Universidad de Chile

 

¿ES POSIBLE UNA NUEVA MACROMORAL?

Por Bernardo Subercaseaux.

Hace algunos meses apareció en el periódico una noticia curiosa: en Quilicura fueron sorprendidos dos bomberos que robaban para conseguir fondos en beneficio de su bomba; también confesaron varios incendios intencionales con el objeto de crear conciencia local sobre la necesidad de un cuerpo de bomberos moderno y bien equipado. Se trata de una noticia que pone de relieve, en clave grotesca, la ética predominante de la época: la contradicción y el desajuste valórico entre medios y fines.

El siglo que finaliza ha sido uno de los más sangrientos de la historia. Marcado desde sus inicios por conflictos, por violencia ejercida sobre seres humanos, por matanzas, por contiendas de índole variada: civiles, mundiales, religiosas, coloniales y anticoloniales; por guerras que se han sucedido de década en década, por guerras frías y guerras con bomba atómica y napalm. Precisamente, el mundo militar y bélico, uno de los ejes de la guerra, es un sector estructuralmente marcado por la contradicción entre medios y fines. La geopolítica y la estrategia, dos de sus disciplinas más relevantes, consisten, en cierta medida, en productivizar esa contradicción. En función del poder movilizado para resguardar altísimos fines -la patria, la libertad, la soberanía nacional o una sociedad sin clases- se recurre al uso de todo tipo de métodos. Se recurre a la muerte (genocidio, holocausto) para fomentar la vida. Se recurre a la guerra (Vietnam, Irak) para preservar la paz. Siempre buenas intenciones y grandes expectativas, mientras quedan en la penumbra o en la aceptación tácita los mecanismos usados para llegar a esos "altísimos" y a menudo unilaterales propósitos.

¿En que momento nos extraviamos? ¿Dónde se perdió el compromiso con lo humano?

Otro tanto se observa en la esfera de la política, campo que se viene autonomizando desde los inicios de la modernidad. El racionalismo renacentista, las concepciones teleológicas dieciochescas y la incidencia de los medios y de la técnica en el siglo actual son hitos en un proceso de creciente secularización (¿y banalización?) de la política. La esfera de lo político se ha ido separando de otras esferas, fundamentalmente de la religiosa y valórica, y también de la ideológica. Se ha ido convirtiendo -para bien o para mal, según el punto de vista- en una pragmática del poder: lo único que interesa es la eficacia, los resultados, el presente. No es casual que las encuestas se hayan convertido en su espejo de Narciso.

La lógica instrumental y de poder y la lógica performativa o pragmática no sólo campean hoy en el ámbito de la política, también en otros, como el empresarial e incluso en los proyectos individuales. El éxito a toda costa, por el camino que sea. Piénsese en el deporte de competencia y en el consumo de drogas y hormonas con el único objeto de ganar. Hemos llegado al punto culminante de una sociedad maquiavélica: en la que, en desmedro del juicio moral sobre los medios, importan sólo los fines. La otra gran característica del siglo que termina, el avance de la técnica y de la ciencia, si bien ha permitido grandes aportes, añade también nuevos peligros en una sociedad de esta índole. Así se desprende del lugar que ocupan la violencia y las armas tecnificadas en el imaginario infantil, en todo tipo de juguetes, video-juegos y programas de TV.

El desfase valórico entre medios y fines: tal ha sido y tal es la macromoral operante en el siglo veinte. El doble discurso, la hipocresía, la retórica y el desfase entre lo que se proclama y lo que efectivamente se hace son algunas de las huellas que se instalan bajo la égida de esta matriz. El imperio de la economía por sobre consideraciones humanas y la absolutización de distintas ideologías, entre las cuales la última es la que sacraliza el rol del mercado, son otras.

¿En que momento se nos perdieron las caras, los ojos y las miradas? ¿Cómo fue posible que se convirtieran en números, en cifras, en ideas?

Hablamos de macromoral en analogía al concepto de macroeconomía. Apuntamos por lo tanto a un marco operante, que si bien no determina a la moral individual, instala sí parámetros y límites que encuadran el espacio de maniobra de los distintos niveles de la vida moral.

