Universidad de Chile

DIEGO JESÚS JIMÉNEZ

El presente texto crítico corresponde a la primera sección del artículo de José María Molina Damiani, titulado "La poesía como tabla de salvación: apuntes críticos y bibliográficos para el estudio de la obra poética de Diego Jesús Jiménez en el marco de la lírica española del último tercio de este siglo", publicado por el Boletín del Instituto de Estudios Giennenses, en la separata del número CLXIII, Jaén, enero-marzo 1997.

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La cosmovisión poética de Diego Jesús Jiménez en el último tercio de la lírica española del siglo XX

Hace ya más de treinta años -desde mediados de los sesenta, cuando se alza con el Adonais de 1964 y el Nacional de Literatura de 1968- que la obra poética de Diego Jesús Jiménez, una serena apuesta verbal radicalmente afincada en la tradición vanguardista de la modernidad, allí donde el resplandor del lenguaje recobra su dignidad perdida y revela el mediocre discurrir de este tiempo arruinado moralmente, viene ahondando a conciencia en su propia razón de ser ética y estética, inclasificable por inconfundible, heterodoxo donde las haya, extrema y siempre al margen, por cierto, del nacionalismo neoclásico, del culturalismo escapista y del naturalismo postmodemo, los tres decretos generacionales de estilo con que la crítica hegemónica ortodoxa ha ido sucesivamente anonadando la poesía española a lo largo de la baja postguerra, la transición y el tardofranquismo.

Pese a ocupar, así pues, un lugar propio, relevante y señero entre los poetas de su generación -la que da sus primeros libros a lo largo de la primera mitad de los años sesenta, la década en que el turismo y la emigración constituyeron las dos medidas de urgencia que la tecnocracia franquista dispuso para que España no perdiera definitivamente el paso económico del mundo occidental-, es tanta la desatención crítica que continúa sistemáticamente padeciendo la poética de Diego Jesús Jiménez que no somos pocos los lectores que venimos preguntándonos de un tiempo a esta parte, ahora que parecen cesar las fugaces revueltas estéticas del último tercio de este siglo, si la radicalidad de una obra como la suya acaso pudiera poner en tela de juicio el ceremonial académico canónico que continúa consagrando la cacareada patente novísima como el único precinto fiable para empaquetar cualquier explicación ordenada sobre el discurrir de la poesía española joven desde 1963 hasta el día de la fecha (1). Y es que la pluralidad de la hornada poética que irrumpe a mediados de los años sesenta, cristaliza públicamente en torno a 1970 y madura a lo largo de los primeros compases de la transición -aunque no es momento ahora de abordar este asunto, se hace preciso tenerlo presente-, lejos de seguir siendo exclusivamente caracterizada a partir de las coordenadas estilísticas que delimitan los poetas novísimos, reclama, por el contrario, una lectura crítica mucho menos sesgada donde cuenten todas las personalidades poéticas del periodo, esto es: donde la magnitud cosmovisionaria de la época no sólo venga definida por las dispares ortodoxias de las obras de José María Álvarez (1942), Guillermo Carnero (1947), Pere Gimferrer (1945) o Leopoldo María Panero (1948), sino también por las singulares heterodoxias que delimitan, por ejemplo, las poéticas de Antonio Carvajal (1943), Antonio Colinas (1946), Francisco Ferrer Lerín (1942), Francisco Gálvez (1945), Félix Grande (1937), Manuel Lombardo (1944), Aníbal Núñez (1945-1987), Miguel d'Ors (1946), Fernando Ortiz (1947), Juan Luis Panero (1942), Ignacio Prat (1945-1981), Fanny Rubio (1949), Javier Salvago (1950) o José Miguel Ullán (1944) -todas ellas, en verdad, como le ocurre a la de Diego Jesús Jiménez, esenciales dentro de la poesía española de los últimos treinta años pero sorprendentemente orilladas por los sectores más inmovilistas de la crítica, engolosinados desde finales de los sesenta con esas poéticas iconoclastas teóricamente enemistadas con los planteamientos estéticos de los realismos de postguerra, inventores a comienzos de los setenta de que el irracionalismo cosmopolitano de Castellet era el único albacea legítimo de la tradición de vanguardia de nuestra Generación del 27 y abanderados tras la muerte de Franco de la sutil sinécdoque epistemológica que consagró la política estética novísima como la seña de identidad más genuina de la lírica española de la primera mitad del último tercio de esta centuria.

