LA MEMORIA   (Selección)

Carlos Winckler
 

 

 

11.

De lo que sucede en el vasto mundo y más allá de él

 

Se ha cerrado la noche hace rato, pero no en todas partes es de noche. Suceden cosas en el vasto mundo. Un doctor, convencido de su ciencia, pone las manos al fuego. Los leones rugen en la selva. Un avión cae al mar en medio de la tormenta. Lleva valiosos tesoros de siglos. Alguien muy antiguo siente que su corazón de oro egipcio se hunde en agua salada y se pierde en profundidades oscuras. Pero bien al fondo hay seres con ojos que ven y con cuerpos tan sutiles que ignoran la presión. Ellos recogen la joya, la guardan y la cuidan.
 

En un hospital un joven condenado escribe una carta para su padre:

Quiero decirte que tengo sida, pero que viviré hasta la muerte. No te preocupes. Desde lejos, muy lejos, los perros ladran, pero ya no pueden morderme. La tierra tiene un gusto amargo. No es tu culpa ni la mía. Odio hasta la total indiferencia. Amo hasta perdonar. Cayó un florero del cielo y sólo se quebraron las flores. Cayó la pena y quedó vacía. Te quiero mucho, ahora y en la hora de mi muerte, AMÉN.
 

Alguien le cuenta un sueño a alguien en algún lugar:
 

Paseé por espacios increíbles. La habitación de un hotel donde un amigo se convertía en vampiro. Un mercado persa donde compraba cosas extrañas, como un cucharón abollado, y me ofrecían un auto rarísimo, grande, deportivo, como de los 60, con un techo completamente de vidrio que yo limpiaba con esmero. Luego me subí al auto. Estaba malo pero de todos modos se deslizaba hacia adelante y hacia atrás de acuerdo a la cambiante pendiente del suelo. Era evidentemente robado. El vendedor me proponía un plan que consistía en que lleváramos el auto a un cerro y que entonces yo le disparara a él con un rifle que me iba a prestar, o bien que lo hiriera con un cuchillo, y que botáramos el vehículo por una quebrada, quemándolo además. Así él podría acogerse a una legislación que le pondría un negocio nuevo y le daría un nuevo auto que quedaría para mí. Yo no acepté el trato. Y el espacio siguió cambiando.

Ahora estaba en un llano de arena. Allí veía un carnero muerto, Tenía los cuernos de oro. Me decían que se trataba de un sacrificio en honor a Mozart. Seguía caminando y aparecían muchos carneros iguales, pero vivos, y algunos tenían un solo cuerno al medio, también de oro. Eran las hembras. Ellos estaban dispersos por la explanada. Yo me situaba en una de las cabeceras del lugar De alguna manera tenía una sensación de enfrentamiento. En la otra cabecera, que casi no se veía, había un grupo de gente. Hay segmentos que no recuerdo. Vuelvo a tener memoria cuando me encuentro con alguien que reconozco como enemigo, al menos como un peligro, alguien sumamente poderoso y bien parecido. Nos miramos. Entonces fui atacado, no por él, pero atacado. Y corrí, corrí hacia un lugar donde estaba un hombre gigantesco, un ser mitológico, vestido con pieles, de gran barba gris, incluso feo, con una suerte de diente en el labio, pero sumamente fuerte y viril. Me extendió su gran mano, me levantó como sí nada y me puso sobre sus rodillas donde me sentí protegido. Lo sentí como un abuelo, pero también como un dios, como Júpiter, y lo abracé del cuello.

De pronto estaba en la arena otra vez. Supe que el apuesto enemigo había contribuido a matar a los titanes liquidando personalmente a dos. Lo vi de nuevo, rondando nuestro espacio, y nos miramos fijamente, desafiantes. Tenía unos ojos bellísimos, verdes, intensos. Y entonces sucedió algo, no recuerdo muy bien qué, pero creo haber disuelto en el aire algo como un chanchito pequeño, mitad negro, mitad rosado, que de pronto apareció flotando. Solamente lo tomé y se deshizo, se partía como una burbuja, como una célula, como un globo sensible que se divide o reacciona al menor contacto. Algo pasó. El apuesto enemigo dio un rodeo acercándose a mí. No dejábamos de mirarnos. Cuando estuvo suficientemente cerca, yo caminé hacia él y le metí los dedos en los ojos, pero tan despacio que sólo los toqué. Él se fue y volvió convertido en otro ser, una suerte de fauno, con una protuberancia en la cabeza como si fuera el nacimiento de un cacho, con una panza, desnudo, con el pene erecto, y entonces apareció el abuelo-dios y dijo, todo está listo para la reproducción.