América Latina no escapa a esta macromoral operante. Ha sido tanto sujeto como objeto de ella. Sujeto, por que en varios países de la región -México y Colombia, por ejemplo- la vida política se ha trenzado con el crimen, con la mafia, con la corrupción y con el narcotráfico.

América Latina también, sin embargo, ha sido objeto de esta macromoral, en la medida que fue -por más de cuarenta años- uno de los escenarios más activos de la guerra fría. Revelaciones recientes como el archivo Venona, muestran las acciones y la incidencia de la KGB en México y otros países, no sólo en la política sino también en la medicina, en las ciencias y en las artes. Son archivos que documentan desde la planificación y realización del asesinato de Trostky hasta la manipulación de los partidos comunistas locales y otros partidos de la política mexicana. Todo ello con métodos clandestinos e ilegales. Lo mismo revelan, con respecto a las actividades de la Agencia Central de Inteligencia, el Informe de la Comisión Church del Senado de los Estados Unidos y los archivos de la CIA recientemente desclasificados. Está ampliamente documentado el rol de la Agencia utilizando mecanismos ilegales, tráfico de influencias, o lisa y llanamente intervención descarada, recurriendo a todo tipo de métodos. Allí están los casos de la Guatemala de Jacobo Arbens, o la intervención en Chile para evitar la presidencia de Salvador Allende, o para desestabilizar el país promoviendo una ingobernabilidad que preparara las condiciones para un cambio de régimen. Planes todos con nombre, chapa y códigos. Al interior del propio Estados Unidos se ha documentado el uso por ciertas agencias estatales de lo que en inglés se llama "to enforce the law by breaking the law", mecanismo que ese país también ha aplicado en la política internacional.

En cuanto a Cuba, su régimen político exhibe avances indiscutibles en el plano de la igualdad de oportunidades en educación, salud y deporte, pero los medios para lograr esos objetivos han sido inaceptables e incongruentes con un desarrollo integral de la sociedad; el costo en el ámbito de las libertades y derechos humanos y públicos ha sido altísimo; el esquema económico se percibe estructuralmente discapacitado; por otra parte la moral del sacrificio en función del bien futuro resulta cada día más difícil de "tragar" para un número creciente de cubanos.

De todo lo anterior se desprende que en el siglo que está terminando, la macromoral descrita ha predominado urbi et orbi, con colosales repercusiones de dolor e infelicidad. Y eso que no hemos mencionado la situación de armenios, kurdos, los crímenes de Stalin y Pol Pot o la guerra de Algeria. Consecuencias que han sido terribles en la medida que los medios (casi siempre sangrientos) no se han ajustado a los fines (casi siempre elevados). Se trata de una macromoral operante y tácitamente aceptada en el capitalismo tardío que estamos viviendo, como también en los residuos de socialismo real.

¿Respetaremos en este siglo que comienza el valor de la persona? ¿De cada persona, sea quien sea? ¿Es posible, acaso? ¿Existe un camino?

La instalación de una nueva macromoral constituye desde esta perspectiva el gran desafío ético del próximo siglo. Temas como la corrupción, la ética en las comunicaciones, el desinterés por los asuntos públicos, la meta y rumbo que llevan los países, los continentes y el mundo, son todos temas que se vinculan a la macromoral, al desafío de reinscribir la política en la moral, en el respeto a la dignidad del ser humano, en el respeto irrestricto a la vida, en el respeto a las diferencias étnicas, sociales, de edad y de género. Reinscribir la política en la moral no quiere decir subordinar la una a la otra (como ocurre por ejemplo en el fundamentalismo que subordina la política al Coran), quiere decir más bien que la razón y el pensamiento humanistas deben convertirse en elementos constitutivos de la finalidad de la política. Quiere decir que la política pasa de una autonomía absoluta a una autonomía relativa. El gran desafío ético de hoy día es por ende instalar una nueva macromoral que cumpla con lo señalado no sólo en el discurso (donde ya de alguna manera lo cumple) sino en la práctica.