Admitiendo, así pues, que el alboroto que estalla con la aparición de los Nueve novísimos ensombrece las obras de infinidad de poetas pertenecientes a la Tercera hornada de postguerra, que se configura todavía, por desgracia, sin contar con la estimable aportación de algunos poetas que pertenecen a ella por derecho, procede destacar que la poética de Diego Jesús Jiménez suele ser encasillada de ordinario dentro del grupo que la crítica, a partir de una propuesta de Antonio Domínguez Rey, singulariza con el marbete de "Promoción de los 60", una hornada plural y heterogénea de autores nacidos en torno a nuestra Guerra Civil que, sin programas, vitolas ni apoyos académicos, hacen acto de presencia editorial a lo largo de la primera mitad de los años sesenta; un episodio estético, en fin, sistemáticamente desatendido y marginado por las antologías que evalúan la joven poesía de estos años, que precisa sin más aplazamientos un análisis crítico a fondo, toda vez, en efecto, que, sin ser epigonal del neorrealismo enarbolado por los "Poetas de los cincuenta", en lugar de acomodarse a los tradicionalismos rupturistas de vanguardia, cobra cuerpo con firmeza dentro del territorio de la perseverante tradición. En consecuencia, con la perspectiva que da el paso de los años, sería lícito mantener que, aunque desdibujadas por su aislamiento, las estéticas coetáneas del canon novísimo, es decir: las numerosas excepciones del estatuto vigente para la poesía de la década de los setenta, ponen en entredicho, a poco que se recapacite, la explicación con que la historiografía literaria hegemónica, incondicional casi siempre de la escuela castelletiana, ha venido reglando pro domo sua el panorama poético del trecho que estudiamos. Así, mientras el alto estado novísimo, que puso mucho énfasis en la naturaleza rupturista de su estética, ha ido ganándose de calle la estima y el aprecio de todos los públicos, otros muchos poetas -entre ellos los encasillables en el marbete "Promoción de los 60", el cajón de sastre donde suele ser colocado Diego Jesús Jiménez-, no menos valiosos pero bastante más discretos, casi todos disidentes de la norma veneciana, han venido padeciendo sin motivo razonable -pues la poesía de esa década también rejuvenece a partir de sus prácticas- la indiferencia de los críticos mejor situados. Parece, con todo -y pese a las secuelas de la ramplona teoría de las generaciones-, que la cosmovisión de los "Poetas de los 60", por el calado peculiar de sus versos y por la autenticidad literaria con que dirimen los problemas de su época, ha dejado a lo largo del último lustro tanto de ser valorada como mera coda de los cánones del "Medio Siglo" cuanto como el fallido antecedente inmediato de las maneras novísimas. Ahora bien: si quienes no repararon en la inconfundible labor de los miembros de esta hornada, consumidos los años y las modas, reconocen, de un tiempo a esta parte, por decirlo con palabras del castelletiano Guillermo Carnero, que "estos poetas flotantes no parecen ser el fin de trayecto en una vía muerta, como pudieron en un primer momento parecer", tal vez quepa asegurar, en resumen, que el desdén expiado por la "Promoción de los 60" no obedece a las bobas torpezas de la crítica desinformada, sino, acaso, a las depuradas maniobras de los que administran la información de las letras.

De acuerdo con lo anotado hasta este punto, no debe extrañarnos, así pues, que los poetas de la hornada que nos ocupa, anonadada por la de sus padres, repudiada por la de sus hermanos y al margen -siempre- de las escaramuzas de los salones artísticos donde se gestó la transición, hayan ingresado en la historia, tras los lances literarios parricidas que Castellet empuja a la fama en el setenta -batahola que la industria cultural layetana presentó, en el fondo, con carácter retroactivo-, como personajes sin nombre de un episodio atenazado e insulso, como herederos insignificantes de una literatura arruinada, como pobladores de un territorio fronterizo que las lluvias crueles de vanguardia anegarían. Si bien es cierto que los integrantes de la promoción que examinamos -no hay que ser muy perspicaz para advertirlo- retoman, como indica José Olivio Jiménez, "los principios más sólidos de la hornada inmediatamente anterior (...) [antes que] sumarse con alegría y oportunismo al carro bullanguero, superficialmente brillante y exitoso de los 'nuevos`", no quiere esto decir, sin embargo, de una parte, que los poetas de esta leva, que, como precisa José Luis García Martín, forman constelación con la generación precedente, sean simples epígonos -insistamos en ello- de la cosmovisión del "Segundo grupo de postguerra", ni que sus obras, de otra, estén distanciadas de ciertos tonos que el culturalismo novísimo habría de cultivar sin desmayo desde su apabullante presentación en sociedad. Aunque el asunto es largo, el hecho -constatable- de que los cabezas de fila de la promoción neorrealista, la que irrumpe a mediados de siglo, publiquen sus primeros libros de madurez en torno a 1960 (Salmos al viento, de José Agustín Goytisolo (1928), y Conjuros, de Claudio Rodríguez (1934), datan de 1958; Compañeros de viaje, de Jaime Gil de Biedma (1939), aparece en 1959; Las brasas, de Francisco Brines (1932) -su primera entrega-, y Poemas a Lázaro, de José Ángel Valente (1929), en 1960; Como si hubiera muerto un niño, de Carlos -Sahagún (1938), 19 figuras de mi historia civil, de Carlos Barral (1928), y Sin esperanza, con convencimiento, de Ángel González (1925), ven la luz, los tres, en 1961), unido, además, a que los novísimos, como se sabe, debuten en el confuso mundillo de la poesía poco tiempo después, i. e.: en la segunda mitad de la década (así, por ejemplo, Arde el mar, de Pedro Gimferrer (1945), buque insignia de su generación, data de 1966 -por no citar su no asumido Mensaje del tetrarca, que es del 63-; y Dibujo de la muerte, de Guillermo Carnero (1947), y Teatro de operaciones, de Antonio Martínez Sarrión (1939), están fechados en 1967), nos traza, en resumen, un panorama de época atestado de voces sensatas y estilos tajantes, de modos persistentes y gestos rupturistas, donde los poetas de la "Promoción de los 60", al carecer -ciertamente- de una etiqueta que singularizase sus versos, se manifestaron, pese a la personalidad que rezumaban sus libros, con más pena que gloria.

