Universidad de Chile

 

Narrativa
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MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS (México)

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DEPARTAMENTO

    Todos los días a la misma hora, el saco gris colgándole de los hombros como de un antiguo perchero, la vista exhausta tras las gafas de aro redondo que aún guardaban fulgores de una jornada ante la computadora, pasaba frente a él. Después de la insípida comida en el restaurante de costumbre, ubicado a pocas cuadras del bufete de arquitectos que lo había contratado siete más monótonos que cabalísticos años atrás, comenzaba a añorar su epifanía vespertina; sentado en la radiante soledad de su cubículo, dando pequeñas caladas al único cigarro mentolado que se permitía fumar al día para tener –insólita herencia paterna– "una buena digestión", vigilado por la reproducción de un cuadro de Hopper que unas manos borrosas le habían obsequiado y en la que él parecía desdoblarse, pensaba en el departamento vacío que tarde a tarde le devolvía una mirada plena de ventanas herméticamente cerradas que acogían –no sin cierta tristeza de urnas– las cenizas del sol. Pensaba en la manta que pendía de una de ellas, ese párpado inservible obstinado en pregonar al polvo y al viento la extraña forma de desolación –"Se renta"– que viene siempre acompañada de uno o varios teléfonos a los que nadie ha llamado; recordaba el sigilo del crepúsculo al irrumpir en esos interiores desiertos para acentuar la pared de un posible dormitorio, la puerta entreabierta de un hipotético clóset, antes de que el cielo empezara a amoratarse como un rostro al borde de la asfixia.
    A veces, envuelto en el torpor que reverberaba en la alfombra del cubículo, dormitaba unos minutos, lo suficiente para soñar con el departamento y soñarse dentro de él, acariciando las pálidas huellas de muebles y retratos que plagaban sus muros, recorriendo sus estancias deshabitadas con la vaga sensación de una presencia que acabara de dejarlas o estuviera a punto de entrar; justo cuando llegaba a una de las habitaciones con vista exterior, donde algo en la atmósfera estancada parecía advertir que la presencia se materializaría de un momento a otro, alguien llamaba a la puerta del departamento y él despertaba con un hilo de saliva relumbrándole en la comisura de la boca ante el apenas contenido asco de una secretaria. A veces, de pie en el camellón sembrado de viejas palmeras frente al que el departamento dominaba la ciudad desde el segundo piso de un rescoldo de los años cincuenta, creía distinguir –lenta, ambigua tras la manta– una figura moviéndose por los cuartos como si buscara algo. Y entonces la noche estrenaba su teatro de sombras.
    Nunca se había atrevido a llamar al número anunciado bajo los oscuros caracteres de "Se renta". Sólo en una ocasión, varios meses atrás, había llegado a marcar los tres primeros dígitos, pero la súbita imagen de unos dedos ansiosos levantando el auricular al otro lado de la línea lo había hecho soltar el teléfono con una emoción cercana a la repugnancia. No: imposible romper el hechizo. Estaba extrañamente seguro de que el departamento fungía como exacta metáfora de su vida: un espacio vacío, crepuscular, por el que una silueta deambulaba en pos de algo –¿un juguete infantil, el primer preservativo, cierto descalabro amoroso?– que había olvidado hacía mucho tiempo. Su geométrica rutina en el despacho de arquitectos no era la misma desde el ocaso en que aquel abandono de ventanas había reclamado su mirada con la fuerza de una revelación; de golpe comprendió que los planos que revisaba eran apuntes de viviendas invisibles, una fantasmagoría de baños y estancias donde la gente quería ver cifrado su futuro, una ausencia poblada sólo de premoniciones. ¿Y si el hijo aún nonato chocaba de cabeza contra la línea punteada que separaba la sala del comedor y la manchaba de sangre? ¿Y si la abuela trastabillaba y rodaba sin parar por esas escaleras de tinta? Sin que nadie se diera cuenta, él fotocopiaba los planos para extenderlos en la estrechez de su apartamento y dibujarse en ellos, un hombrecito hecho de trazos inseguros que aparecía ora en un dormitorio, ora en la cocina, ora junto al arco que presagiaba una puerta abatible. Pronto concluyó que el mundo era cada vez más semejante a una inmensa heliográfica cuyos vacíos albergaban a una raza de figurillas que no hallaban la salida.