El reino de la macromoral no tiene fronteras. Chile no es una región autárquica (por más que algunos así lo crean) también es parte, por lo tanto, de este desafío. Si uno se pregunta bien a fondo por que se torturó, por qué se violaron las libertades y los derechos humanos del modo brutal y sistemático como ocurrió entre 1973 y 1989; si uno se pregunta cual fue la inspiración y justificación intelectual para que el Estado actuará de esa manera, si uno se pregunta que alimentó la locura de extender los tentáculos de la DINA y de la CNI a otros países e incluso a la capital de los Estados Unidos, la respuesta se encuentra, siempre, en la doctrina de seguridad nacional, y en el rol que está tuvo como instrumento de la guerra fría: como justificación intelectual para extirpar los "tumores" que ponían en peligro la existencia y soberanía del estado-nación.

El propósito más trascendente del golpe, su fin último fue -según sus mentores- la libertad. ¿Cómo se obtuvo, cual fue el camino para lograr la tan ansiada libertad? Suprimiendo todo tipo de libertades (salvo la económica) por años y años: suprimiendo, entre otras, la libertad política, la libertad de expresión, la libertad de prensa, la libertad de cátedra, la libertad para entrar y salir del país, la libertad de circulación -recuérdese el toque de queda-, la libertad de asociación, la libertad de publicación, la libertad de correspondencia etc, etc.

Se argumentó desde un plan Zeta (ideado por la Cia y los servicios de inteligencia del ejército) hasta una inexistente guerra interna y una propuesta -Diego Portales dixit- de refundación nacional. Un panorama, en definitiva, que tiene resonancias con los bomberos de Quilicura que robaban para conseguir fondos para su institución o provocaban incendios para incentivar la conciencia bomberil. Ahora bien, el caso de Chile en relación a la macromoral que hemos señalado, implica, como lo veremos más adelante, un desafío especial.

¿Dónde quedó la persona, dónde el ser humano?

Vale la pena, antes de referirnos a la particularidad de la situación chilena, detenernos en algunas de las raíces intelectuales de la macromoral operante. Aun cuando Niccolo Machiavelli (1469-1527) no fue un filósofo político sistemático, es el primero que en pleno renacimiento explicita el carácter de "real politik" que tiene la política en tanto esfera del poder. En El Príncipe(1513), aconseja al gobernante no considerar si sus acciones son virtuosas o viciosas. Un gobernante debe -dice- hacer lo que sea necesario hacer en el momento y contexto preciso en que se encuentra. Se trata de obtener éxito de modo eficiente y rápido, sin consideraciones ulteriores. Machiavelli compartía la concepción aristótelica de la moral, pero tenía una concepción fáctica de la debilidad de la naturaleza humana. El consejo al Príncipe debía mostrarse útil y efectivo. Interesaba, desde esta perspectiva, no el bien y el mal, sino la eficacia política. El cristianismo, al predicar el bien y el amor, debilitaba la efectividad de la acción política y de la lucha por el poder. El hombre político necesitaba más que virtud, sentido de la oportunidad y vitalidad.

Los organismos políticos tienen para Machiavelli una vida limitada: surgen, se desarrollan, maduran y luego desaparecen. De allí la necesidad de aprovechar el contexto y las oportunidades. Los momentos de florecimiento de la acción son breves e irrepetibles. En la medida que el juego del poder está indeterminado se perfila así como un campo de libertad, como un campo autónomo desligado de la moral. Con respecto a la acción y a la vida política, el pensador italiano racionaliza la preeminencia de consideraciones performativas y eficientistas.

En los siglos XVII y XVIII sus ideas influyen en la teoría de las "razones de Estado". La construcción de los estados nacionales, y la definición política de la nación como territorialización del poder, serán otros tantos hitos en este proceso de secularización de la política y de instalación de una racionalidad instrumental en función del Estado-nación. La violación de normas éticas deviene así aceptable en la medida que es parte de un camino para propósitos más altos. Renacimiento, siglo dieciocho y siglo veinte -siglos pilares de la modernidad- forman la escala epocal en que es posible seguir el desarrollo de la macromoral que hemos descrito. Maquiavelismo, teoría de "las razones de Estado", utilitarismo, ética de las consecuencias, social darwinismo, materialismo histórico y economicismo neoliberal, son algunos de sus peldaños.