Llevaron al guerrero convertido en humilde fauno y lo subieron a una plataforma donde había una bella joven completamente desnuda lista para recibirlo. Había unas graderías o andamios que permitían ver toda la escena desde arriba. El fauno comenzó a hacer el amor a la muchacha. Yo no lo podía creer Subí al andamio. Vi que era cierto. Ella gemía complacida. Él era más animal, pero cuando acabó limpió su sexo y el de la mujer con infinita ternura. Luego todos bajamos a la arena. Ya no quedaba nadie sobrenatural, ni dioses, ni carneros con cachos de oro, ni unicornios, ni faunos; sólo un grupo de amigos que caminó por la arena hasta el otro extremo. Allí había una gran ventana y afuera estaba lloviendo. La gente se puso contenta. Para ellos era una gran señal. Yo no lo sabía. Alguien hizo notar que todo se había iniciado con la lluvia y ahora terminaba con ella.

        Ese fue el sueño.
        En otro lugar la realidad era demasiado cruda. Intentaron robar un auto. Alguien consideró que valía la pena arriesgar la vida por una radio. Alguien pensó que ese dinero era fácil pero ahora está mal herido. Alguien murió por una mezquindad.
        En la barra de un bar cualquiera un hombre reflexiona, piensa para sí mismo lo siguiente:

Un pensamiento te puede sacar de la indolencia, un simple pensamiento que recorra tu espina y se tome tu mente, una electricidad que te active el sistema, te encienda la lámpara, te estimule la filoso la, un pensamiento que te puede llevar a cualquier parte si lo sigues. Por eso no nos dejan pensar, nos educan y nos visten, nos hacen creer en dios y los códigos, nos hacen pasar hambre y confusiones, nos escamotean la felicidad y en su lugar nos dejan el aburrimiento, nos sabotean el viaje.

         La voz se desdobla, parece que fuera otra, que hablara desde fuera, pero es el mismo hombre aferrado a su copa.

Ahora te veo sentado junto a la barra de un bar, hipnotizado por un reloj de pared, por un segundero que avanza y retrocede. Los números grandes, cada vez más grandes. Es la mirada implacable del tiempo perdido. Una gota va llenando el vacío sin hacer el menor ruido. Ponen discos y las canciones se terminan. Entran clientes y se van. Casi todas las citas se han cumplido. Tú sigues el ritmo del tiempo copa tras copa hasta completar la botella. Me dicen que tu torpeza es infinita, que andas a patadas con los días y a cabezazos con los faroles de la noche. Te llegan voces de gente que habla de dinero. Las canciones nacionales se entonan hasta la repugnancia. Las autoridades siguen circulando como sí nada, tan desvergonzadamente. Una niñita intenta venderte una rosa, o su cuerpo. Se completa otra hora, otro círculo,' otra copa, otra hoja memorable de tu vida. La hipnosis es absoluta. No puedes apartar los ojos de esa mirada redonda y llena de números. Pero el color rojo de la rosa te sobresalta, y también la mirada vacía de la mujer solitaria junto al wurlitzer. Entonces compras la rosa y se la haces llegar. Ella toma el café frío de los indiferentes. Tú la observas con los ojos fríos del que ha mirado mucho el reloj. Demasiada evidencia como para romper el hielo de los labios. Te advierto al oído que si te acercas a ella te vas a tropezar Estás muy borracho, ebrio de horas y tragos. Sólo puedes caminar en círculo. Optas por darle la espalda.

La mujer se consumió fumando, desapareció. Ahora es la colilla que flota en el café. La rosa terminó de abrirse en el fondo del basurero. Esa es la delicadeza de la angustia.

Te comes las uñas, no de hambre por supuesto. Acabas por compadecerte, a ti y a todo lo que te rodea. Pero, ¿qué buscas? ¿Qué quieres? ¿Y ahora qué quieres? ¿ Y qué más quieres? Eres insaciable y confuso hora tras hora, y probablemente la culpa la tienen otros; el sistema que domina tu economía, tu moral y tu sexo. Pero hay un «pero» que te mantiene en pie, una filosofía bien atrás en la mirada, un deseo sincero, simple y perdido, una razón de ser que te ata a la barra del bar y te mantiene vivo a pesar de todo. ¡Tú piensas! ¡Tú piensas y vuelas! Ahora estás pensando en la rebelión, en algo que transforme las cosas, y a ti. Te alteras porque encontraste una frase. Necesitas servilleta y lápiz. Ésto es lo que escribes: "Pudiera ser que un pensamiento penetrara las mentes, nocivo como el virus, veloz como una epidemia".