    Decidió conocer el departamento por dentro una tarde de junio en que, luego del martini habitual en el bar cercano a la oficina, hundido en la decrépita sombra de una palmera, vio a tres siluetas agitándose tras la manta. El pánico que lo invadió como una oleada de insectos empezó a disminuir sólo cuando la puerta principal del edificio se abrió al cabo de veinte minutos; al igual que la joven pareja que lo precedía, el conserje llevaba estampada en el rostro una amplia sonrisa de satisfacción. Los tres se quedaron conversando en el umbral durante una eternidad; el viento, fresca herencia de la lluvia que había pulido las calles que ahora el sol ungía con sus últimos óleos, les arrancaba de la boca trozos de diálogo –el monto de la renta, ventajas de tratar directamente con el dueño, el nombre de una inmobiliaria– para depositarlos frente a la mirada atónita que los espiaba desde el camellón. No podía creerlo: ¿de nada habían servido tantos años de respeto y fidelidad a ese espacio? ¿Bastaba un contrato para que esas ventanas se cuajaran de facciones? ¿Por qué llenar de pasos y ecos la silenciosa fantasía que era propiedad de otro? Esperó a que la pareja se despidiera y la puerta volviera a cerrarse para abandonar el tibio cobijo de la palmera y, con el corazón latiéndole a una velocidad inusitada, tocar el timbre del conserje que no pudo evitar un gesto de asombro al escuchar esa trémula voz repitiendo las palabras iniciales de los jóvenes –notables piernas las de ella– con los que había hablado apenas unos minutos antes. El ascenso por las escaleras a través de una vaga humedad que le daba al edificio un aire de película enlatada, la luz desprendida de un foco que no cesaba de parpadear en una altura imprecisa, aumentaron la inquietud que alcanzó proporciones ciclópeas mientras el conserje hacía tintinear su llavero frente a la puerta del departamento, de un blanco enfermizo manchado por una "C" de latón. Un par de billetes interrumpió la perorata del anciano y lo disuadió de dejar a solas durante media hora al hombre del traje gris, que cumplía al pie de la letra –así lo confesaría después– con aquello del manojo de nervios.
    Entrar al departamento fue como irrumpir en su propio sueño. Allí estaban las pálidas huellas de muebles y retratos en los muros; las acarició delicadamente, demorándose en fisuras y clavos olvidados, creyendo recordar fotos familiares enmarcadas y la vieja disposición de los sofás. Recorrió las habitaciones desiertas con un deleite no exento de temor, permitiendo que el déjà vu lo envolviera en su diáfano capullo al palpar la reliquia telefónica que presidía el suelo de la sala con su auricular plateado, la mancha al centro de la alfombra del comedor que hacía pensar en ritos celebrados a la luz de una absurda fogata, el golpe en la puerta de la cocina que trajo a su memoria la imagen de un puño impactándose en la madera, los restos de una álgida discusión marital que había culminado entre mordiscos y jadeos. Frente a la estufa siguió con interés el trayecto de la cucaracha casi transparente que nunca había querido aplastar de un onírico manotazo. Reservó como última escala el dormitorio principal, donde no pudo contener una exclamación de sorpresa al descubrir un deforme zapato negro al fondo del clóset. Con el zapato entre las manos se acercó a los ventanales para contemplar, a través de los resquicios que la manta abría cuando el viento la agitaba, el camellón desde el que tantas veces había atendido el silencio del departamento que ahora era roto por unos súbitos pasos, un gastado roce de ropas que lo hizo voltear con un escalofrío. Mientras dejaba caer el zapato y se dirigía a los dedos ansiosos que lo llamaban desde el umbral, pensó que quien lo relevara bajo las palmeras vería no sin cierto estupor las dos figuras –lentas, ambiguas tras la manta– que a partir de entonces se moverían por los cuartos vacíos como si buscaran algo en los lindes de la noche.

