Universidad de Chile

 

Narrativa
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JUVENAL ACOSTA nació en la Ciudad de México en 1961 y radica en San Francisco desde 1986. Es autor de varias antologías de poesía mexicana y de cinco libros de poesía. Es profesor de literatura latinoamericana en el New College of California y está concluyendo sus estudios de doctorado en la Universidad California en Davis. El cazador de tatuajes es su primera nivela y es también la primera en una serie de tres novelas titulada Vidas menores.

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EN EL TROCADERO

    Sweet dreams are made of this. Después de ver una película irrelevante me subí a mi auto y emprendí el regreso a mi departamento. A medio camino decidí que era muy temprano para volver a casa -¿qué haría yo solo en esa jaula de mi instinto?- y enfilé rumbo al estudio de mi amigo el pintor mexicano Gustavo Rivera. Gustavo tiene uno de los mejores estudios de San Francisco en la calle Folsom del distrito Soma. Soma es a Frisco lo que el Soho es a Nueva York. Galerías, bares, cafés, clubs, gente vestida de negro a todas horas del día. Siempre es un problema estacionarse en esta pinche ciudad; por eso tuve que dejar mi coche como a tres cuadras del estudio. Era miércoles y el desmadre del fin de semana ya comenzaba a anunciarse. Bares llenos, negros desempleados ofreciendo lugares para estacionarse en la calle con la esperanza de ganarse un dólar sin hacer nada más que no rayarte el coche, mujeres y más mujeres en grupos de dos o tres (la escasez de hombres es notoria en esta ciudad de acuerdo con mis amigas solteras la mayoría de los hombres son gay o son unos machines insoportables). Algo en la noche anunciaba ese vibrar que las noches de las urbes más refinadas siempre tienen al acercarse el fin de semana. Llegué a su estudio y Gustavo se estaba bebiendo a solas una de esas botellas de vino californiano que los simples mortales no podemos pagar. Estaba todavía en ropas de trabajo y sentado frente a uno de esos cuadros enormes que sólo él sabe pintar. Un CD de Nusrah Fateh Ali Khan a un volumen alto para contrarrestar el sonido de la rockola de El Bobo, el bar de dos pisos abajo. Como las construcciones de California son de madera, son demasiado susceptibles a dejar pasar cualquier sonido, aun los más discretos. "¿Qué pasó profesor... quieres un vinito?" Tomamos lo que restaba de vino en la botella y Gustavo trajo otra. "Ésta -me dijo- me la trajo una amiguita; es un Merlot de Sonoma. Vamos a ver qué tal está." Estaba bueno. No: estaba delicioso. Hablamos de pintura, de amigos comunes, de mujeres, de canciones mexicanas. Se hizo tarde y decidí partir. Salí del estudio y la vista de la luna llena me detuvo. La luna, me dije, eso explica esta sensación indefinible, este llamado de la urbe. Comencé a caminar de vuelta al coche y al doblar en una esquina un grupo de seis o siete chicos y chicas me salió al paso.
    Venían todos vestidos de negro. Algunos traían capas, la mayoría ropa de terciopelo, collares de cuero negro con incrustaciones plateadas, aretes en la nariz, en las cejas, en los labios. Los rostros maquillados de blanco, el cabello -probablemente rubio- teñido azabache, las uñas y la boca pintadas de negro. Las mujeres traían ropa ajustada, algunas vestían corsés, listones negros, encajes, ligueros, zapatos de tacón aguja, botas altas, y el contraste de todo este negro con la carne pálida era demasiada tentación. Los seguí con la mirada mientras encendía un cigarrillo. Los vi detenerse frente a la puerta de un club. Trocadero, decía la discreta marquesina. Me acerqué. Hice a un lado la cortina de terciopelo rojo que bloqueaba la vista de la calle y tres chicos jóvenes vestidos de la misma manera que los otros me miraron. "¿Qué hay aquí esta noche?" "Música industrial, onda gótica, lo que sea", me dijeron. Pagué los quince dólares del cover que aquellos que no íbamos vestidos apropiadamente teníamos que pagar. Yo iba de negro como siempre; bien vestido pero definitivamente no como vampiro. La canción que sonaba a todo volumen era perfectamente apropiada para la escena que mis ojos descubrieron.
