Universidad de Chile

 

Narrativa
filerojo.gif (57 bytes)

 

RICARDO CUADROS nació en Concepción en 1955. Es autor de los poemarios Navegar el silencio (1984) y Poemas del hambre y su perro (1993), la novela Orientación de Celva (1993) y el libro de narrativa Constelación del Monte.

CAMISETA ROJA, PANTALÓN BLANCO

    El primer movimiento matinal de Modesto Gálvez, a eso de las seis, estaba siempre destinado a la ventana que daba al parque y aquella madrugada, apenas como un borrón en la niebla, vio pasar al muchacho que trotaba por el sendero de asfalto. No era inusual que hubiera deportistas a esa hora en el parque, pero esperó, a pesar del dolor que aumentaba bruscamente en su vientre, hasta verlo pasar de nuevo. Un golpe de viento había disipado la niebla y esta vez distinguió los colores de su pantalón y camiseta, su pelo negro, la delgadez de sus brazos: 'un corredor de larga distancia' se dijo, doblándose para aguantar la orina, pero no fue capaz de esperar a que diera otro giro al parque.
    Sentado en el retrete, agarrado a la barra que había hecho instalar a media altura, sufrió en silencio la descarga de sus riñones. Trotaba hermoso el muchacho. ¿Vendría mañana? ¿volvería a alegrarle el despertar? Preparó té, unas tostadas y tomó su frugal desayuno escuchando una música que no solía poner tan temprano por la mañana, Suites para violoncello solo de J.S. Bach interpretadas por Pablo Casals.
    Encendió la lámpara y releyó la última carta de Carlos María. Hoy mismo le escribiría una respuesta: 'Sigo viejo, cansado, con las vías urinarias cada vez más podridas, pero gracias a mis dioses sigo también solo y no molesto a nadie'. Sabía que jamás le escribiría una línea como esa a su amigo. Bastaría para que en diez días estuviera de regreso y lo estropeara todo con su solicitud y cariño, no: 'La vejiga mejorando, los árboles del parque y algunos libros me hacen llevaderos los días, la señora Juanita me trata correctamente, en fin, todo va de viento en popa'.
    Despertó en el sofá con el cuello algo torcido. Felizmente la calefacción funcionaba bien, el médico le había prohibido cualquier exposición al frío. Sintió de inmediato el amargo peso de la vejiga. 'Aquí vamos de nuevo', se arengó camino del baño. Mientras orinaba y el dolor le iba llenando los ojos de lágrimas oía los rumores del patio interior, mujeres cocinando, gritos infantiles, un noticiario radial. 'La gente ríe y canta' murmuró limpiándose las mejillas de un manotazo.
    Separó una punta del visillo y fijó la mirada en el sendero de asfalto. El follaje del parque se mecía como cualquier mañana de primavera y por la acera, justo bajo su mirada, pasó una mujer empujando un cochecito. Sólo tuvo que esperar unos segundos. El muchacho ocupó con su trote los diez metros que alcanzaba a ver del sendero y se perdió nuevamente entre los arbustos. Modesto Gálvez sintió cómo se le apuraba el corazón y se recostó en la pared: 'Es él', dijo con esa voz de anciano que le costaba reconocer como suya. ¿Pero qué hora era? Casi las once de la mañana. Se asomó cautelosamente. No era un día de fiesta ni había señales de una competencia deportiva que justificara su esfuerzo. Iba pasando otra vez, los hombros brillosos de sudor, el mismo rítmico codazo que le había admirado al amanecer: 'Seguramente se está entrenando para una maratón', se dijo procurando evitar la idea abismal de un trote infinito y sin motivo.

    La señora Juanita llegó poco después de la una y preparó el almuerzo canturreando en la cocina. No, hoy no había correo. Mientras se cocía el arroz le preguntó si quería bajar a dar un paseíto. No, hoy no quería bajar. 'El doctor le dijo que tenía que estirar las piernas', lo regañó ella sin mayor entusiasmo.
    Después de haber hecho el aseo y planchar unas prendas de ropa, le sirvió el almuerzo. 'Esa música no le puede hacer bien a nadie', aseguró mientras se reanudaba el grave zumbido del violoncello. Modesto Gálvez fingió no haberla oído. Luego compartieron una taza de té. '¿Que le parece si le hago pescado mañana?'. De acuerdo, pescado. La señora Juanita se sacudió la falda y se dio un toqueteo en el pelo, comentando lo caro que estaba cobrando el peluquero del barrio. 'Muy bien' agregó levantando la voz, 'yo ya me estaría yendo'. Entonces él le pidió que por favor mirara por la ventana. Ella no pareció entender qué le pedía exactamente pero caminando de costado, se acercó a los visillos y dio una mirada hacia la calle. '¿Qué se ve señora Juanita?'. Ella hizo una rápida descripción del paisaje. '¿Se ve a alguien haciendo deporte, corriendo quiero decir?'. La mujer demoró un instante en responder y dijo que sí, que iba pasando un joven trotando por el parque. '¿Camiseta roja, pantalón blanco?'. La señora Juanita asintió dando un golpe en el marco de la ventana. 'Se ve bien bueno para la carrera, ¿es algún amiguito suyo?'. Modesto Gálvez relajó la cabeza en el sillón, los ojos cerrados, ajeno al sarcasmo de la voz femenina. La señora Juanita conocía ese hábito suyo de hacerse el sordo y lo observó un momento, envuelto en su bata de franela gris, el rostro pálido y huesudo como una máscara de cera. Se pintó los labios ante el espejo del baño y salió del departamento sin despedirse.