A la vista, por lo demás, de que un sector de la crítica, por si algún elemento de confusión le faltase a esta historia, se refiere a la celebrada "Generación del Medio Siglo" con el equívoco meinbrete de "Promoción del 60", cabría hacer notar, pues ya va siendo hora de ir llamando las cosas por su nombre, que las nomenclaturas cronológicas con que suelen ordenarse los muchos registros poéticos de postguerra están empedradas de tan buenas como retorcidas intenciones. Dado que no es momento ahora, con todo, de desmontar una terminología consagrada por el uso, mantengamos la vitola de "Promoción de los sesenta", en consonancia con planteamientos nuestros anteriores, para el heterogéneo grupo de poetas al que pertenece Diego Jesús Jiménez Galindo. Acaso así no se pierda de vista, en fin, que la práctica estética de la quinta con que estamos -cuyas singulares y humanísimas cosmovisiones, punto de encuentro de tradición y solidaridad, e intimidad y renovación, conjuntan tonalidades realistas, existenciales, metapoéticas, irracionales y culturalistas- pone en tela de juicio, por cuanto se presenta como el eslabón que aúna dos generaciones, por cuanto hilvana el neorrealismo de mediados de siglo a la semántica rupturista de los seniors, las rígidas barras historicistas, los absurdos tópicos generacionales, con que se pretende componer la explicación de nuestra reciente historia literaria. Y es que, al borde de la falla estilística de mediados de los sesenta, los integrantes del grupo que nos ocupa, asediados por las pequeñas agresiones de la vida, apremiados por los interrogantes de la razón, a la vez que regeneran los usos comprometidos de la "Segunda homada de poetas sociales", se revelan de manera paulatina como el preludio de la estética irracional de los novísimos. No quiere esto decir, con todo, que los postulados poéticos de la "Promoción del Príncipe" -que así la designa también Antonio Domínguez Rey, dado que don Juan Carlos de Borbón y los poetas a que nos referimos cuentan con fechas de nacimiento bastante cercanas-, si bien se diluyen, de una parte, en la estela dejada por el austero lenguaje de los cincuenta, si bien se difuminan, de otra, con el culturalismo arrogante de la jarana novísima, supongan sin más -importa recalcarlo-, un lastre epigonal del primero o un anticipo indeciso del segundo. A caballo, pues, de dos cosmovisiones, tal vez quepa mantener, en resumen, que estos "poetas de la transición" -como acertadamente los denominan Fanny Rubio y José Luis Falcó-, aunque no ejemplifican cambios estridentes, pues, herederos del sobrio arraigo del realismo, se resguardan de la dicción ensortijada de la estética novísima, culminan, sin perder el compás del curso de su época, i. e.: retenidos entre la espada de un pasado que no acababa del todo y el clavel de un futuro que no venía de veras, la evolución formal y temática de los registros existenciales de nuestra postguerra literaria (2).

A partir de lo apuntado hasta ahora, no parece descabellado asegurar que la hornada poética donde se encasilla a Diego Jesús Jiménez -que, lo ha dejado dicho sin medias tintas el profesor Víctor García de la Concha, antes que un "marbete para el "mercadeo"", lo que precisa es que atendamos de una vez su producción- constituye el eslabón perdido, el vasto territorio inexplorado de esa región de nadie comprendida entre Poesía última, la muestra de Francisco Ribes fechada en 1963 (3), antepenúltimo acontecimiento socialmente relevante de la poesía en tiempos de Franco, que se alza, a poco de inaugurada la década de los sesenta, como la baliza de estilo que marca el declive de la literatura neorrealista, y Nueve novísimos poetas españoles, la antología con que Castellet intenta, siete años más tarde, de acuerdo con el socorrido sistema de los recambios biológicos, dar fe historiográfica de la supuesta defunción de todos los realismos conforme perfila el retrato de familia de la generación que empujaba con su encanto juvenil. A partir de esta trama, la publicación de Nueve novísimos, lejos de ser valorada como el patrón de una tendencia, se ha consolidado, y de modo inapelable, como la nota establecida de un periodo, como la condena que descalifica todo aquello que queda fuera de sus páginas. Ante este estado de opinión, que, de cara al gran público, encumbra a los castelletianos como el penúltimo suceso relevante de la poesía española tras la guerra -el último, en 1977, vendría dado con el "Premio Nobel" a Vicente Aleixandre: galardón que señala, a nuestro ver, tanto el punto y aparte de la postguerra poética, cuanto el punto de partida literario de la nueva España democrática-, conviene advertir, para desbaratar el confusionismo que reina en el ambiente, que la estética novísima, en el tramo que va de 1963 a 1975, no representa, a la larga, sino una más de las muchas mecánicas simbólicas en que se formalizó la joven poesía de esos años. Lo cual, ciertamente, se revela innegable, pues, si bien es manifiesto, durante el trayecto que nos ocupa, que los modos hegemónicos fueron los novísimos, no menos evidente resulta, a la par, que bastantes poetas de mérito, disidentes de la horma que imponía la ortodoxia veneciana, construyeron sus obras al margen del irracionalismo neoclásico y del culturalismo escapista. Podría haber llegado el momento, con todo, ahora que acaban los noventa, de que los Nueve novísimos -una banda de corazones solitarios, devota de los fragmentos de Pound y las canciones de Machín, con neosurrealistas militantes y tardo modernistas decadentes, y cuyos rasgos más notables no fueron, en suma, sino la precocidad y la iconoclastía de sus miembros- ya no fuesen capaces de encubrir las sombras imprecisas de su grandiosa puesta de largo, ni la fastuosa realidad de todas sus miserias, ni los viejos dobleces de todos sus deseos.