    En el sótano al que me condujeron las escaleras que bajé había unos cincuenta vampiros. Recordé las novelas de Anne Rice, El Vampiro Lestat, Entrevista con el Vampiro, Sometimes I feel the yearning. Mientras avanzaba cautelosamente algunos de ellos me miraron de arriba abajo, pero la mayoría me ignoró. Después de todo, algo tiene de vampiro un gato. Me acerqué al bar y pedí un martini. El bartender me miró como si hubiese pedido el teléfono para llamar a Madonna. Únicamente vino y cerveza, me informó con impaciencia. Cerveza. Anchor Steam. Pagué los cuatro dólares con un billete de cinco y el bartender asumió correctamente que el cambio era para él aunque yo aún no lo había hecho manifiesto. Volteé cerveza en mano y recorrí con los ojos, no, lamí con los ojos el paisaje humano. A mi lado una jovencita de unos veinte años con los pechos al aire y unos conitos negros que le cubrían los pezones volteó y me dijo salud, en español. Alcé mi copa como un caballero, dije salud en italiano y me di la vuelta para comenzar a explorar el lugar. Descubrí un pasillo en donde habían más vampiros sentados conversando animadamente. La música era interesante y a pesar de que inundabe el espacio con su ritmo obsesivo no ensordecía como en la mayoría de los clubes. Vaya, me dije, esta gente disfruta la conversación.
    El pasillo me condujo hasta el piso central del club donde una especie de performance estaba llegando a su fin. Una gran reja de metal sostenía el cuerpo de un varón semidesnudo que estaba siendo azotado simbólicamente por una dominatrix de cuerpo impresionante. En el aire se respiraba un olor a sexo y humedad que comenzó a perturbarme. Otras tres o cuatro chicas bailaban una especie de danza ritual al ritmo de una canción que mezclaba cantos gregorianos con sintetizadores. Di un sorbo largo a mi cerveza y encendí otro cigarrillo. Los vampiros quasi sadomasoquistas terminaron su acto y agradecieron complacidos los aplausos generosos del respetable. Acto seguido el DJ se arrancó con una rola que seguramente era muy popular entre la comunidad vampira puesto que la pista se llenó en tres segundos. El estilo de baile era sensual y armonioso. Casi nadie bailaba en pareja. Hombres y mujeres bailaban por su cuenta y los que no bailábamos observábamos con interés los cuerpos sobre la pista. Hielo seco, luces violáceas, un ligero aroma a incienso. Parecía una iglesia imposible. Las mujeres eran verdaderamente bellas. Algunas jugaban a ser una especie de sacerdotisa gótica, otras habían elegido atuendos de bondage hechos de vinil y cuero negros, otras más simplemente parecían hijas de la noche cuya luna llena hacía posible que la tensión que se respiraba en el club penetrara por cada poro de la piel. Bebí el resto de mi cerveza y volví al bar por otra.
    La piel es sensible a la mirada.
    La vi recargada sobre la barra, sola. Su espalda tenía un tatuaje en la ala izquierda. Era un gato de Miró si es que acaso el catalán pintó alguna vez un gato. El bartender me ignoraba pero de pronto la cerveza dejó de tener la menor importancia. El gato me miró. Mis ojos se clavaron en los de él y el gato sintió un escalofrío. Lo miré con más intensidad. Pinche gato, pensé, conmigo te chingas. El gato me devolvió una mirada difícil de sostener. Eran unos ojos amarillos, penetrantes. Su silueta estaba bien definida pero no sus intensiones. Me gustó ese duelo porque sucedía en un territorio suave y yo adivinaba en los poros de la piel del gato, en los poros de la piel de esa ala suave, un movimiento de células y sangre que me llamaba, que reaccionaba a mi mirada descarada sobre esa epidermis que quise tocar. El gato tal vez adivinó mis intenciones y cerró los ojos lentamente. Movió su piel con un estremecimiento singular como para evitar que algo desconocido lo tocara o como si hubiera sentido un miedo repentino que no iba a reconocer como tal y decidió dar un giro de ciento ochenta grados. La dueña del gato me miró y me dijo:
