Universidad de Chile

 

Narrativa
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DARÍO OSES nació en Santiago (Chile) en 1949. Es periodista y actualmente trabaja en la Universidad de Chile. Es autor de una numerosa producción cuentística repartida en revistas y antologías. Ha publicado Rockeros celestes (1992), Machos tristes (1992), El viaducto (1994), La bella y las bestias (1998) y 2010: Chile en llamas (1998), entre otros volúmenes.

    El pirata voló la cerradura y abrió la puerta. Recibieron en los rostros el hálito helado y seco de la noche interior. El alférez sacó su linterna. El haz de luz brilló en las estalactitas de hielo. Se internaron en la inmensa cámara frigorífica a la que no se le veía fondo, por lo senderos abiertos entre las cajas de fruta apiladas, y grandes cortes de carne de res, y los cuerpos de corderos limpios de intestinos, que colgaban de las vigas.
    Debía haberse descompuesto el sistema que regulaba la temperatura, porque el frío era excesivo y hacía cundir el hielo por todas partes. El interior tenía algo de remota caverna donde se conservaban los restos de una fauna exterminada por alguna era glacial.
    Los cuatro avanzaron, manteniéndose juntos para darse calor. El frío les dolía al respirar y sentían que el vapor que botaban por la boca iba cayendo a sus pies hecho nieve.
    Llegaron hasta un amplio espacio semicircular, abierto entre los cuerpos desollados de los corderos que, como estaban colgados por la boca, parecían mirar al cielo con sus ojos de escarcha y levantar las manos hacia lo alto.
    Allí estaba el ataúd. El pirata, ansioso por terminar pronto ese trabajo, quitó de un manotón la bandera endurecida que cubría el féretro, rompió los sellos con su cuchillo y abrió la tapa.
    A la luz de la linterna apareció la figura terrible del General. Era como un ser procedente de eras remotas, conservado en su propio halo de nieve y traído a este lado del mundo, envuelto en su congelada eternidad.
    Los cuatro retrocedieron con la sensación de que habían cometido un sacrilegio irreparable al turbar el sueño glacial que mantenía aletargado un enorme poder oscuro. Porque ahí, en esa caja sólida, en ese prisma blindado, dormía toda una historia de sangre que transcurría oculta, como las venas de agua subterránea, sin alterar la quietud del Valle Central. Frente a ellos estaba la crónica de los pueblos indígenas, y de las mujeres, inquilinos y peones, disciplinados por el látigo, el cepo y la prisión.
    El General dormía como esos reyes míticos que se entregaron a una muerte provisoria dentro de un volcán o en parajes inaccesibles, defendidos por la niebla, manteniendo así la promesa o la amenaza de su regreso al mundo de los vivos. Sí, el General perduraba y sus poderes latentes podían reactualizarse en cualquier momento y renacer con toda su furia intacta. Era un monstruo de mil caras, capaz de despertar una y otra vez, con distintas máscaras.
    El alférez quiso cuadrarse. El pirata, Vicky y Raquel recordaron que habían venido a llevarse al General para destruirlo y pensaron sacarlo del féretro e ir a arrojarlo al fuego que debía estar consumiendo la parte delantera de la casa. Pero todos permanecieron quietos y aterrados. Una pesadez inmensa les impedía moverse y el letargo del frío empezó a apoderarse de sus voluntades y sus músculos. El hielo los seducía con su promesa de sueño eterno, los invitaba a unirse a la gélida rigidez del General, que era como el núcleo frío, capaz de formar haciendas y regimientos que lo envolvieran para protegerlo, y de imponer un orden helado, una simétrica estabilidad de cementerio.
    De pronto la linterna se apagó. La oyeron estrellarse contra el piso. Llamaron al alférez pero éste no respondió. Era posible que se hubiese desvanecido a causa del frío. Intentaron mirarse unos con otros pero la oscuridad era total y los sumía en un aislamiento cada vez más cerrado.
    Raquel llamó al pirata. Sintió que su voz se congelaba al salir de la boca y apenas lograba propagarse en le aire frío. Le respondió otra voz irreconocible, ahogada y lejana.
    Vicky y Raquel trataron de tocarse, pero sus manos tanteaban sólo las tinieblas, y cada paso que daban para encontrarse las alejaba un poco más y las perdía en los pasadizos abiertos entre las cajas apiladas y las reses muertas.
    Fue entonces cuando cada cual, desde su aislamiento, sintió crecer esa otra presencia, la del General. Era como si el aire se hubiese hecho más denso y los aplastara succionándoles el escaso calor y las últimas energías que les quedaban.
    Allá lejos se oyó un golpe metálico. " Puede ser la puerta - pensó Raquel -.Tal vez Alvear la cerró. A lo mejor sólo se hacía el imbécil, y lo planeó todo para encerrarnos aquí".
    - ¡ Vicky ! - llamó con la última voz que le quedaba -. ¡ Victoria ! - pero no tuvo respuesta.
    Caminó tratando de acercarse al punto en que había escuchado el ruido de la puerta, pero se perdió en los pasillos abiertos entre las mercaderías y la carne. Entonces tuvo la certeza de que era inútil intentar abrirse paso hacia fuera, sencillamente porque ya no había ningún afuera, porque esa gruta negra se lo tragaba todo y la noche helada, la noche del General, volvía a extenderse por todas partes.

    De 2010: CHILE EN LLAMAS, Editorial Planeta, Santiago, 1998

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