¿Por qué hubo esclavitud? ¿Por qué hay espadas, por qué hay poder? ¿Por qué fueron diezmados los que trabajaban el jade?

La instalación progresiva de esa macromoral y su vigencia operante han estado acompañadas, sin embargo, desde comienzos de siglo, por una conciencia crítica y por una larga disputa contra ella. El pacifismo, el indigenismo, el feminismo, el movimiento antifacista, la denuncia de los gulags, la lucha por el derecho de los negros y contra el apartheid, el movimiento por los derechos humanos, la defensa de la vida en contra de la pena de muerte, el apoyo a los discapacitados y a los enfermos de SIDA, la lucha por el derecho de los niños a nacer y a vivir sanos y sin hambre, el apoyo a la tercera edad, la lucha por los derechos de los homosexuales e incluso el ecologismo, son todas fuerzas o movimientos que de alguna manera conllevan elementos de una nueva moral, una moral que coloca en el centro al ser humano concreto y a su entorno, a la dignidad de la persona y de la vida. Una macromoral en que cabe tanto la moral laica como la moral religiosa.

¿Qué es lo que hace a la persona ser persona? ¿Qué es lo que hace al animal ser un animal superior? ¿Tendremos ojos para ver más allá del envoltorio?

Aun cuando entre algunos de estos movimientos pueda haber contradicciones, o aun cuando puedan estar en uno u otro momento teñidos por visiones ideológicas, todos ellos dignifican al ser humano y al sujeto en sus múltiples dimensiones, sea de género, de etnia, de edad, de sexo, o de sector social. Se han ido creando así en la sociedad civil (pero también en el concierto de naciones) una proliferación de instituciones en todas las áreas, varias de las cuales -como Amnesty, las organizaciones feministas o Green Peace- se han globalizado. Son fuerzas que no están dispuestas a aceptar que en función de fines más altos -que casi siempre entrañan cuestiones de poder, de rentabilidad o de ingienería social- se vulnere a la persona humana concreta; son movimientos que de alguna manera conllevan la propuesta de que los medios que se empleen en cualquier proceso de transformación de la sociedad deben estar siempre acordes con los fines que se pretenden. Son movimientos que suponen también que la democracia -y su profundización- es el régimen político que mejor permite la competencia y negociación entre los distintos fines. Son fuerzas que aun cuando reconocen que la democracia es un punto de partida y no de llegada, posibilita sí la deliberación y la constitución de un espacio publico, un espacio que permite la acción de la sociedad civil.

¿Que ocurre en esta perspectiva, se preguntará más de alguien, con las fuerzas armadas? En el mundo real -se nos dice- la defensa es una necesidad y las necesidades se asumen y no se discuten (a pesar de Costa Rica). No somos ilusos, las fuerzas armadas existen y seguirán existiendo, también ellas, sin embargo, pueden inscribirse en la nueva macromoral, y tomar conciencia de la necesidad de vincular los medios a los fines. Estrategia y geopolítica, sí, muy bien, pero también algo de derechos humanos. Tomar conciencia de que son servidores públicos y de que en un mundo en que hay recursos limitados y necesidades de salud y educación ilimitadas, no hay justificación posible para seguir aumentando los niveles actuales de gasto militar. ¿Una utopía? Sí. Sin duda. La nueva macromoral tiene un componente de utopía, pero es tal vez la menos abstracta y la menos ideológica de las utopías, y tiene cierta grandeza que la distancia de las utopías en boga, de las llamadas profilácticas como la de una vida sin colesterol o de la utopía más frecuente en este fin de siglo: la del "yo" autosuficiente.

¿Es posible el arte? ¿Podrán todas las lenguas y todas las caras recobrar su dignidad? ¿Su música interior? ¿Será posible, todavía? ¿O es que acaso ya estamos perdidos?