De ser así, quedaría entonces claro, de una parte, que el prólogo con que Castellet catapultó la estética novísima inyectaba en el horizonte ideológico de los setenta la fórmula mágica de un renacimiento de cartón, la milagrosa receta de la vitalidad y el pacifismo, de la pureza y el futuro, de la tecnología y las ciudades exóticas. Y de otra, a tenor de lo apuntado, por ende, que el crítico catalán -otrora apóstol del socialrealismo de postguerra- quiso distinguir a sus novísimos, tácitamente, como si nada hubiera sucedido en la poesía española desde 1931, como responsables directos de la resurrección del proyecto vanguardista que malograra nuestra guerra, como únicos herederos peninsulares del europeísmo de la "Generación del 27", como los primeros productos culturales de una España ajena -en resumen- a los desaguisados franquistas. Pues parece claro, a partir de todo lo expuesto, que el envite rupturista de los ortodoxos novísimos, de haber sido aceptada la apuesta heterodoxa de los continuistas del sesenta, se hubiera desmoronado como un castillo de naipes, procede aventurar, llegados a este punto, que los continuos desaires padecidos por la "Promoción del Príncipe", que la ruidosa acogida dispensada a la supuesta ruptura novísima -que todo, a la larga, fue uno y lo mismo-, bien pudieron deberse a inconscientes maniobras cargadas de loables servicios patrióticos. Repárese, a propósito de lo que decimos, en que Castellet, cuando independiza a sus nueve de las famélicas familias poéticas del régimen, o cuando los distrae de las malas amistades del compromiso militante, no está, de hecho, sino consagrándolos, en el umbral de las postrimerías del franquismo, como los emblemas castísimos de una joven España cultural sin complejos históricos, como el eufórico refrendo literario de un aparente cambio de rumbo social. Hace al caso mantener, en consecuencia, que, á la page de la poesía europea, responsablemente iconoclastas, mayores de edad antes de tiempo, los novísimos fueron los primeros, tras veinticinco años de paz y represión, en sacar de la chistera de la dictadura, como si nada hubiera sucedido, la blanca paloma de la vanguardia sin ira en libertad. En resumen: con la matanza civil siendo objeto de sesudas tesis y tesinas, mientras el funcionalismo tecnócrata tornaba nuevamente posiciones, cuando se exhibía el florecimiento económico de unos pocos como fruto del progreso del país, la voluntad rupturista de los castelletianos, a las puertas de la transición democrática, avalaba el entramado ideológico de una España con firme vocación de restaurar su pasado de cara al futuro.

No es de extrañar, de acuerdo con lo dicho, que casi todos los poetas de la "Promoción del Príncipe" -cuyos libros primeros, salvo contadas excepciones, pasaron desapercibidos tanto por discrepar de los ademanes que impuso el aplastante canon novísimo, cuanto por publicarse en minoritarias colecciones de "provincias"- se hayan visto abocados a lo largo de sus trayectorias, para sobreponerse a la desatención editorial que ha ido menoscabando sus voces, a acudir a las fatigosas citas de los caprichosos premios literarios. Así se explica, en efecto, que nuestro poeta, tras darlo por concluido a mediados de 1978, presente a la sexta edición del "Premio Internacional "El Olivo" de Poesía" -sin plica y sin pseudónimo, tal y como estipulaban sus bases- un original inédito titulado Sangre en el bajorrelieve, libro, en fin, con el que Diego Jesús Jiménez, el 21 de diciembre de 1978, se alzaba con el galardón que esa convocatoria, auspiciada por la Diputación de Jaén y el "Grupo "El Olivo"" de la capital, concedió por acuerdo unánime un jurado presidido por Diego Sánchez del Real e integrado por Miguel Calvo Morillo, Francisco Espejo Hermoso, Guillermo Fernández Rojano, Rafael Lizcano Zarceño, José Nieto Jiménez y Juan de Dios de la Torre Ortega -en su condición de miembros del grupo- y por los profesores Antonio Domínguez Rey, Carlos Gómez Navarro y Manuel Morales Borrero -el primero de éstos últimos, por cierto, residente aquellos entonces en Andújar, donde ejercía como catedrático de Lengua y Literatura Españolas en su instituto de bachillerato. Dado, ahora bien, que Sangre en el bajorrelieve, pese a lo establecido en las bases de la convocatoria del año que nos ocupa -según las cuales se dotaría al ganador del premio con setenta y cinco mil pesetas y la edición de su obra galardonada-, nunca sería publicado en el abultado fondo editorial del macilento grupo de Jaén, y vista, además, la suerte. merecida por el original finalista de esta misma edición, Por los claros caminos, del quesadeño Antonio NavmTete Magaña (1926), que vería la luz dos años después en la colección donde "El Olivo" editaba a sus premiados, acaso no esté de más preguntarse si, ad usum Delphini, los patrocinadores del premio se despreocuparon de que Sangre en el bajorrelieve perdiera su condición de libro inédito. A ello contribuye, sin duda, que ninguna de las interrogantes que planean sobre la anomalía con que estamos se vea resuelta -antes bien: al contrario- con las declaraciones que nuestro poeta, preguntado por las razones que lo habían traído al certamen giennense, concediese sin andarse con rodeos al diario Jaén pocas horas después de hacerse con el premio: para ver si ganaba. Y también porque es la única forma que hoy veo posible para poder publicar un libro de poesía. Aun reconociendo que Diego Jesús Jiménez -tan insatisfecho del acabado final de su labor como desconfiado ante el extravagante historial de sus editores en ciernes- muy poco interés se tomó en su momento por que el sello olivista apadrinase sus poemas, no parece descabellado pensar a día de hoy que los mandarines del mundillo poético dominante del Jaén de finales de los setenta, un oscuro conglomerado cultural en cuya economía política estaban presentes todo tipo de trasnochadas razones privadas y públicas, se sentían mucho más cómodos con Sangre en el bajorrelieve en el cajón de los inéditos (4).