    Permaneció tumbado en la cama pero no dormía. No leer demasiado, salir a caminar un rato cada día, dormir la siesta. ¿A quién estaban dirigidas esas recomendaciones? ¿y para qué? La visión del muchacho trotando alrededor del parque al ritmo de la música de Bach ocupaba enteramente su imaginación. 'Estás viejo', murmuró en la penumbra del dormitorio, 'estás viejo y te está comenzando a fallar la sesera'. El muchacho trotaba jadeando tenuemente, sin apuro, consumiendo metro tras metro de sendero con su tranco infatigable. Modesto Gálvez sintió el primer pinchazo en la vejiga, el aviso de que pronto tendría que ir nuevamente al baño y no pudo, no quiso evitar un gemido. Relajó los músculos hasta alcanzar la quietud absoluta pero su cuerpo seguía funcionando, sus glándulas produciendo secreciones, su sangre destilando orina. El segundo pinchazo le llegó al cerebro. El muchacho trotaba, sudoroso, el parque se había desprendido de su perímetro ciudadano y Modesto Gálvez vio al joven corredor recorriendo un sendero que alcanzaba el horizonte y se perdía más allá para reaparecer después de haber dado la vuelta al mundo. La risa se le confundió con el llanto y se cubrió la cara con la almohada. Así, a pesar de la mancha que le ardía en el vientre, consiguió dormir un rato.
    Al atardecer se sentó al escritorio para escribirle unas líneas a Carlos María. 'Otro día termina, querido mío, y el silencio de la gente ensancha mi propio silencio. ¿Dónde estarás y con quién? Te imagino riendo en un café, respondiendo algún comentario opaco con una frase brillante, mojándote el pelo en una fuente. ¡No vuelvas!, aquí ya no queda nada para ti. Tu amigo ha llegado al final de este día sin ánimo para más días y me parece justo que así sea...'.
    Destrozó la hoja de papel y se quedó mirando sus manos temblorosas a la luz de la lámpara. No volvería a mirar por la ventana. Lo había hecho hacía una hora y ya sin sobresalto había reconocido el paso del muchacho. Manipuló el control remoto y la música volvió a sonar, ahora en la oscuridad de la sala.
    'Querido Carlos María:
    ¿Cuántos días más tendrían que terminar para mí? ¿cuántas madrugadas más tendría yo que arrastrarme hasta la cámara de tortura del baño?. Oyendo lo que oigo te puedo decir que hay algo profundamente injusto en esta música, porque invita a vivir, pero Bach y Casals están muertos. Es injusto y hermoso escuchar el llamado de la vida que nos hacen los muertos. He buscado cuidadosamente esta soledad y ahora que me estoy cansando de ella puedo decirte que es callada y luminosa. ¿Oirás a Bach cuando yo ya no esté? Eso espero...'.

    Le tomó media hora vestirse. Le hubiera gustado prescindir del bastón pero tuvo que reconocer que sin su ayuda no llegaría siquiera al ascensor. Cuando apareció abajo en la calle y respiró el aire fresco de la noche sintió que sus piernas se llenaban de fuerza. No se veían transeúntes ni circulaban vehículos. Atento a cada paso que daba cruzó la calzada y pisó el umbral del parque. La vejiga no le molestaba en absoluto. Avanzó hacia el sendero de asfalto y lo vio pasar, más bajo de estatura de lo que había imaginado, corto y liviano el tranco. Modesto Gálvez se detuvo en la sombra, entre los árboles y un banco de madera verde. La brisa produjo un rumor de respiración en el follaje. ¿Es que había pensado detenerlo para hacerle preguntas absurdas? Ahora comprendió que jamás se atrevería a interrumpir su paso. Entonces quiso retroceder, desandar sus pasos y seguir mirándolo para siempre desde la altura, a través de la ventana, al abrigo del departamento. Demasiado tarde. Afirmado en sus tres pies de anciano oyó venir nuevamente el jadeo, el suave golpe de las zapatillas en el asfalto.
   Se acomodó en un extremo del banco de madera. Nunca había estado aquí de noche. Oyó las voces de dos ciclistas que pasaron a sus espaldas, un estampido lejano. Murmuró unos compases de la música que seguía resonando en su cabeza. El muchacho ya no volvió a pasar por el sendero.

Sitio desarrollado por SISIB