El interés y la expectación mundial que han despertado la detención de Pinochet en Londres, no se debe a que estemos frente a un émulo de Napoleón -como creen algunos de sus seguidores- o a la importancia intrínseca de nuestro país en el concierto internacional; ello se explica, más bien, por una coyuntura en que está en juego la controversia entre la vieja y la nueva macromoral. Chile se encuentra en la mira y se ha convertido en conejillo de indias, precisamente, por su condición de país emblemático de la vieja macromoral, aquella del desajuste valórico entre medios y fines.

¿Por qué hablamos de país emblemático? El gobierno de Pinochet significó -y ello lo reconocen en cierta medida moros y cristianos- una transformación socioeconómica de envergadura, en que el país pasó de una forma de organización estatal corporativista a otra de signo liberal competitivo. Ahora bien, esta transformación, que desde el punto de vista de los indicadores económicos puede ser evaluada positivamente -y en general lo ha sido- fue llevada a cabo bajo un régimen represivo que avaló la tortura, el exilio y el terrorismo de Estado; un régimen de dictadura -la más larga y sangrienta de nuestra historia- en que se violaron todo tipo de derechos y libertades, y se regó de miedos el territorio. No hay que olvidar que la tortura, que consiste en el uso de la fuerza para anular la dignidad y la conciencia humana, es el ejemplo por excelencia de la vieja macromoral, aquella que justifica cualquier medio con el objeto de obtener un fin.

El triunfo del "no" y la transición fue una salida de esa noche negra, pero una salida pactada cuyo costo fue y ha seguido siendo la aceptación e incluso el blanqueamiento de lo ocurrido. Ello implica una justificación y hasta en ciertos casos una defensa de la macromoral del desfase valórico entre medios y fines. La misma salida pactada -que en ese momento, estamos convencidos, era la única posible- lleva la marca de la vieja macromoral. Olvidar el pasado, ungir como senador vitalicio a quién cerró el parlamento y denostó a los "políticos tradicionales" durante 17 años, todo resulta aceptable si al final nos convertimos en un país moderno y sin inflación. El gobierno, equivocadamente, a mi juicio, se ha transformado en un bastión de la vieja macromoral, en circunstancias que en el concierto internacional una nueva se abre paso, al menos en el discurso. Y aparece como baluarte porque defiende el principio de soberanía y territorialidad asumiendo la defensa del ex dictador desde una constitución ilegitima y, por lo tanto, aunque declare lo contrario, en los hechos ha asumido también la defensa y el blanqueamiento de los abusos y violaciones a los derechos humanos cometidos durante la dictadura. El gobierno ha permitido además que el ejército -pagado por la ley del cobre y que por lo tanto debiera estar más allá de posiciones partidarias- proyecte al exterior la imagen de una especie de partido de derecha financiado por todos los chilenos.

¿Será posible volver a ser un país pequeño pero digno? ¿Podremos acaso reencontrarnos en el desierto de Atacama y en las playas de Chile?

Pero no son sólo el gobierno y la oposición los que de alguna manera han asumido la vieja macromoral, también la ha asumido un sector de la sociedad civil, ya sea activamente -demostrando frente a las embajadas de España e Inglaterra- o mediante su pasividad. La mera posibilidad de que en Televisión aparezcan imágenes de mujeres desaforadas pidiendo a gritos que "deberían haberlos matado a todos" -refiriéndose a los comunistas, a los socialistas o a quien sea- es significativo; el que se difundan imágenes de esa índole sin causar conmoción pública señala que hay en sectores importantes del país una aceptación tácita de la vieja macromoral.

Se puede afirmar, entonces, que Chile, como país, se está convirtiendo en una anacronía, en un bastión de la vieja macromoral que tanto dolor e infelicidad ha causado en el siglo que termina (y que, lamentablemente, sigue causando en algunas regiones). Desde esta perspectiva, la imagen del país ha entrado en sintonía con la noticia de Quilicura: nos hemos convertido en bomberos que aspiran a tener los carros bombas más modernos, y no trepidamos en avalar incluso los incendios si son necesarios para conseguir ese fin.

Más allá de lo que ocurra con Pinochet, si el país no cambia de sintonía, es muy probable que el próximo siglo nos depare la peor de las combinaciones: mucha sangre y mucha mediocridad.

 

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