         Doménico y Vasily duermen profundamente. Afuera la luna sigue girando alrededor de la tierra, la tierra sigue girando sobre sí misma y alrededor del sol, satélites y planetas continúan su marcha circular, la galaxia mantiene su trayectoria hacia un lugar remoto que probablemente sea el mismo punto de partida.
 

 

 

 

 

 

 

 

-De lo que sucede en el vasto mundo y más allá de él-

 

 

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12.

Del regreso de Norton

 

El ruido metálico y monótono del tren no deja dormir a Norton. De todos modos le gusta ir despierto a esa hora, cuando todos duermen. Es como si hubiera más aire para respirar. La mujer que viaja dos asientos más adelante tampoco puede dormir, pero ella piensa distinto. Se siente un poco sofocada. Tiene la impresión de que a esa hora, cuando todos duermen, se sueltan un poco los esfínteres y el aire se transforma en un gran pedo flotando.

        En una casa vecina a la línea ya están acostumbrados al sonido del tren, ya nadie despierta cuando pasa. Es un ruido vago que se filtra hacia sus remotos sueños, un ruido familiar que, lejos de inquietar, da cierta seguridad. Alguna vez el tren no pasó y el niño despertó llorando. Ni siquiera importa que la casa tiemble entera, es parte de lo cotidiano. Casi lo extrañarían si dejara de ocurrir. Han asegurado los frascos en las estanterías, las lámparas están clavadas a los veladores, libros no tienen. Esta noche, eso sí, hay una luz encendida en casa. No todos duermen. El tío no ha podido conciliar el sueño. Toma vino con la mirada vacía. Sueña despierto. Siente el fracaso incrustado en su piel curtida. Sobre la mesa da vueltas descuidadamente con el dedo un boleto de lotería. El sonido del tren pasando se lo lleva a él también. Siente que va mirando por la ventana y que tal vez repara en una humilde casita situada al lado de la línea. Sospecha que quizás pensaría en la gente que habita esa casa, que podría hasta llegar a imaginarlos viviendo sus pequeñas vidas, cargando sus miserables esperanzas. Piensa que podría imaginarse incluso a sí mismo sentado frente a una mesa dando vueltas un boleto de lotería. ¿Quién más que gente como él habita esas casas a la vera de la línea? Y luego continuaría su viaje que lo llevaría muy lejos. Sería otro, un aventurero recorriendo tierras imposibles, un galán maduro, un hombre de negocios, un tipo alto, delgado y blanco, y no el que es, con esas manos curtidas que rasmillarían la piel delicada de las muchachas, con la espalda doblada de tanto trabajar sobre tierra ajena, con los pies demasiado anchos para cualquier zapato. Piensa que tal vez conversaría de temas que ni siquiera puede imaginar, con alguien que tampoco pudiera dormir.

        El tren va muy lejos, ya no se escucha. En la casa se acaba de detener finalmente el movimiento pendular de la ampolleta que cuelga del techo. El hombre se ha quedado dormido sobre la mesa.

        Amanece. Norton también duerme. Se tapa un poco con la frazada. Es un gesto inconsciente, automático, motivado por la pura sensación de frío. El traqueteo del tren desemboca en recuerdos ingratos que contaminan su sueño. Déjennos volver a casa, escucha en su memoria, como si fuera el presente otra vez. Allí estaban sus compañeros, caras vendadas, rostros, muletas, restos humanos. Todos queriendo subir al tren, incluso los muertos en sus cajas.

        -No podemos seguir luchando en esta guerra, no tenemos rabia, sólo tenemos una pena negra.

        -Yo tengo nostalgia de mi tierra.
        -Añoro mi casa.
        -Jamás olvidé a mi novia.
        -Nunca conocí a mi hijo.
        -Yo quiero volver al árbol hueco que me sirvió de abrigo alguna vez.
        -Quisiera tirarme de espaldas y mirar por horas el cielo nítido que cubre la vida.
        -Déjennos volver a recomponer el último beso de amor, no el de la despedida sino el del encuentro, no el de la muerte sino el de las buenas noches.
        -¿Qué malvada conspiración fue ésta?
        -Una cortina de bombas se cerró sobre el futuro.
        -Nunca pudimos hacer un hogar de las trincheras.
        -La guerra volvió ácida nuestra saliva.
        -Me vuelvo para ver. No hay gente, no hay gente, sólo rostros muertos.
        -Nuestra casa quedó sepultada bajo escombros y cemento.
        -Ella desapareció pero nuestro amor aún está allí.
        -Seguiremos hablando de amor pese a la prohibición.
        -El amor nos hará volver.
        -La tierra devastada escupirá huesos por mucho tiempo, un hijo, un padre, una novia, un ser humano obligado a luchar en las guerras de la patria.

