un momento, mi caballo, un momento, mi caballo pace, un momento, mi caballo pace en el monte, un momento, mi caballo pace en el monte del lobo feroz, un momento, tengo que ir a buscar a mi caballo, un momento, tengo que ir a buscar a mi caballo al monte y darle agua, un momento, tengo que ir por mi caballo que está negro de sed, un momento, tengo que ir por mi caballo antes que se lo coma el lobo o la sed, un momento, tengo que ir por mi caballo y quemar su calavera.

Era la hora de los niños en el primer deseo y los insectos piaban por su madre.

Olían la marihuana de los parques y decían uh ah, si dices miau puedes hacer callar a los pájaros, pero no les creíste.

Quién eres preguntaban sin poner atención a la celosía que llameaba sobre sus cabezas, quién eres piaban por un poco de migas de pan los hermanos menores del soldado muerto en la nevazón, el quién eres era un dame un poco de agua para limpiar el agujero en la garganta de mi hermano, mi hermano que partió de casa al amanecer y nunca volvimos a ver más sus botas, cuarzo refulgente en la oscuridad del ropero, quién eres dame un poco de agua que mi madre no tiene que enterarse, mi madre, ay mi pequeña madre, no tiene que encontrar el lugar donde enterramos el cadáver del pájaro ni oler los animales ni reconocer los anillos, dime quién eres los niños maldecían y la visión eran los revólveres que devorabas en el patio del naranjo y tu hermana, la que querías más, hervía igual que el fuego que sale de abajo de la tierra.

La visión era el tres y la leche que te caía de los pechos redonda igual que la elipse del barranco, eras una cierva saeteada en los juegos oscuros, por tus orificios regalabas lumbre.

Decías, soy la flor de los mares, soy la flor de los mares y de los precipicios, soy el astrolabio y la goma de mascar y el pelo pintado con tintura de tierra, soy el cardo que gira con las estaciones y la fruta que se despeña de la rama hacia la putrefacción, soy la estrella roja que se deshace contra el ciclón de los puertos, los tropeles del viento me obedecen, las legumbres de las profundidades dan de comer a los ahogados para que no se muerdan los dedos, pues eso no está bien, decías, y toda la familia crepitaba en los lechos.

Entonces la visión eras tú y los palitroques que salían de los juegos y los vestidos recortados, la cabeza de tu padre sobre un tonel de espuma asesinaba a los gatos que invitaste a quedarse.

La visión era el tres y los niños vacíos, y tú, en medio de todo, brillabas.

para Paula Labra

AMARILLO es el color que tienen los heridos de muerte y amarillo es el residuo de los profetas sentados en las bancas de la alucinación.

Amarilla es la voz, amarillo es el llanto de hielo del bardo con cabeza de pájaro y lo que hacen los dragones dormidos con la rojez del otoño.

Amarillas son mis manos cuando bebo inclinado en las usanzas del vértigo y digo entonces ante su costumbre no me poseas, sombra.

Yo quería hablar como habla la alucinación de los osos pero terminé diciendo un martirio pequeño, colibrí atravesado de agujas.

Tanta yerba me han dado los papeles escritos que no temo a la muerte.

Alguien me sostiene, alguien me sostiene.

Tú nunca pensaste en los ángeles.

AHORA ESTÁN LOS SIGNOS en el lugar de la miseria.

La estrella de seis puntas se estremece en dibujos que cortan y toda su materia que gira adelanta el gemido que tiene la pobreza en los perros y la demencia en los juicios.

Las grandes caras de los niños toman el vino entre las flores y una porcelana blanquecina con rúbricas extrañas y cáscaras de naranja en el aguamanil y lámparas brillantes, que no les pertenecen, les hacen amarrarse a sus gestos.

Detrás, detrás siempre están los oficios, la arena del trabajo, los espejos extraídos del odio para que se arrepientan y sean sólo un puño quebrado.

Los signos se encuentran en cualquier preámbulo de la muerte como ante las máquinas los ojos de los hijos indignos, pues la realidad, su evidencia, no ha convivido con ellos ni los ha reconocido ni les ha dado su nombre y en vez de huir despavoridos ante la intensidad de las pruebas se someten al polvo, al silencio y la nada.

En la contemplación de la muerte se han dividido las armas, los espejos han indicado que el ojo es un coleóptero visitado por la imaginación de la escarcha y el miedo.

Los actos se suceden y la ciudad se convierte en la devoración de los gestos.