Aunque no procede ahora entrar en detalles, quede dicho de pasada que Sangre en el bajorrelieve -que conocimos, si no nos falla la memoria, hacia 1982 gracias a la gentileza de José Nieto- estaba dividido en dos partes: si la primera reunía dos poemas, el que abría el volumen, sin título, cuyo verso inicial se alzaba "Sobre la vieja rama de la desolación ...", y el titulado "Concepción del poema", que integraban tres fragmentos; la segunda, considerablemente más extensa, daba cabida junto a una composición sin titular, "Pecho arriba ha crecido...", a "Sangre en el bajorrelieve", la colección de diez piezas, numeradas con caracteres romanos, que prestaba su nombre al conjunto de la obra. Rigurosamente inédito hasta 1990, cuando, titulado Bajorrelieve, la Diputación de Huelva lo publica tras hacerse con el "Premio Hispanoamericano de Poesía "Juan Ramón Jiménez"" de 1990, Sangre en el bajorrelieve se configura, así pues, como el callado borrador provisional, como la primera prueba de estado, que documenta los momentos iniciales del riguroso proceso de investigación poética en que Diego Jesús Jiménez va a estar ocupado desde 1976, el año de la aparición de Fiesta en la oscuridad, hasta 1990, cuando, tras catorce años de silencio editorial, ve la luz, por fin, su Bajorrelieve definitivo. Así lo confirma, sin duda, el hecho de que el Bajorrelieve édito, que se presenta respecto al original inédito de Jaén con infinidad de novedades y retoques e indefectibles enmiendas y cambios, no sólo difiera de su esbozo de 1978 en que dobla su extensión y se acomoda a otra estructura, sino antes bien -si se nos permite la licencia- en el empeño arqueológico con que su autor, a sabiendas de sí mismo, desde su inconfundible voz de siempre y ante el impiadoso discurrir de su tiempo en la historia, lo retalla en la desmemoria de todos con una palabra recién inaugurada. Ya que este artículo no pretende, con todo, dar cuenta del cotejo entre las dos versiones del libro que nos ocupa, baste ahora con subrayar, en fin, que el voltaje gnoseológico de la poética desplegada por el Bajorrelieve de 1990, cuya abovedada exactitud inespecífica nunca cesa de adentrarse en la razón instrumental con que se carga de sentido la propia experiencia verbal que la define, se conforma como el territorio donde Diego Jesús Jiménez, tras un depurado proceso de investigación acordado al compás del vitalismo visionario que siempre ha informado su verso, se reencuentra con el ser emocionado de su propio decir y rehabilita la conciencia colectiva que nunca dejó de latir en sus poemas. Dado, a fin de cuentas, que el Bajorrelieve édito, ultimado por nuestro poeta a comienzos de 1990, no sólo expurga y mejora su ensayo de 1978 sino que duplica su número de versos -toda vez, en el fondo, que el Bajorrelíeve de Jaén, valga el término para entendernos, tan sólo anticipa, mas con infinidad de soluciones y variantes textuales luego desechadas, catorce de los poemas que integran el Bajorrelieve de Huelva-, ni que decir tendríamos que la versión definitiva del libro que ahora nos interesa se significa tras catorce años de paciente exploración, de trabajo a conciencia, de juiciosa reescritura vivida a pie de obra, como una de las entregas mejor acabadas de la poesía española de los últimos decenios (5).