   -Do you like my pussy? -voz y ojos eran la misma cosa.
    -Todavía no lo sé -le respondí.
    -Sentí su mirada... ¿Te gustó mi gato? -insistió.
    -No siempre soy responsable de lo que les gusta a mis ojos -sonreí lacónicamente.
    -Los gatos ignoran todo sentido de responsabilidad, además -continuó con esa voz tirana-, los ojos de los gatos son de todos los signos el más equívoco e indescifrable -sonrió malignamente antes de darle un sorbo a su copa de vino tinto.
    Me reí y le dije que no había signo indescifrable, que lo único indescifrable era la estupidez de los lectores de signos.
    -¿Cuántos años tienes? -preguntó.
    -Treinta y cinco.
    Saqué del bolsillo de mi saco la cajetilla de cigarros y le ofrecí uno antes de tomar el mío. Tomó uno con sus largas uñas negras y poniéndolo entre el anular y el medio de la mano izquierda esperó a que yo sacara el mío y encendiera el suyo. Sweet dreams are made of this. Some of them want to use you. Some of them want to get used by you.
   -¿No quieres saber mi edad?
    -¿Importa? -respondí.
    -Todo importa.
    -Okey... ¿Cuántos años tienes gatita?
    -No tengo edad.
    Pero para entrar aquí tienes que mostrar una identificación que demuestre que tienes más de veintiún años, ¿no?
    -Esa edad es una pinche convención -me miró desdeñosa.
    ¿Sabes por qué me gustó tu gato?
    -¿Por qué?
    -Porque sintió mi mirada.
    Sonrió, esta vez casi con perversidad, pero complacida.
    -Por eso estoy hablando contigo, cabrón.
    -I know -respiré hondamente.
   Everybody is looking for something.
   Continuamos de pie junto a la barra. Su escote evidenciaba un miracle bra que agradecí. Por espacio de una hora, y dos tragos más cada uno, hablamos de panteras, de William Blake, de canibalismo, de rituales satánicos, de vudú, de corridas de toro, de laberintos y de Picasso.De pronto escuchó algo que capturó su atención y me dijo "esa canción me encanta". Iba a bailar y me invitó no a bailar con ella sino a verla.
    -¿Verte?
    -Sí. Sígueme.
    Sobre la pista se mezcló entre los vampiros. No. No podía mezclarse. Era diferente. Tenía un porte y una actitud elegantes que no permitían confundirla con el resto de los que ocupaban la pista. Me percaté de eso de inmediato y por alguna razón que en esa momento no entendí me sentí alarmado.
    El baile gótico es un ritual que no precisa de comparsas. Pero ella era la solista de esa compañía de vampiros. Aquellos que como yo se dieron cuenta de sus movimientos la miraban discretamente aunque una de las reglas del lugar parecía ser la de ignorar a los otros; por eso las miradas eran oblicuas. Yo, que no pertenecía a la tribu negra me dediqué a observar con detenimiento, sin ningún tipo de pudor, cada músculo, cada sombra de su cuerpo, cada expresión de su cara, cada rayo de luz violeta cayéndole sobre la piel.
    Bailó por espacio de diez minutos y cuando terminó la canción me miró fijamente por un par de segundos y se dio la media vuelta alejándose rumbo al pasillo. Me acerqué al DJ que estaba a mis espaldas y le pregunté el nombre de la banda que había tocado esa pieza obsesiva. Crash Worship.
    Salí a buscar otra cerveza y alcancé a verla mientras pedía su chamarra de piel en el guardarropas y comenzaba a subir las escaleras. No la seguí. Pero apenas encendí otro cigarrillo tuve ganas de salirme a aullar de dolor a la luz de la luna. En toda la noche no había sentido el derecho de pedirle nada, ni siquiera su nombre.

De El cazador de tatuajes

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