Y VEINTE MÁS...

Enrique Sandoval Gessler

 

        José Antonio Chávez tenía todas las trazas de un gran señor. Lo noté desde el primer día, cuando nos hacían entrega del cargo de vestuario, al comienzo de nuestro servicio militar. Sin respetar la fila, como algo muy natural en él, Chávez se puso el primero para recibir sus cosas y eso fue suficiente para tener su primer encontrón con la jerarquía militar. "¿Cómo se llama usted, conscripto?," le gritó el sargento Benavides con voz chillona. "José Antonio Chávez," le respondió el aludido con voz de senador. Entonces, mi sargento, bastante picado, le lanzó una ráfaga de mordacidades y lo hizo a grito pelado, para que todos lo escucháramos. "Mire, conscripto Chávez, como usted es pajarito nuevo y no chabe nada de grados y distintivos, yo lo voy a poner al corriente. Yo soy mi sargento Juan Nepomuceno Benavides Alarcón, con padre y madre, por la gracia de Dios," le recalcó. "Cuando a usted yo le ordene algo, o cualquier cosa, usted, señorita, deberá decirme a su orden, mi sargento. Además, si a mí, por alguna de esas cosas de la vida, se me ocurriera preguntarle algo, usted deberá contestarme positivo, mi sargento, si la respuesta es sí y negativo, mi sargento, si la respuesta es no. Y siempre, no se olvide, a su orden, mi sargento. Así no se va a equivocar nunca sobre quién es quién aquí, señor conscripto." Y siguió transmitiendo y machacando enseñanzas: "la disciplina y la obediencia, métaselo bien en la cabeza, a ver si es capaz, son como una pareja de bailarines de tango, siempre juntos y pegaditos, como si fueran una sola cosa. ¿Me oyó?" Y sin esfuerzo, el recluta respondió: "Positivo, mi sargento." Entonces, Benavides agregó: "Ahora voy a ordenarle, caballero, que me haga cincuenta flexiones con la piernecita derecha parada, como si fuera la antena de un automóvil de lujo. Tiburones con antena llamamos ese ejercicio aquí." Y no pudiendo aguantar más la rabia que lo iba poniendo cada vez más colorado, le mandó la orden de un sopetón: "Ya mierda, a tierra, tiburones comenzar." Chávez, con parsimonia de embajador, se escupió las manos y cumplió la orden. Se puso de pie y esperó. No estaba agitado para nada, había demostrado una destreza de tigre, con mucha energía y hasta con elegancia. Por eso mismo, creo yo, que mi sargento se picó aún más y, haciendo un gran esfuerzo para simular serenidad, le dijo: "Se le olvidó contar sus tiburoncitos en voz alta, con voz de hombre," agregó. "A tierra, marrr, " le ordenó, "cincuenta tiburones y veinte más, para que no me olvide, señorita." Y mientras José Antonio Chávez, elástico y armonioso, cumplía la orden, Benavides le seguía dando instrucciones: "con la patita izquierda ahora, bien vertical, como una antena... Párela bien, más arriba, más arriba, no tenga miedo que se le vaya a romper la telita, señorita." Y Chávez sin querer mandarse las partes ni nada por el estilo, iba contando sus tiburones, como si fuera una bicoca. Entonces, así, espontáneamente, todos nos pusimos a contarle los tiburones en voz alta y a celebrarle su agilidad de atleta profesional. Cuando terminó, sin siquiera ponernos de acuerdo, lo aplaudimos y felicitamos alegremente. Sin mostrar reacción alguna ante nuestro estímulo, Juan Antonio Chávez se quedó, muy cuadrado, esperando nuevas órdenes. Esa era su actitud. Mi sargento anduvo chupándose un poco al constatar nuestra demostración de simpatía, pero se recuperó muy rápidamente y, para confirmar su innegable autoridad, le dio entonces un varillazo en el trasero y le ordenó ponerse al final de la cola de conscriptos. Algunos, por lo bajo, le dijimos "buena, buena, compadre," pero Chávez sin comentarios, sin un gesto en su cara. se colocó donde le habían ordenado. A mi sargento se le ocurrió, entonces, que marcáramos el paso con las rodillas en alto, "con rodilla topando barbilla," nos gritó, para tenernos ocupados mientras esperábamos que nos entregaran el cargo.