 

TABACO

La primera vez que vio el Impala encendido, el filtro apenas manchado de lápiz labial rozando delicadamente la superficie de la mesa mientras el resto del cigarro –apoyado en el borde del cenicero con el emblema de un motel borrado a medias por los años– parecía señalar con un impasible dedo de humo un punto fijo en el techo, no sintió miedo sino sólo estupor, el vago asombro que provoca toparse con el epílogo de un acto que de momento no se recuerda haber perpetrado. De entrada pensó que, por un descuido nada común en él, había olvidado apagar el cigarro antes de abandonar a toda prisa del departamento para su cita de las seis de la tarde; pero esta idea fue inmediatamente sustituida por otra, remplazada a su vez por otra y otra más hasta formar una cadena lógica que lo paralizó unos segundos. Él fumaba Marlboro y no solía –pero claro que no– pintarse la boca, Impala era una marca de su juventud que había desaparecido del mercado décadas atrás y que nunca –¿nunca, de veras?– había probado, ningún cigarro del mundo podía permanecer prendido –consultó al reloj en la mesa de la sala– cerca de cinco horas sin consumirse, alguien lo había encendido no mucho tiempo antes de que él abriera la puerta: la misma intrusa que había exhumado de su umbrío rincón en la alacena el cenicero con el logotipo de un motel perteneciente a su remoto pasado sentimental; el mismo fantasma que había dejado como única huella de su incómoda presencia un dedo azul, delgadísimo, que apuntaba hacia arriba culpando a la lámpara de techo –la de pie era la que él había prendido al salir por la tarde, y desde su esquina arrojaba una macilenta y sesgada luz sobre los muebles de la sala– de un crimen insondable. Inquieto aunque no temeroso, accionó los otros interruptores del apartamento para desterrar una penumbra en la que sólo relampagueaba el humo casi fluorescente del cigarro; revisó recámara, estudio, clósets, baño, comedor y cocina hasta confirmar lo que de antemano sabía: nada estaba fuera de su sitio salvo el cenicero. Luego regresó a la sala, se sentó en el sofá, se llevó el Impala a los labios y le dio una calada profunda: el acre sabor del tabaco barato le inundó el paladar aunado al regusto del lipstick y a una sensación que no pudo reconocer pero que asoció con el húmedo letargo que sobreviene después de un coito rabioso. Envuelto en esa crisálida de humedad entró de puntillas al blando territorio del sueño sin sueños donde la brasa de un cigarro parpadeó toda la noche, iluminando a intervalos más o menos regulares una boca que rodeaba frenética un oscuro símbolo fálico.
    La segunda vez que vio el Impala encendido fue al día siguiente: la misma posición, el mismo pálido rastro de lápiz labial, el mismo viejo cenicero que la mujer de la limpieza había lavado y devuelto a su lugar por la mañana, el mismo dedo admonitorio apuntando al techo entre las sombras de la sala alteradas únicamente por la luz de la lámpara de pie, el mismo estupor seguido de un veloz manoseo de interruptores y un registro del apartamento aderezado de una mínima dosis de pánico que culminó de nuevo en el sofá, de nuevo con el ineludible gesto de llevarse el cigarro a los labios y darle una honda calada que en un santiamén lo depositó en su más temprana adolescencia. Ante sus ojos atónitos comenzaron a desfilar, como emitidas por una moviola un tanto temblorosa, imágenes relacionadas con su iniciación en los ritos siempre impalpables del tabaco: el acertijo sin respuesta que para él representaba el camello de perfil en la cajetilla de Camel, primera marca elegida entre los rescoldos de una absurda pasión infantil por Egipto y sus esfinges impávidas; el primer cigarro fumado a escondidas en un lote baldío cercano a la casa paterna y los primeros carraspeos, las primeras flemas arrojadas a una espesura que vibraba con el vuelo invisible de mil insectos estivales; la primera polución nocturna debida a un sueño donde él, encarnando al émulo de Dick Tracy que es el emblema inamovible de Faros, oteaba desde su atalaya el paraje marítimo de la cajetilla sólo para descubrir un barco en cuya proa viajaba una mujer desnuda, sin facciones, que lo llamaba con un lánguido ademán en el que brillaba como un sol minúsculo la punta de un cigarro; la experimentación con diversas marcas cuyos slogans acompañaron las primeras incursiones en los terrenos untuosos del onanismo: Baronet ("Porque me gustan"), Kent ("Los únicos con el exclusivo filtro Micronite"), Viceroy y un melancólico etcétera de humo que más tardó en