En las tardes de otoño, cuando ha venido el viento, la estrella se dedica a la narración de los hechos de la miseria, uno a uno atados por un ciego.

Pero yo ya no puedo marchar pues los signos están muertos y los niños los mastican como flechas que hubieran labrado ante el alcohol y la maldad de sus amos.

Los signos ya no nos hablan de un gesto ni un acontecimiento de mármol ni de la muerte sentada en la corona de los únicos divididos por la presunción de sí mismos, sino de la muerte del plancton, de la muerte del frío y del chillido de las especies como un cernícalo negro al borde del patio de la extinción.

La muerte ya no nos habla de ese ramo que hablaba cuando abre la boca la locura y contemplas y sabes que ya no tiene más que un solo astro en la cabeza cansada.

Una plaza vacía en la mitad del invierno es la patria en los ojos, la sutura de hierro donde avanzan campanas que no tienen sonido y no anuncian quién viene.

Ellos lloran por la erupción de su muerte, infectados a la hora de cantar, mientras tú eres seco y declamas ante el peso de la demostración del escorbuto.

Comprendo la oscuridad de tu rapto pero en mi boca cunden las manchas de la lepra, las cuentas del exterminio de una especie de cisnes enamorados de la pluma rosada.

Comprendo tu oscuridad pero tú eres tú cuando hay un receptáculo que define al terror, un viejo vaso de sangre.

En ese entonces la soledad se nos aparecía constelada y oída, un pasadizo donde estábamos regados de ceniza, pero nunca de alambres, esparcidos en esa contemplación nos conducíamos y éramos náufragos, dichosos ante el establecimiento de una sombra que no nos obligaba a ser esclavos cantantes bajo la carpa del circo.

No temíamos entonces a los ecos ni al residuo de las señoras sentadas en el mármol de la ley, de lo absorto ante el rocío como una hilera de dientes extraídos por otro.

La idea del vacío es una idea que se debe a lo reconocido en el territorio de la muerte y cuyo vaho es un cerco.

Todo lo que escucho se vierte a dentelladas, máquinas de la idiotez.

La aparición de los dioses ya no tiene que ver con el mármol sino con una interdicción sudorosa en la lengua.

El ánimo de los dioses es para nosotros un relámpago errado, un esqueleto de electricidad ebrio en la pimienta de altos fariseos con cabezas ahumadas.

La idea de la devoración, sin embargo, es un silencio que no tiene justicia.

Allí hay un cuerpo que arde y una extensión definitiva de hormigas.

Me atrevería a los signos, pues esos son y de ese modo pesan, pero nuestra sangre ya no es la misma, ni la sangre de los dioses nos ilumina ni fosforece ni triunfa desnuda cantando en los ríos.

Todo es un bosque como en mis manos todo es oscuro, una constelación de luminarias enfermas que conduce a lo espeso, a los días muy vivos, alambres excitados por la electricidad.

La lejanía está sentada en el cuarto, la lejanía está sentada en los ojos sentados de una mujer sentada donde está sentada la muerte.

También tienes amigos miserables, amigos que raspan las mesas de metal con las cucharas.

Todo es gris, como en una fotografía, porque así tienen que ser los parques y las habitaciones construidas con las monedas de la sed de los mamíferos.

El círculo más redondo de tu conciencia es entonces una plataforma que gira soplada por los que son sorprendidos pensando en los muertos, ebrios por la pregunta de la desaparición y el sonido del viento, su materia y sus cajas.

Sí, el sonido es oscuro, pero en tu conciencia esta construcción es un rayo, un altar sostenido por una retórica parecida a lo gris, a la demencia de los mendigos abandonados en los colectores de sobras.

Es extraña para mí la sustancia de los dioses y es extraña para mí toda sustancia.

Ya no tengo sustancia, ni siquiera aparezco en la fotografía destinada a los fantasmas ni ellos me llaman a la reunión de los pozos.

Los fantasmas pasean por la muerte, sedientos por la experimentación de las formas y el vicio de la velocidad en las hélices de las cafeterías.

"Hagan caso de mí, hagan caso de mí", dice el heraldo.

No pienses en nadie que esté sentado en medio de la verdad.

Recuerda a los leñadores furiosos, recuerda el retrato en las mesas.

Todo lo besaste, muchacho, hasta los anos levantados en el error.

Entonces brillaron los cantos.

Elegir la electricidad es roerse los dedos y no cambiar de alimento es peor.

Ahora se abren semillas de luz cuando cierro los ojos y abjuro ante el espejo y el viento del mundo.

