Universidad de Chile

 

Narrativa
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POLI DÉLANO es uno de los más destacados narradores chilenos. Nació en Madrid en 1936. Entre sus obras destacan Piano bar de solitarios, En este lugar sagrado, Como si no ocurriera nada y Solo de saxo.

RECAMBIO

    Ya en la puerta del edificio, Genaro me tomó el rostro en sus dos manos y besó mis labios con esa especie de dulzura que le baja en algunos momentos. Acabábamos de servirnos una cerveza La Candela (bueno, cerveza él, yo un jugo) para celebrar nuestro primer año de pololeo y luego caminamos algunas cuadras de la mano por Miraflores, frente al Parque. Un año entero, nada menos. Nunca duré tanto con los otros, pero Genaro me gusta porque es tierno y delicado y la verdad es que cada día me aferro más a él. Terminó cuarto de leyes y jura que apenas se titule nos cazaremos. Siento inquietud cuando lo insinúa y por lo tanto permanezco sin decir "esta boca es mía", porque pienso que aún es un poco temprano para casorios, ¿qué apuro hay?
    ¿Me quieres? preguntó.
    Por supuesto, tontito —le puse un dedo en la nariz.
    ¿Nos vemos mañana?
    Siete y media en La Candela —dije.
    Salgo a las siete de la juguetería y muchas tardes él y yo nos juntamos un rato en La Candela. Otras, bueno, mal estará que lo confiese, en un hotelito de la calle Mosqueto. Nos dimos otro beso y entré. A mi mamá le revienta la sangre que llegue tarde y prefiero no verme sometida a esos deprimentes interrogatorios que parecen copiados de una película, acurrucada ella en el sillón, escudriñando mi facha con sus pesadas orejas, y yo de pie, mordiéndome las uñas como una colegiala castigada. Empecé a subir sin ruido, peldaño a peldaño, y antes de llegar a la semioscuridad del segundo piso, como tantas otras veces, escuché crujir la puerta del 21, y supe entonces que el Seco, ese loco que siempre me anda manoseando, estaría esperándome agazapado. Le gusta acariciarme entre las piernas y lo hace con suavidad y brevemente mientras voy pasando frente a su departamento. Pero no me habla y, por lo tanto, nunca hemos cruzado palabra, aunque lo he escuchado conversar con otras personas. A pesar de lo flaco, el tipo es más o menos bonito, mata con una sonrisa húmeda que muestra sus paletas separadas y mira sin miedo, seguro de la mirada. Habla casi siempre con voz muy honda y un acento de película mexicana que me divierte. Dicen que se vino a Chile desde Cuernavaca hace unos años, a la siga de una muchacha retornada, hija de un matrimonio que tuvo al exilio cuando lo del golpe militar, y acabó al parecer echando raíces aquí, a las claras sin la niña, ya que vive solo. Lancé un suspiro y preferí no apurar el paso.
    Hola, preciosa me dijo esta vez, cuando pasé frente a su puerta, llevando su mano a las entrepiernas de mi falda pantalón. Me tomó en una suave, cálida y ondulante caricia que siempre, desde niña, he sentido como muy rica. Lo miré igual que otras veces, sin decir nada. Tenía la barba un poco crecida y el cabello en desorden, como si recién saliera de la cama. Me sonrió con ternura y entonces le dije:
    Fresco.
    Se sacudió entero. Nunca antes se lo había dicho.
    ¿Fresco? —repitió mirándome como si le hubiera puesto una cucaracha en su puré de papas—. ¿Fresco? —Hablábamos en voz muy baja para no atraer la curiosidad de las dos viejas del piso—. Oye, cariñito, te vengo haciendo lo mismo desde que tenías doce años —sonrió—, ¿te acuerdas cuando empezaron a crecerte? —Acarició con gentileza mis pechos—. ¿Y ahora me sales con que soy un fresco?
    No he dicho que no sienta rico. Sólo que eres un fresco. Me miró algo deslumbrado, como si le hubieran gustado mis palabras, y me acercó más a él.
    Entremos.
    Primera vez que hacía la invitación
    Es un poco tarde, empecé, pero antes de acabar la frase, estábamos adentro y se escuchaba el débil trac de la puerta al cerrar, además de una música suave, como entre tango y jazz. Muchos cuadros en las paredes. El beso con que calló mi queja fue pegajoso y jadeante, detonó un estremecedor escalofrío que recorrió de ida y vuelta mi cuerpo como si le estuviera gritando una orden de rendición absoluta, de aceptar sin pelea lo que venía, que me desabotonara la blusa y jugara con mis costillas, que lengüeteara cada uno de mis pezones hasta ponerlos duros, todo eso, que sus dedos largos indagaran ahora por los interiores de la zona húmeda y secreta que siempre me buscaba, desde los doce, hace poco más de cinco, cuando yo llegaba a casa del colegio, todo, que estuviera frotando y apretándome lo suyo tan duro justo ahí, qué rico, todo todo, incluso que me tendiera sobre el sofá bajo la mirada sospechosa de su gato a rayas mientras me bajaba el calzón y yo le ayudo, todo, hasta el agitado final que llega casi al tiempo en que la noche comienza, todo todo.
    Es tarde digo. Me tengo que ir.
    ¿Vendrás mañana?
    Pienso en Genaro y muevo negativamente la cabeza, pero una mínima palabra me traiciona la conciencia.
    Sí respondo.
    Le sonrío desde la puerta y antes de partir silenciosamente a casa, le pregunto su nombre.
    Ernesto dice.
    ¿Y cómo es Cuernavaca?
    Su mirada se pierde de seguro en los recuerdos.
    Mañana te cuento —dice.

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