intentar domesticar su garganta que en evaporarse. Luego la preparatoria, las colillas escondidas en un tubo de desagüe de la casa paterna que en época de lluvias provocaron que el balcón de su cuarto se inundara revelando –palabras airadas de su madre– su vicio secreto, los tímidos flirteos con alumnas de otras escuelas amparados por lo general tras una evanescente cortina gris, los amigos que se mofaban de él porque aún no había aprendido a dar el "golpe" al cigarro y eso indicaba que quería pasarse de listo pero con ellos no lo lograría, los estrechos cines que exhibían cintas pornográficas de títulos más hilarantes que seductores y en los que uno podía –o, mejor, debía– fumar para mitigar un poco la irrespirable aleación de semen y telas viejas, la súbita inclinación por los Raleigh originada por la lectura de una pequeña biografía del caballero inglés; inclinación de la que no pudo deshacerse sino hasta años recientes, luego de haber leído en alguna parte la noticia de un suicida del Metro que había olvidado en el andén un portafolios con varios objetos, entre ellos una cajetilla de cigarros de su marca predilecta. Al llegar, sin embargo, a su primer semestre en la facultad de diseño, la moviola pareció atascarse; el cuadro con él a punto de entrar a una ciclópea cafetería universitaria se detuvo y empezó a quemarse del centro hacia los bordes como una película proyectada en un añejo cine de barrio, regresándolo abruptamente –más exhausto que intranquilo– a la sala del departamento que se diluyó tras el humo exhalado por el cenicero. Esa noche soñó con un cuarto de motel cuya asfixiante penumbra era interrumpida por el parpadeo de un televisor que transmitía sin parar, desde una enorme distancia a juzgar por lo opaco que sonaba el jingle, el mismo anuncio: "De cigarro a cigarro... Se impone Impala". A la incierta luz catódica se distinguía un lecho salpicado de manchas oscuras; las sábanas revueltas causaban de algún modo una sensación de violencia recién consumada o casi por consumarse, y entre ellas yacía bocarriba una mujer desnuda, el rostro oculto bajo una almohada, que ofrendaba los pechos a la mano que de pronto irrumpía en escena con un cigarro a medio fumar.
    La tercera vez que vio el Impala encendido le vino a la mente de inmediato un nombre que, al pronunciarlo en voz alta en la lúgubre quietud del apartamento, se deshizo en dos sílabas humeantes, dos aros perfectos y azules que bogaron unos segundos entre las sombras: Dia-na. Estupefacto, sin pensar siquiera en emprender su ceremonia de interruptores, se dejó caer en el sofá alumbrado por la lámpara de pie, presa de una lasitud de la que por un instante creyó que jamás saldría. Algún resorte inconsciente hizo que sus dedos –lentísimos– se desplazaran hasta el cenicero, que su boca –adormecida– diera una calada al cigarro, que sus ojos –entrecerrados– recuperaran la imagen que el día anterior se había atascado en la moviola del recuerdo. Ahí estaba él, flamante alumno de diseño, entrando a una ciclópea cafetería universitaria en uno de los descansos entre clase y clase, dirigiéndose a la barra para comprar un refresco y un bisquet, buscando con la mirada una imposible mesa vacía. Y ahí estaba Diana, una de sus compañeras con la que apenas había cruzado unas frases; o más bien la mano de Diana aleteando entre la multitud matutina para llamar su atención, el rostro blanco de Diana recibiéndolo con una sonrisa donde brillaba un tenue vestigio de lápiz labial, los pechos generosos de Diana insinuando la ausencia de sostén a través de la delgada tela de una blusa sobre la que se derramaba una copiosa cabellera de ébano. Ahí estaba él, huraño como siempre, intentando concentrarse en vano en su desayuno tardío, escuchando con mayor interés del que hubiera deseado el ronco soliloquio de Diana sobre las ventajas de ser diseñador, recordando las historias que la ubicaban entre los mejores y más fáciles acostones de la facultad. Y ahí estaba ella, insólita y astuta como siempre, intentando en vano contener la risa al darse cuenta que él no daba el "golpe" al fumar, sacando de su bolso una cajetilla de Impala para prender un cigarro tras otro y exponer –durante más de media hora– los tersos secretos del tabaco. Ahí estaba él, mascullando una invitación al cine que ella aceptaba con una repentina brasa al fondo de los ojos que hacía estremecer imperceptiblemente ese azul donde las pupilas parecían naufragar como antiguas monedas. Y de pronto, sin ningún aviso, ahí estaba la vorágine a la que él se había entregado