Universidad de Chile

 

Narrativa
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JORGE GUZMÁN, nacido en Santiago de Chile en 1930, es doctor en Filosofía románica y catedrático en la Universidad de Chile. Colabora con frecuencia como narrador y ensayista en revistas y publicaciones latinoamericanas. Ha publicado varios libros de ensayo entre los que destacan Una constante didáctico moral del Libro del Buen Amor (1963) y Contra el secreto profesional; lectura mestiza de César Vallejo (1991). Entre sus novelas sobresalen Job-Boj (1968) y Ay Mama Inés (1993).

EN FAMILIA (fragmento)

Año Nuevo, 1973

A las cinco de la tarde, a pesar de que en la calle todavía achicharraba el sol, la Loreto se aprestaba a salir de compras, acompañada de su obediente pololo. La Concepción emergió desalada de la cocina, donde en compañía de su hermana Agustina bebía vino tinto con frutillas y hielo, y preparaba sánguches fríos para la celebración de la noche. Llamó aparte a su hija y le rogó que adquiriera para ella un par de calzones amarillos, porque cada vez que había dejado pasar un Año Nuevo sin estrenar una de esas prendas, lo había lamentado durante los doce meses siguientes. La Agustina, con menos inhibiciones, le dijo en alta voz que también ella necesitaba un par, pero le encareció que no fueran a ser de nylon, porque no quería pasar todo el año con alergia entre las piernas. La Loreto le respondió con seriedad que no podía comprometerse a tanto, porque con el mayor poder comprador del pueblo, era difícil conseguir cualquier cosa.
—Ah, no, mijita— terció la Concepción, también con voz plena— a mí, consígueme mis calzones amarillos, aunque sean de lana y aunque tengas que pagar un poco más en el mercado negro de lo que valen en las tiendas. La única condición es que no estén usados.
La Loreto recibió el dinero de los encargos y se marchó a la calle riendo, acompañada del pololo, que no sabía qué cara poner ante la libertad lingüística de las familiares de su niña.

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A la misma hora, en casa de doña Celina, su hermana Ana estaba untando con mantequilla tres moldes para hornear en ellos tres queques.
—¿Y alcanzarán las lentejas también para la Zita, si quiere comer? —preguntó doña Celina, frunciendo sus arrugadísimos ojos miopes, casi sin cejas.
Doña Ana respondió que habría de sobra para todo el que quisiera. Las dos estaban convencidas de que algo tenía que ver la ingestión de lentejas cada noche de Año Nuevo con el hecho manifiesto y sorprendente de que siempre hubieran podido ellas tener un techo sobre sus cabezas, una cama decente y alimento.
—Nunca habíamos estado nosotras tan bien como este año, en toda la vida —dijo doña Celina.
—Gracias a Dios y a Alfonsito, que nos manda esa enormidad de plata.
—Dios lo bendiga —dijo doña Celina. —Una no merece que la gente sea tan buena con una.
—También es bueno Humberto, pero tiene mujer y dos niños.
—Y no le pagan en dólares.

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A las seis de la tarde, llegó a casa de las señoras la Alicia, acompañada de su hija María Inés, con quien había andado de compras. Comentó que por el desabastecimiento, no había podido encontrar nada de lo que necesitaba.
—Por suerte, ya está refrescando la tarde, agregó.
Ella y su hija se pudieron a embotellar el cola de mono, que habían estado preparando desde el día anterior con alcohol de laboratorio. Tenían listas para eso siete botellas que habían dejado lavadas boca abajo para que escurrieran completamente el agua.
—¿Cuántas me vas a dar para mi fiesta? —preguntó la muchacha.
—Dos, a lo mucho —respondió la Ali con cara de enojo.
Quería llevar las otras cinco a la fiesta de su hermana Concepción y estaba pensando cómo conseguir que las dos señoras, doña Ana y doña Celina, no fueran con ella, porque le daba vergüenza andar con viejas, y peor en fiestas. Se puso casi feliz cuando doña Celina, alegre y orgullosa de tener su propia invitada de Año Nuevo, le anunció que no podrían acompañarla a la casa de la Concepción, porque esa misma tarde había tenido el gusto enorme de recibir una llamada de su amiga Zita.
—¿Tú conociste a la Zita, Alicia?
—No, tía Celina. Pero la he oído a usted hablar de ella.
La vieja sonrisa de la tía se hizo aún más alegre, por el gusto de describir a su amiga. Dijo que era una teósofa rica que vivía desde hace mucho en Buenos Aires; que había venido a Santiago a cosas de dinero y hoy, víspera de Año Nuevo, triste porque no tenía cerca de nadie querido, se había acordado de ella. Iban a cenar juntas las tres.

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A las diez de la noche, después de que Jorgito y Eduardito terminaron de comer, su padre, de visita, recibió permiso de su mujer para darles trescientos escudos más a cada uno, porque los niños querían comprar juegos artificiales de nuevo. Ella les encareció el peligro de graves quemaduras que importaban esos juguetes. Y los niños, apoyados por su padre, le dijeron que atenderían a todas las prevenciones de seguridad que les habían hecho, porque ellos eran niños obedientes y buenos, y que ya habían probado su capacidad para salir indemnes de esa diversión encendiendo diestramente los anteriores trescientos escudos en forma de voladores, cohetes, petardos y hasta bombas.
Poco después de salir, regresaron con dos grandes globos de papel en vez de los fuegos de artificio e invitaron a su padre y a su madre a presenciar la elevación. Quisieron hacerlo todo solos y, por una torpeza de Eduardito (que su padre vio, pero no quiso corregir) el globo ardió antes de elevarse. El segundo, en cambio, y una vez lleno de aire caliente, se desprendió de las manos de Jorgito lentamente, como una burbuja de luz sobre el cielo oscuro. Y los cuatro lo miraron ascender. Aparentemente, los niños consideraron prodigioso el éxito del globo, porque se manifestaron delirantes de alegría. Después de lo cual, todos volvieron a entrar en la casa, y Humberto descubrió entonces que su mujer tenía lágrimas en los ojos, lo cual le produjo un intenso disgusto.

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A las once de la noche, llegó la amiga Zita a casa de doña Celina. Se saludaron con emoción. La visitante regaló una cajita hindú a cada hermana, en cuyo interior encontraron media docena de esferitas de un incienso especial, que no sólo traía buena suerte a los bueno que perfumaban con él sus habitaciones, sino el más preciado tesoro de la paz espiritual. La amiga Zita no tenía nada contra las bebidas alcohólicas y se dejó servir, alegremente, un vaso no pequeño de cola de mono frío mientras le repetía a su amiga Celina cuán feliz estaba de verla y cuán a menudo recordaba en Buenos Aires los buenos viejos tiempos en que las dos solían comer juntas luego de las reuniones en la sociedad teosófica.

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A esa misma hora, Cecilia terminó de vestirse y Humberto le regaló nuevos quinientos escudos a cada uno de sus hijos, Cecilia le preguntó educadamente si no lo atrasaba pasarla a dejar a la casa de sus padres, y Humberto le aseguró que no, que le daba gusto hacerlo. Ya en la puerta, ella le preguntó, mirándolo a los ojos, si no quería, a pesar de todo, acompañarla a cenar esa noche. Cobardemente, él no le contestó que aún si hubiera de pasar el Año Nuevo solo, no la acompañaría le mintió que se había comprometido a esperar 1973 en compañía de su tía Celina y su vieja madre. Ella le pidió un beso afectuoso de despedida, y le deseó felicidades para el año que comenzaría en unos minutos más.

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