Aunque escrutar las razones substantivas que no hicieron factible la publicación de Sangre en el bajorrelieve al amparo del "Grupo "El Olivo"" pondría al descubierto, a buen seguro, el constructo ideológico con que los aparatos culturales giennenses articularon la transición política de la provincia desde el régimen autoritario del General Franco hasta el orden democrático de la Monarquía constitucional, no procede ahora, sin embargo, sino aproximarse históricamente, si quiera sea grosso modo, al estatuto cosmovisionario definido por el poeta de quien este artículo da noticia bibliográfica. Entrando en materia sin más dilaciones, sépase, así pues, por lo pronto, que los tres primeros libros de Diego Jesús Jiménez se publican al inicio de la década de los sesenta, a las puertas de la España desarrollista, cuando los errores del objetivismo militante propician que el movimiento novísimo comience a cobrar su prometedora razón de existir y los poetas neorrealistas de la "Generación del Medio Siglo" se internan a conciencia por la agotadora madurez de sus vidas y sus obras. Sí con la primera de sus entregas, Grito con carne y lluvia (1961), un largo poema cercano a los doscientos versos, Diego Jesús Jiménez se para a contemplar el estado de sus sentimientos, aprehendiendo y ensanchando la substancia crucial de la tradición arraigada de nuestra literatura, con la segunda, La valija (1963), nuestro poeta demuestra haber tomado buena nota de la lección material que le dicta el vigoroso realismo de su ser desarraigado. Decidido, en consecuencia, a vivir la poesía como recurso para conocerse y a recurrir a la vida como modelo con que comunicarse, el vitalismo gnoseológico de Ámbitos de entonces (1963), el tercer tanteo inicial de quien ahora nos ocupa, presagia, no obstante, el irracionalismo radical desde el que Diego Jesús Jiménez, ante la encrucijada poética que marca el declive político de las fervorosas dicciones realistas, acometerá sus próximos libros. Que Diego Jesús Jiménez no se disguste si alguien pierde de vista estas tres primeras muestras de su obra -él mismo, en su Poesía reunida (1990), las adelgazaría al aunarlas bajo el título de Primeros poemas (1961-1963) no debiera, con todo, equivocarnos: aunque Grito con carne y lluvia, La valija y Ámbitos de entonces no son, en el fondo, sino tres ensayos poéticos de una voz en pos de su propio vitalismo expresivo, no es imprudente asegurar que la textura verbal que delimitan estos libros constituye, a nuestro ver, la pancromada matriz materialista de que se nutre tolo el universo cosmovisionario que alza la obra de quien ahora nos interesa.

El libro con el que Diego Jesús Jiménez alcanza el unánime reconocimiento de público y crítica va a ser, con todo, La ciudad ("Premio Adonais de 1964": 1965), cuya respiración existencial intensifica, de una parte, el vitalismo gnoseológico que había informado sus tres primeras entregas y enriquece, de otra, la tradición neorrealista que aún alimentaba la poesía hegemónica de aquellos entonces. Toda vez que nuestro poeta despliega a lo largo de La ciudad una honda preocupación por confesarse antes que por lucirse, no es de extrañar que este libro se alce, en efecto, como una paciente indagación en la voluntad de ser dichoso, como un vasto examen de la realidad del fracaso y como una sólida tentativa de rehacerse en lo vivido. Visto que la cosmovisión donde se asienta este poemario conduce al madrileño a preguntarse por los emblemas y razones de su destierro existencial, no debe sorprendemos que nuestro autor entreteja su testimonio metafísico con el ámbito donde suceden su soledad y su desamparo de hombre. Así las cosas, parece oportuno defender que el dispositivo emocional y la factura estilística que sostienen La ciudad no sólo se fortalecen con la potencialidad meditativa que depura su espacio sino también con sus misteriosos versículos de música quebrada. No resulta azaroso, por ello, de un lado, que La ciudad ordene su materia poética en complicidad con el paisaje, ajustándose a una estructura eliotiana -cinco largos poemas o rondas-, ni, por otro, que, poco después Coro de ánimas (1968: "Premio Nacional de Literatura de 1968"), desde la escéptica desazón de la amarga memoria de todos, desde la tregua vital que imponen el olvido, el amor y la infancia, eleve un cántico a las cosas sencillas, entone una oración por las grandes tragedias cotidianas y profiera un dicterio ante el miserable desorden del mundo. Sépase, por lo demás, que Diego Jesús Jiménez vuelca en Coro de ánimas su intimidad amorosa, su experiencia vital con el arte, su desconsuelo ante el pasado y la muerte. Por el sesgo reflexivo con que indaga en la simbología de su mundo, con este poemario nuestro poeta se asoma al territorio de su madurez, ofreciéndonos el espectro espiritual de su inabarcable combate existencial con el tiempo, con la realidad absoluta de su propia escritura, con su voluntad de ser ante el misterio del amor. De aquí, en resumen, que el clásico objetivisrno mágico de Coro de ánimas, donde nuestro autor experimenta la pulsión surrealista de lo visionario mediante una plástica verbal de alto voltaje vanguardista, aúne con fuerza y autenticidad las dos direcciones matrices de su poética, esto es: la autobiográfica o lírica y la conceptual o épica. En la medida, así pues, en que el madrileño sabe dar el salto cualitativo de lo elegíaco a lo dialéctico, del lirismo del yo al objetivismo del nosotros, su sobria voz se ensancha y consolida en la firme dimensión del compromiso. Y es que estamos, ciertamente, ante una poética de hondo calado moral, y de graves contrapuntos visionarios, en la que su autor, con la amarga lucidez de quien quiere arraigarse con el mundo, con la serena compostura de quien no desestima al individuo, se desvive en la suma y la resta de las pequeñas cosas de todos los días.