Todo se abre hacia la luz pero el espejo se oscurece de pronto y no oscila.

Nadie está con sus gestos más de lo que el mundo los sostiene, lo que tarda en dejarlos caer como si vertiera una jarra de mariposas muertas en una escenario vacío.

Es mejor hablar en la oscuridad.

Lo que él dice de su lengua, lo que él dice que hace con su lengua es verdad, es la prueba de la invisibilidad de la muerte.

Aunque la muerte aparezca sabremos extenuar su erupción y no verla allí devorando cangrejos, en la sala contigua, en la sala, en la sala.

Dice que muerde el cielo, dice que se entromete en la máscara y gira, dice que habla con su lengua y posee un versículo, pero es favorito en la reunión de los cansados.

Los peregrinos se han puesto las gafas para convertirse en personajes y los niños los están mirando desde las balaustradas más pálidas, desde los balcones mismos de la enfermedad.

El escarabajo somnoliento en la garganta del gato es su joya pequeña, que han de extraer con los dedos.

Ellos poseen el gallo de fuego y la solapa de almirante, esperan la antorcha de sus prometidos.

Los niños están ciegos y dejan algo espeso en la blancura, pero si te acercas puedes ver que es una piedra o una aguja o una pluma o una carta perfumada de cera.

Ellos santifican la posesión de las vacas en la mirada redonda de los patrones de los campamentos, amos ebrios y blancos que sobornan a la muerte ofreciéndole damas espigadas en la radiación de las voces ocultas.

Es mejor hablar en la oscuridad y morder la luciérnaga, apoderarse de un vagido como de un siglo entero y referirse a las rosas de hueso y al bronce de las hojalaterías y al trabajo de los matarifes y a la soledad de los vidrios y a los artesanos que cultivan miel y veneno para curar al cuerpo del demonio y la brisa.

Es mejor hablar en la oscuridad y concebir monstruos, monstruos que mugirán en tu cabeza como dentro de tus manos hay alfiles y copas que contienen los gritos, ánforas llenas de odio.

Es mejor hablar en la oscuridad y hablar así del vacío, de las pautas de música donde se descifran señales para la interpretación de la nada, la cabeza del hombre que mira el ejercicio del aire, perseguido por un astro sin tiempo, perseguido por una luminaria sin silencio y sin voz, sin día y sin noche.

Los signos están muertos y ya no podemos marchar por ese camino donde las madres resbalan y son fagocitadas por la verdad en penumbras, peligrosa demanda.

Ya no podemos marchar cuando miramos los cuerpos y los signos no hablan.

Resplandece el sosiego y los niños, con grandes caras y dedos sin nombre, entierran su miseria en el mundo.

Es mejor hablar en la oscuridad.

LA PERSONALIDAD construye su casa de papel, su cajita de naipes, pone diques de aire claro en las esquinas señaladas con perro negro de cera, letras oídas en Pompeya distribuye en el piso regadas con sal para el día siniestro, se cuela sigilosa entre las lianas del pórtico instruyendo colmenas romanas, partidas de tortugas que adormezcan el aliento de lava con sus corazas grises, con eriales de acero piensa que detendrá el zarzal y eludirá la sombra con el polen prestado de los mercaderes que devora a los visitantes vivos y reparte monedas sin número y mujeres de oro. La persona, sin embargo, no encuentra el rosal que le dicen florece en la cáscara fea, sino desguarecida debajo de la lluvia toma el té de cebada y sin siquiera saber quién la cuida cuando hace la sopa en los tiestos de hilo, pregunta por qué se rebana contra su lengua erguida si aquí no hay cuchilla ni aviso de cuchilla más que un hueco de aire con relámpago adentro, por qué, dice, si tiene pies izados sigue pequeña ahí interrogando a las mismas estatuas, a las mismas esfinges de orejas quemadas que deambulan en las densas alcobas. Desguarecida y sola bebiendo en el té la propia lluvia no sabe que no se verá orinar a sí misma con harina las tablas del naufragio ni trizar al amanecer el papel de los sábados ni acostumbrar a sus huesos en una nueva urdiembre, pues quien cuida la jaula no puede decir lo que viene porque el aire se cae y arruina la estría donde sopla su flauta. La persona no sabe que quien cuida el poema no le ha dicho levántate ni que ocurre un caballo amarillo en las matas de la cercanía, que ese río que suena se comerá la sala, la caja de cristal que por toda la vida le ha quitado el aliento.

para Guillermo Trejo


Poemas de Javier Bello.