        Mi sargento no dejó de fregar a Chávez, se burlaba de él, lo dejaba castigado, lo humillaba, pero éste, siempre cumplidor, no mostraba ningún interés por el servilismo. Y se veía a las claras que eso le molestaba demasiado a mi sargento.

        Un día en que andábamos de franco, yo iba con mi polola y divisé a Chávez cruzando la Plaza de la Victoria. "Ese es," le dije, dándole un codazo. Y allí lo vimos, espléndido, en fino uniforme de gabardina, zapatos de vestir, gorra de oficial, con los correspondientes distintivos de conscripto, arma y regimiento, muy bien acompañado de dos amigas muy bonitas. Ahí estaba José Antonio Chávez, en vivo y en directo, muy contento y mundano, mi compañero de escuadra, mi vecino de litera. Le hice un saludo bastante marcial, así como de chiste, diría yo, y él, sin aspavientos de ninguna especie, me lo respondió como si fuera un comandante saludando a la tropa. Se subieron al auto y desde la ventanilla del conductor me hizo una venia bastante mesurada. Una vez más, con toda esa dignidad que le salía de adentro, José Antonio Chávez me había dejado pensando. Fue una buena ocasión para verlo desde otro ángulo y eso me gustó. No sé por qué. Estaba contento de haberlo visto fuera del cuartel y de que nos hubiéramos comunicado a través de nuestro saludo y se me ocurrió que a lo mejor podríamos llegar a ser amigos. Llegué a desear que fuese así. A propósito de esto, recuerdo una noche en que estábamos de guardia en el casino de oficiales, cuidando la piscina. Fueron vanos los esfuerzos que hice para entrar en conversación con él, aunque reconozco que su actitud no dejaba de ser gentil. José Antonio me respondía con monosílabos solamente, sin abrirse a la intimidad. Le hablé sobre mi polola y, más que nada, sobre las amigas tan macanudas que lo acompañaban ese día en la plaza. Ni eso. Se mantuvo callado, imperturbable, pero cuando estábamos a punto de terminar nuestro turno, sacó un paquete de cigarrillos y, cortésmente, me ofreció uno. El, a su vez, se puso otro entre los labios y se quedó así como esperando. Entonces yo raspé un fósforo y se lo encendí. José Antonio lo aspiró con placer, retuvo el humo unos segundos y lo exhaló suavemente. Nada más.

        Todos sabemos que el servicio militar es duro, a veces más de lo que uno espera. Lo digo porque si a nosotros mi sargento Benavides nos sacaba la cresta a cada rato, al conscripto José Antonio Chávez le sacaba cresta y media permanentemente. Yo no me explico cómo aguantaba tanta humillación. Un día, por ejemplo, ejercitando un combate cuerpo a cuerpo, Benavides le hizo una zancadilla que lo hizo trastabillar y caerse. Cuando lo vio en el suelo, le puso la bota con brutal fuerza en pleno cuello. Llegamos a temer que mi sargento no pudiera contenerse y lo asfixiara delante de todos nosotros. Yo no me atrevía a hacer nada, le tenía un miedo pánico a las iras de Benavides. Tampoco llamar a mi capitán, que vigilaba los ejercicios de otras secciones. Y mi sargento, con los dientes rechinándoles de rabia, apretaba más y más la bota contra el cogote del pobre Chávez, pero éste, tan caballero como siempre, dando tres golpes con la palma de la mano en el suelo, le recordó al suboficial el código de honor. Mi sargento no le hizo caso y continuó presionando, ya sin control de sí mismo, hasta que oyó el grito de mi capitán: "Respete el código de honor, sargento." Sólo entonces el clase volvió en sí y soltó a su presa. José Antonio, más digno que nunca, se puso de pie, se pasó la mano por la ropa y ahí, después de una pequeña reverencia hacia el oficial, se quedó esperando, impasible.