A tenor de lo dicho hasta el momento, no es aventurado mantener que, cotejada con el patrimonio lírico de sus coetáneos, la sólida gramática imaginaria de Diego Jesús Jiménez se singulariza no sólo por el temple existencial con que se encara ante las vicisitudes de la historia, sino también por la llana humanidad con que se sobrepone al confuso conflicto de la vida. Por desgracia, pese a la innegable personalidad de la poética que examinamos -fiel consigo misma, atenta a la palabra y empapada tanto de razón histórica como de sentido común-, el grueso de la crítica sigue sin reconocerle a nuestro autor la novedad de su hallazgo en el conjunto de la poesía española del último tercio de este siglo. A la vista de que el heterodoxo irracionalismo cosmovisionario a que se acuerdan La ciudad y Coro de ánimas ya presagia, asimismo, no pocas de las conquistas verbales que el informalismo ortodoxo layetano quiso hacer exclusivamente suyas para presentarse como rupturista en el umbral de la poesía española de los años setenta, no estaría de más preguntarse si la apuesta ideológica de Castellet y sus Nueve novísimos, si la nostálgica algarada tardovanguardista alentada por el crítico catalán -años antes, como se sabe, entusiasta abanderado de las escrituras comprometidas-, supuso en verdad un mero cambio de moda, un corte cosmovisionario real o simplemente fue, por el contrario, el último de los impagables servicios patrióticos con que los patrones políticos de la cultura española del interior, abrumados por la aventura hacia la democracia que el país tenía inaplazablemente que emprender, intentaban demostrar tanto que nuestra vasta postguerra social ya había concluido -como decretaba, según ellos, la definitiva defunción del realismo poético peninsular al que había dado pie la parda economía gramatical de la dictadura- cuanto que la deseada normalización política de la España de Franco ya estaba a punto de hacerse realidad -como presagiaba, según los vaticinios de los cerebros más seniiotizados de este mismo grupo de intelectuales, el efervescente renacimiento cosmopolita abierto por el inmaculado metalenguaje novísimo. Sea como fuere, lo que sí cabe afirmar es que la innovación estética experimentada por la poesía española a comienzos del último tercio de este siglo algo tiene que ver, a buen seguro, con obras como la de Diego Jesús Jiménez, quien, asumiendo todas las contradicciones artísticas de la encrucijada histórica de su época, al igual que buena parte de los poetas de la «Promoción del Príncipe», nunca incurrió en la falacia -tal y como harían, mediado de los setenta, tantos presuntos novísimos con sus engreídas confesiones teóricas- de destacarnos su poesía como el principio fundamental de la razón de la ruptura con la tradición realista de postguerra. Sobrio anticipo de las claves más meritorias de la vasta eclosión culturalista, no sería arriesgado sostener asimismo que la cosmovisión definida por el Diego Jesús Jiménez de La ciudad y Coro de ánimas, atento a la vigorosa lección de compromiso que dictaran los mejores poetas sociales, consciente de que determinados socialrealistas -entusiastas en exceso- venían retratando la mezquindad de su época a partir de un lenguaje con demasiadas fisuras, contiene incluso, y muchos años antes de la muerte de Franco, si bien sin refugiarse en los perezosos balnearios de la tradición al acecho de las domésticas sombras de la pureza, no sólo los fundamentos radicales de la nostálgico introspección metafísica en la que varios faraones novísimos acabarían empantanados llegada la hora de su cacareado segundo momento generacional, sino también los del arraigado constructo figurativo por el que algunos ilustres rezagados de la «Generación de los 70» terminarían encallando en la patética sintaxis tardogarcilasista popularizada con los finales de este siglo.

Con Fiesta en la oscuridad (1976), el sexto poemario édito de Diego Jesús Jiménez, calificado por la crítica más lúcida como una de las mejores obras líricas de los últimos tiempos, el proceso cognoscitivo que acomete la poética con que estamos, mágica como los atributos de su irracionalismo expresivo pero consciente ante la turbia navaja de la soledad y el dolor, ahonda en el asombro visionario de su propia textura, con lo que desemboca, a la postre, en la vieja frontera donde la vida se enreda con la frustración, el miedo y la muerte. Poema total, como una hoguera iluminando la noche, e inquietante, como la experiencia de una emoción refugiada en su transcurso, la racionalidad surrealista de Fiesta en la oscuridad acentúa el misterioso objetivismo vertebral de la obra en curso de nuestro autor y sobrepasa el epigónico aleixandrinismo castelletiano de los primeros anos setenta. Al acometer, asimismo, una acerada disección de nuestras hoscas condiciones humanas, esto es: de las mentiras con que todos nos gobernamos de ordinario, y una indagación obsesiva en la razón cultural de nuestros procesos creativos, esto es: en la vitalidad de la difícil belleza, los poemas de este libro desentrañan la fábula agónica del hombre ante la nada, alentando una ficción de verdad que presagia el germen cosmovisionario de que arrancará el intimismo postvanguardista de la poesía de la década siguiente. Contrastado el realismo barroco que encarna el culturalismo visionario de Fiesta en la oscuridad con el venecianismo de salón propio del historicismo novívimo, imaginario poético tan de moda durante la coyuntura cultural de la segunda mitad de los años setenta, es necesario repensarse no sólo si el empalagoso escapismo culturalista acaso pudo ser, en el fondo, el evasivo constructo ideológico de la arrebatada transición política del país a la democracia tras la muerte de Franco y la restauración de la Monarquía, sino también si las componendas críticas sobre el segundo momento generacional de la trova novísima sólo son, a la larga, el canto de cisne que confirma que los menos capaces de la legión veneciana configuran un continuum con nuestra doméstica poesía de postguerra. Receloso ante los aparatosos preciosismos venecianos, ante los efímeros frutos culturalistas tantas veces difícilmente verosímiles, quede claro, en suma, que con Fiesta en la oscuridad, una reflexión medida y minuciosa sobre las matrices históricas de la eclosión culturalista, Diego Jesús Jiménez sopesa y nos entrega la experiencia existencias de una biografía asolada en la memoria de todos.

