Envuelto por una manta de seda
 
Alan Meller

 

Aplicar durante breves segundos al interior

de la pieza manteniendo el ambiente cerrado.

Asegura un efecto rápido y duradero.

                                                                                                      Sheltox

 

Toda la pieza blanca. En el medio un cuerpo, un cuerpo envuelto en una manta de seda. Bajo la manta, el cuerpo, de hombre, está desnudo. Las paredes blancas aun tienen olor a pintura blanca. Las repisas y los cuadros ya no están. En lo alto una ampolleta de 150 watts invade la pieza y hace creer que la luz emerge de las paredes blancas luz. La ventana es una gran puerta abierta, la puerta que no es ventana está cerrada. La ventana da hacia el mar y el mar no cesa de invocar a incautas naves a perderse en su interior. El mar cada día arroja desde su borde cientos de polillas, todas muertas, todas buscando un mundo mejor, quizás tras escuchar un lejano llamado, acuden en busca de otros parajes más edénicos, y por ello menos existentes que este. Las polillas que vuelan mar adentro buscan aquella nueva esperanza, pero vuelven frustradas algunas, otras vuelven muy tarde y no alcanzan a llegar otras no vuelven nunca sino hasta que el mar las arroja sobre su borde casi deshechas, casi incoloras, casi mariposas. Pero las polillas están condenadas a no ser mariposas, a ser un paso más evolucionadas que aquellas indefensas y afeminadas lepidópteras, o a ser un paso menos evolucionadas, más gruesas en su deformidad, más repugnantes. Ese año las mariposas nocturnas (no las de bellos colores) han teñido la ciudad y se revuelcan en repulsivas orgías que organizan alrededor de cada foco luminoso. Él las odia, y las espera con su ventana abierta, que parece puerta, la ampolleta de 150 watts, y las paredes blancas sin cuadros ni repisas. Tan sólo pasan unos segundos y entra la primera verdugo: una polilla de cuerpo cilíndrico blando grueso, del color de los hongos que crecen entre la inmundicia. Se dirige, con torpeza inigualable hacia la ampolleta de 150 watts, y al chocarla parece que pierde la orientación y cae, caída libre sin salvación aparente, pero sólo aparente porque al parecer despierta y alza vuelo nuevamente, se eleva y desiste del propósito ignominioso de penetrar la ampolleta para descansar en un costado, en una pared o en el techo, lugares cualquiera para ella donde la gravedad pareciera otorgarle una agradable sensación de reposo, y un momento grato para digerir la comida, algún repulsivo jugo que con su lengua debe haber absorbido.

Han pasado cuarenta minutos desde que aquella primera polilla (que ya se ha marchado exhausta de tanta relación de polillas) ha entrado. Dentro de la habitación hay cerca de treinta polillas, y me cuesta identificar a la más repulsiva, o bien debiera decir a aquella que a ese hombre que está tirado en el suelo cubierto con una manta de seda le parece más repulsiva. El hombre de la manta ha tenido que cerrar su boca pues ya más de una polilla ha ingresado en ella obligándolo a escupir trozos de ala y a tragar trozos de piernas, pequeñas y delgadas como pelos, pero duras como hojas secas de otoño. Respira constante algunas veces, otras no, por la nariz. Otras no, pues algunas polillas se paran en aquel oscuro orificio impidiéndole la respiración y logrando que se acelere convulso precipitado sin poder ayudarse con sus manos que permanecen adheridas a su cuerpo aprisionado por la manta.

La noche invade el puerto. Han pasado algunas horas y las luces del puerto aquellas luces que dan la sensación que nunca descansarán se han dormido. Se destaca entre el negro sobre negro del puerto una mínima mancha de luz. Al acercamos podemos ver que es la pieza de aquel hombre que se encuentra envuelto en una manta de seda, dentro de una pieza iluminada con una ampolleta de 150 watts, que si no fuera por los cientos de polillas podría llamarse, la pieza, blanco sobre blanco. Pero más bien me recuerda una noche a la inversa, pequeñas estrellas negras que pululan en aquel cielo de claridad.

Afuera, el cielo comienza a aclarar, y el sol remonta vuelo. Junto con el sol, las polillas, que al observarlo descubren una lumbre más intensa que aquella ampolleta de 150 watts. Encandiladas por el que sin duda es el paraíso acuden a su búsqueda, y salen, una detrás de otra de la pieza que ya es amarillo sobre amarillo, y se despiden del cuerpo del hombre envuelto por una manta de seda, y no se despiden, tan sólo alzan sus alas se desperezan de la agitada noche, juntan fuerzas para llegar a esa gigantesca fuente de luminosidad. Y el cuerpo del hombre envuelto en la manta de seda va quedando solo, y la pieza pierde las sombras de la ampolleta de 150 watts y gana nuevas sombras. Y de la pieza que durante toda una noche no existió más sonido que el aletear de cientos de polillas, emerge un grito desgarrador, el grito de un hombre que estuvo toda una noche rodeado de esos infames insectos, y aprisionado por una manta de seda, el grito de un hombre que invoca a las polillas y les ruega que lo lleven con ellas.

 

 

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Cyber Humanitatis N°6