        Un sábado en que estábamos listos para la revista de uniformes, antes de salir francos, mi sargento Benavides se apersonó sin aviso y se puso a revisarnos para él darnos la salida. Cuando llegó frente a Chávez, lo observó minuciosamente. "Muy lindo su uniforme, conscripto," le dijo, "pero usted no se ha fijado que tiene un botón suelto" y, al decírselo, le arrancó un botón de raíz. "Desgracias militares, mi pelado," le gritó. "Ya, mierda, a tierra, marrr.. Cincuenta tiburones... Uno, dos, tres..." Como de costumbre, Chávez obedeció, sabiendo, incluso, que sus amigas lo esperaban afuera en el auto. Cuando terminó, se cuadró y esperó unos segundos. "Permiso, mí sargento, para ir a pegarme un botón," le dijo. El sargento, con calculada calma, lo autorizó. "Vaya, conscripto, y de paso me va a limpiar las letrinas y me las va a dejar impecables." Era una orden que significaba dos o tres horas de trabajo meticuloso. "A su orden, mi sargento," le respondió Chávez. "Tiene quince minutos para hacerlo," le anunció Benavides, reloj en mano. "Voy a pasar inspección en quince minutos exactos, si no, usted ya sabe, castigado por todo el fin de semana ¿oyó, conscripto?" "Positivo, mi sargento," respondió el recluta. "Ya, mierda, carrera marrr. . .," gritó el energúmeno y Chávez partió de vuelta a la cuadra sin siquiera echar una mirada hacia la puerta de salida.

        La actitud de Chávez me confundía cada vez más: aunque amable, se mantenía distante de todos. Simplemente, parecía no identificarse con nosotros, pese a que no nos ignoraba totalmente, como sucedió en una ocasión cuando estábamos de guardia un fin de semana y a mi teniente Quiroz se le ocurrió que nos entretuviéramos en el corral de las mulas. Llovía a cántaros, casi no podíamos ver de embarrados que estábamos. Mi teniente nos había ordenado que montáramos las bestias a la carrera, encerrados todos en el corral. Las mulas nos botaban, nos pateaban y nos pisoteaban y el Negro Quiroz gozaba como niño en función de circo. A Chávez mi teniente le había encargado que se quedara cuidando a un compañero que se había torcido un pie en el corral, pero José Antonio, desentendiéndose, corrió hacía donde estábamos y solidariamente se incorporó al revoltijo. Gestos así más incitaban mi curiosidad frente al conscripto Chávez.

        Y una noche partimos en dura marcha, a pie, hacia el campo de maniobras. Había llegado el momento de poner en práctica todo lo que habíamos aprendido. Ibamos a la guerra, la culminación de nuestra experiencia militar. Después, calabaza, calabaza, cada uno para su casa. íbamos alegres y optimistas, dispuestos a tomar contacto con el enemigo y derrotarlo heroicamente. Esa noche acampamos en un bosque de viejos eucaliptos, cerca del mar. Mimetizados entre árboles y matorrales, carapintadas, odio en los ojos y espuma de fieras en la boca, esa madrugada nos pusimos a disparar sobre el enemigo agazapado en algún lugar. La humareda y el olor a combate enardecían el ánimo de todos. De súbito, mi sargento Benavides ordenó suspender la balacera. Había estado observando a Chávez y se había dado cuenta de que éste, sospechosamente, disparaba sólo al aire y no al enemigo, "¿Qué se ha imaginado el muy pelotudo, disparándole a los pájaros?," le espetó con la rabia saliéndosele por las orejas. "El enemigo está aquí, conscripto, frente a su fusil, a él tiene que dispararle," le gritó casi ahogándose. "Cuando termine el combate, conscripto, va a tener que hacerme quinientos tiburones y con patá en la raja ¿me oyó? No se olvide, el muy maricón, que el enemigo está frente a usted, dispárele a él, sin asco, conscripto." Y nos dio la señal para que se reanudara el combate, pero, cosa rara, nadie disparó un solo tiro más. Se produjo un silencio espeso, se había disipado el olor a pólvora y emergía de nuevo la fragancia de los eucaliptos y del océano y en un claro distinguimos nítidamente a mi sargento Benavides, adelante, y a José Antonio Chávez, con su fusil en alto, unos pasos más atrás. Benavides volteó la cabeza bruscamente y vio al conscripto avanzando hacia él, con los ojos muy abiertos, algo pálido, quizás. Entonces Benavides le dijo algo que no alcanzamos a escuchar, mientras José Antonio Chávez ya muy próximo a él, apuntaba su arma justo sobre la frente de mi sargento.