a lo largo de dos meses que su memoria no había logrado bloquear después de todo: la lengua de Diana exploraba su oído y su boca a la trémula luz de un filme de Catherine Deneuve, la mano de Diana reptaba hacia su bragueta sin mayores preámbulos una vez cerrada la puerta del cuarto número seis del motel en las afueras de la ciudad que acogería sus coitos explosivos, el vello púbico de Diana se enroscaba entre sus dedos como oscuras hebras de tabaco, el torso y la espalda de Diana se volvían el feroz campo de batalla donde empezaban a aparecer diminutas cicatrices que a él lo hacían pensar en quemaduras de cigarro y que ella se negaba a explicar con una sonrisa que se mantenía en su sitio aun al cabo de una furiosa felación, las facciones de Diana empalidecían con el paso del tiempo y se recargaban de un inusitado maquillaje que no podía ocultar la ocasional cicatriz semejante a las que sus blusas escondían, la llorosa madre de Diana disculpaba por teléfono las cada vez más frecuentes faltas de su hija a la facultad y las atribuía a una ambigua dolencia infantil que había regresado intempestivamente, el restirador vacío de Diana era ocupado una tórrida tarde por un bolso y un bloc anónimos. Ahí estaban, implacables como siempre, los rumores: Diana se había visto involucrada en una enfermiza relación con un maestro casado que le doblaba la edad y del que se sospechaba cierto lejano background sadomasoquista que incluía a jóvenes de ambos sexos; no, en realidad ya se había acostado con media escuela de diseño y había partido en busca de nuevas braguetas; no, la verdad era que uno de sus amantes era un alumno del último semestre de arquitectura que había sido expulsado días atrás por un turbio enredo de cocaína; no, se había dejado seducir por un extraño para emular violentamente a la Diane Keaton de Looking for Mr. Goodbar; no, su arrogancia la había llevado a rentar un apartamento frente a la universidad sin decir nada a nadie para ver –triste remedo del Wakefield de Hawthorne– cómo era el mundo en su ausencia; no, había salido del país con su madre –que ya nunca contestaría las llamadas– en pos de un padre que la había abandonado cuando ella no era aún la Diana que todos conocieron, la Diana de los eternos Impala, Diana, Diana, Dia-na.
    Ahí estaba él, más de veinte años después, hundido en una memoriosa penumbra de la que emergió para enfrentarse con el dedo incriminatorio tejido por un cigarro que aplastó con brusquedad. Supo lo que debía hacer en seguida cuando vio, a través de una súbita bruma que se espesaría minuto a minuto, el logotipo del motel impreso en el cenicero hurtado una noche distante junto a un borroso número de teléfono que pudo descifrar y marcar no sin cierto temblor de anticipación. La voz al otro extremo de la línea –"Motel Habano, a sus órdenes"– le confirmó un rendezvous programado por fuerzas ignotas entre las tinieblas de su pasado. Tomó las llaves del auto, salió con cautela del departamento; el viaje de media hora a las afueras de la ciudad transcurrió contra una estática de fondo producida por una estación mal sintonizada entre la que pareció sonar el viejo aunque íntimo jingle de un anuncio de cigarros. El motel había cambiado poco: quizá una o dos manos de pintura pero ahí estaban las pequeñas palmeras artificiales, ahí esa suerte de luminosa decrepitud teñida de neón que lo había hechizado durante dos remotos meses. A pesar de la bruma que lo envolvía, entorpeciendo sus movimientos, recordaba el ritual al pie de la letra: cuarto seis, el último del primer corredor débilmente iluminado por lámparas infestadas de mosquitos, la tibia llave unida a un hexágono de plástico verde con el emblema del motel –un puro humeante– grabado en trazos dorados. Abrió y cerró la puerta de la habitación con lentitud, permitiendo que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad perturbada por el nervioso parpadeo de un televisor que alguien había dejado sin volumen. Encima del lecho recién destendido –el aire estaba impregnado de un fuerte aroma a almidón– había un cenicero en el que un Impala se deshilachaba, mágico, olvidado de momento por quien estuviera en el baño, bajo cuya puerta cerrada se colaba una esquelética franja de luz acompañada de algo parecido a un ronco canturreo.
    –¿Diana? –murmuró él, soltando las sílabas como aros azules en la quietud catódica.
    El humo del cigarro vibró antes de comenzar a insinuar entre las sombras el vago perfil de una silueta femenina.

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