Escritoras Jóvenes (narradoras)

PAOLA AMARO nació en 1975 en Santiago de Chile. Estudió Licenciatura en Educación con mención en Castellano en la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación. Ha participado en el Taller de Cuentos de la Sociedad de Escritores de Chile, en 1996. En 1997 fue seleccionada para participar en los Talleres Literarios José Donoso, de la Biblioteca Nacional, con Carlos Franz. Ha escrito el guión y dirigido el cortometraje Movimiento Perpetuo.

Por aquellos días tenía interés en comprar un disco de Edith Piaf y siguiendo los consejos de José me dirigí al persa, donde según él, lo encontraría a muy bajo precio.

Sus ojos verdes resaltaban entre las homocinéticas y motores, ella consultaba el valor de unas botellas; yo en un lugar cercano la comencé a mirar. Apenas llenaba un vestido lila muy corto. De sus escuálidos hombros, que parecían desencajarse de su sitio, colgaba un pequeño bolso negro. Tenía una melena que no alcanzaba a cubrir su largo y fino cuello. Comenzó a caminar con paso firme, yo me dispuse a seguirla, pero intentando mantener la distancia. Por fin se detuvo; mi alegría fue inmensa: "¡se detuvo frente a los discos!". No cabía la menor duda, era la mujer que yo necesitaba.

La comencé a mirar despacio, para que no se diera cuenta de que era yo quien la miraba, pero todo intento de discreción fue inútil, pronto sus ojos verdes se enfrentaron con los míos. Rápidamente me sumergí entre los discos. Sentí sus pasos, su olor, su lila, su verde...

—¿Nos conocemos? —interrogó.

—No creo.

Volví a lo mío, pero el nerviosismo era evidente. La Piaf comenzó a cantarme en la cabeza. El verde me enloquecía. Ella dio media vuelta y se perdió entre la gente.

La soledad y el ocio me hizo pensar toda la semana en ella, su rostro, sus piernas, pero por sobre todo sus ojos verdes. Ya lo había decidido iría en su búsqueda, claro que este encuentro (por llamarlo de alguna manera) no lo comenté con nadie, y menos aún la decisión que había tomado, ya tenía suficiente con las charlas de mamá y las de José, sin mencionar las de mi sicólogo, iría en su búsqueda. Todos mis supuestos los basé en la lógica. José siempre decía que el que va una vez al persa no deja de ir, decía que era un lugar mágico, que los cachureos comienzan a atraparte y cuando tienes uno, tienes la imperiosa necesidad de seguir teniéndolos. Si lo que José decía era cierto, ella tendría que volver.

Fue así como aquel sábado, que denominé "uno", llegué temprano y lo primero que hice fue ir al lugar de las homocinéticas, esta decisión no fue al azar, ya que se dice que el criminal siempre vuelve al lugar del crimen; y ella, ¿no era eso? Su verde me había quitado el sueño y me había hecho tomar el papel de detective. No la encontré. Siguiendo mí estrategia decidí, luego ir al lugar de los discos, pero tampoco estaba. Comencé a pensar que ella lo hacía a propósito. Aproveché de comprar el disco de la Piaf, que la vez pasada lo había olvidado por completo y seguí mi búsqueda. Caminé largo rato hasta que me di cuenta de que todos se estaban marchando. Prendí un cigarrillo y me dirigí al auto. Un reloj de bolsillo me detuvo, lo compré y mientras iba rumbo a casa recordé las palabras de José.

La semana que siguió me dediqué a mejorar mi estrategia de búsqueda y para ello olvidé la sesión con el sicólogo y el almuerzo semanal en la casa de mi madre. El sábado siguiente o "dos". continué la búsqueda, pero no hubo novedad, sólo un hombre que se acercó:

—Le tengo una cámara automática, tipo Cannon. Está barata, cinco lucas.

En realidad, era una oferta, busqué el dinero y la compré.

El día "tres", José me encargó que le comprara unos clavos viejos, de esos que se usaban antiguamente para unir vigas. José ya no iba al persa, pero aprovechaba a cualquier encantado para hacerle un encargo. Recorrí el lugar, ahora tenía dos misiones: encontrar esos extraños clavos y buscar el verde que me estaba enloqueciendo.

La búsqueda fue larga, pero por fin encontré algo parecido a los clavos encargados por José. Eran curiosos, así que llevé un par para mí. Eran las tres de la tarde y ya el hambre comenzaba a manifestarse, pensé en ir por los alrededores a comer algo, pero en realidad nunca he tenido buen estómago; en estas meditaciones me encontraba cuando vi frente a mí la colección de láminas del álbum "La guerra de las galaxias", recordé mi infancia y las peleas eternas con mamá que decía que aquel no era un álbum para mí y en un arrebato de rebeldía compré todas las láminas y comencé a buscar el álbum prohibido, olvidando por completo mi misión.

Así transcurrieron varios fines de semana, entre ir y venir, entre, los cachureos y mi aparente obsesión. El día "trece", había pensado no pisar el persa, por miedo al número funesto, pero luego de mucho titubear tomé el auto 3, emprendí la marcha.

Algo me decía que ese día sería el último. Fue lo mismo de siempre hasta que mis ojos se separaron de mi cuerpo al ver la cabeza de una muñeca, no era cualquier cabeza de muñeca; era de porcelana, recorrí con la vista el puesto buscando el cuerpo de la decapitada:

—¿Tiene la pura cabeza?

—Sí, pero si se la lleva le hago un precio.

—¿Cuanto?

—Mmm... se la dejo en cuatro lucas.

No, está cara, es sólo una cabeza.

—Tres quinientos.

—Dos quinientos.

—Tres.

—Hasta luego.

—Espere, deme las dos lucas quinientos.

          —Gracias.

Tomé rápidamente la cabeza y me retiré. Prendí un cigarrillo y miré los ojos de mi nueva adquisición. No lo podía creer, eran verdes, inmediatamente comencé a mirar a mi alrededor, miré hacia adelante y ahí estaba ella. Corrí hasta alcanzarla, pero los cachureos eran obstáculos en mi búsqueda.

Mientras corría iba comprando lentes, manillas de cobre, llaves viejas, para así sacarlos de mi camino. Pero todo fue inútil, la perdí.

Después de cuatro meses, por fin me encuentro en casa y ordenando todos los cachureos que compré. Mientras limpio la cámara, suena el disco de la Piaf me encuentro odiando cada uno de estos objetos, pero por alguna extraña razón no los puedo botar. El disco ya está rayado, creo que compraré el "CD". El desorden el horrible: botellas, relojes, láminas que nunca pegué en el álbum, una homocinética y una cabeza de muñeca que me recuerda cada día mi desviación, como dice mi sicólogo, o mi enfermedad como dice mi madre. El único que tenía la razón era José: "los cachureos embrujan".

Ahora creo que lo mejor es escuchar a mi madre y a los suyos, vestirme y ponerme hermosa, porque como dice mi tía "una mujer debe siempre lucir bella". No quiero volver al persa, creo que lo mejor será encargarle a alguien que me compre los cachureos necesarios para vivir, a una nueva víctima. Debo olvidarla por completo... Soy una mujer joven, demasiado joven.

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