        Norton es despertado suavemente. Ya es la hora del desayuno. La luz del día ha inundado el carro. Unos niños juguetean. A pesar del esfuerzo y el tiempo que debe haber invertido en eso, la señora jamás recuperó su pomposo peinado, sólo consiguió que alguna gente se impacientara esperando el baño. Una mujer mira por la ventana. En un carrito pasan ofreciendo té, café, sandwichs, bebidas, revistas, galletas, etc. Luego pasa otro personaje anunciando el primer turno para los que deseen tomar desayuno en el coche comedor.

        Norton se levanta con pereza. Se dirige al baño. Una vez allí se mira al espejo con atención. Lo que el Quijote me contagió, piensa, fue ese afán en creer que alguien escribe nuestra historia, aún la más íntima y secreta.

        En la ventana un par de gotas llaman su atención. Piensa que está lloviendo. Luego piensa que dos gotas no hacen la lluvia, así como unas cuantas golondrinas no hacen primavera, o algunas chispas no hacen la luz. Se queda mirando por la ventana. La lluvia es indiscutible. Las gotas en el vidrio y el paisaje pasando rápido, lo llevan muy lejos. Es un viaje simultáneo, hacia adentro y hacia afuera. ¿Podrías hipnotizarme, lluvia, podrías? ¿Y tú, cielo, y tú, ciénaga, y tú, vitrina, y tú, viento, y tú, mar, y tú, mi amor, y tú, podrías? ¿Qué dices, espejo, podrías? ¿Y los latidos del corazón, podrían?

        El ruido de la puerta lo saca de su cuento. Otros quieren entrar al baño. Norton se asea, se ordena, se echa algo de colonia. Vuelve a mirarse en el espejo. Hace esfuerzos para no perderse en cualquier rincón del cerebro. Le parece que su paisaje interno es tan bello, triste, pero tan bello.

        Ahora está sentado en una mesa del coche comedor comiendo unas tostadas con mantequilla y mermelada, café con leche y jugo de naranjas. La gente que viaja le parece interesante, menos un caballero que no ha dejado de leer la sección económica y un matrimonio con sus niños a quienes encuentra francamente insoportables. Sigue con la vista los talones del hombre que corta los boletos. Se concentra en ese solo acto. Si tratara de recordar exactamente cada uno de sus movimientos, la luz, los reflejos, el baile del pantalón, el brillo en los zapatos, cada cosa tal como ocurrió, podría? Es decir, ahora cierro los ojos y reproduzco mentalmente la misma escena, pero ¿es realmente la misma?

        Van llegando a la Estación Central. Norton lleva poco equipaje. Su ocupación principal es observar. Mira cómo las madres reúnen a sus hijos, cómo las parejas juntan su equipaje, cómo los pasajeros se preparan para descender del tren. Trata de adivinar a cuáles de ellos esperan en la estación y cuántos llegan solos. Cree reconocer a aquellos que están aburridos de tanto viajar. Está nervioso. No quería volver a Santiago nunca más. Las cosas han cambiado mucho. Lo que destruyó la guerra ahora está convertido en algo tan diferente. Sin embargo le parece que la gente es la misma, los vendedores, los lanzas, los malditos policías. Camina lentamente. Respira cada partícula de Santiago Centro. Casi no reconoce los bares. Ahora todo es plástico. Está alucinado. Han cerrado los lugares que conocía. El Atenas es ahora un puesto de ropa usada. El Iruña se arrienda. Orientales vendiendo cualquier cosa ocupan el sitio que conoció las borracheras más memorables, esas llenas de poesía, de amor verdadero por la poesía. Recuerda lo que Enrique le decía. Escribir es una cosa tan básica. Se subía a la mesa, botella de vino en mano, y declamaba entonces, con toda su elegancia y decadencia:
 

Poesía, poesía

Luna, señora

Mujer mía

Un lápiz y un papel

Conocer las letras

Y saber juntarlas

 

Poesía, poesía

Rosa blanca

Del alma mía

Recuerda estos pasos

Recuerda estas calles

Recuerda estos bares

Recuerda el reloj,

aún antes de los palitos,

y antes de la piedra y el sol.

¿Cómo era el tiempo entonces?

Poesía, poesía

Diosa blanca

Del alma mía

Escucha estos trinos

Sé lo que el sonido

Significa en el oído

Son los sueños

 

Poesía, poesía

Reina secreta

Del alma mía

Hallara tu boca

Y allí mismo

Te besaría

        Norton ni siquiera reconoce las micros. Camina por la Alameda cruzándose con cientos de jóvenes, especialmente entre Avenida España y República. Le gusta eso. Pero no puede dejar de escuchar los gritos. Antes allí se torturó.

 

 

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