En lo que toca a Bajorrelieve (1990), en cuya elaboración -ya se sabe- nuestro poeta estuvo trabajando desde 1976, quede dicho, de entrada, que constituye el audaz desarrollo narrativo, la alucinada crónica política, de una experiencia vital corroída por el sangrante paso de la historia. En virtud, así pues, de su carácter marcadamente épico y coral, sus poemas se alzan, en sustancia, como un friso realista donde la palabra solidaria de Diego Jesús Jiménez, sabedor de las implacables argucias del poder y de la ruin desmemoria de este tiempo, denuncia la irreversible explotación del hombre por el hombre, la cruel agonía de la libertad y las insidiosas imposturas del arte de siempre. Notario irracional, si se quiere, de la infame situación de la España inmediata, el madrileño, al tanto de las cartas marcadas del empirismo idealista, que se representa la naturaleza de lo literario como un proceso de extracción de la verdad esencial del individuo, i. e.: que escamotea los fundamentos históricos en que descansa la práctica del arte, nos desenmascara el atusado alcance del oficio de poeta. Así lo prueba, sin duda, que Diego Jesús Jiménez dibuje a pie de obra un alzado teórico de la contradictoria razón de la práctica poética, con lo que nos plasma las señas históricas de la desolada belleza del arte. Siempre atento, en resumen, no sólo a la magia fraudulenta de los discursos artísticos, sino también a los apaños dialécticos que guardan entre sí parecido y materia, no es imprudente afirmar que la obra de nuestro poeta, uno de los primeros disidentes del descriptivismo contenidista de la lírica engagée, enarbola la misteriosa pureza de lo irracional como útil visionario de conocimiento individual y colectivo. Al edificar, así pues, la memoria de su experiencia de la mano de la imaginería esmerilada de sus sueños, desde los que enraíza verbalmente ética y estética, la obra de Diego Jesús Jiménez se solidariza con la suerte de los desprotegidos, desmiente la naturalidad de la ideología dominante y se cuestiona, en fin, el papel que juega la flor resentida de la literatura en la ajada historia de este tiempo. No se olvide, por lo demás, que toda la gramática del libro se nos perfila no sólo como imago artis sino, antes bien, como imago historiae, como la imagen más reveladora del mundo en que vivimos. Procede asegurar, en consecuencia, que el perspectivismo simultáneo que informa BajorreIieve conforma un Guernica de los horrores cotidianos y domésticos, en cuyo tejido formal se manifiesta, por más señas, el contenido acumulado por la historia de la angustia de los hombres. Que Diego Jesús Jiménez conciba la literatura como la más fecunda manera de obrar en el presente, como el transcurso de unos signos interactuando en la historia, nos coloca, a la postre, ante una concepción del fenómeno artístico con la que es factible objetivar la conciencia social cosificada por el sistema de valores vigente. Al explorar a conciencia lo real verdadero del ser humano en el mundo, no parece discutible mantener que el neoirracionalismo sensato que engarza la cosmovisión desplegada por Bajorrelieve cumple una honda indagación ontológica, desmintiendo, por más señas, el tardorrealismo figurativo y el posibilismo neoclásico, los dos decretos que ordenan la España literaria de los primeros gobiernos socialistas (1983-1992).

Escrito a partir de 1990 -el año de la publicación de Poesía, el volumen donde Diego Jesús Jiménez tiene reunida su producción desde 1961 a 1976, y de Bajorrelieve, cuya poética inaugura la órbita cosmovisionaria que ahora amplía la factura de este libro-, Itinerario para náufragos, el último poemario editado por nuestro autor hasta la fecha, disecciona, de una parte, mediante una incandescente dicción surrealista que describe el fracaso que nos incomunica y detiene en lo peor de nuestras condiciones civiles, el rostro salvaje de nuestras afueras más cercanas, allí donde nuestra civilización muestra impunemente su crueldad y deja ver las entretelas de su disfraz presuntamente ilustrado, esto es: el desastre real de esta época despiadada presidida por la soledad, la mentira, el miedo y la muerte. Revivida como espacio propicio y esencial para que la memoria involuntaria haga acto de presencia dialéctico, la naturaleza constituye otro de los territorios cartografiados por la música objetiva que Itinerario para náufragos despliega: testigo arqueológico de los criminales errores de la esterilidad de nuestra Historia, purificada matriz de la vida donde transcurre el lenguaje camino del ser de sí mismo, lugar ameno donde aún le es dado al ser abandonarse a su mirada, ponerse a salvo del tiempo y reconstruir la imagen crucial de su existencia, en sus escenarios queda impresa la respiración proustiana de nuestro autor, incansablemente tras las huellas visionarias de ese yo suyo del pasado que custodia la maleza del olvido, ese yo indemne y perdido del que la veloz y poderosa impostura del presente nunca será capaz de apoderarse. Partiendo de la base de que la poesía es anticipación sensible de lo real auténtico, esto es: conocimiento emocionado de aquello que sólo puede ser aprehendido por medio de esa otra razón fundada por el arte, Itinerario para náufragos, comprometido testimonio realista del diálogo adusto entre las palabras y las cosas, escruta, por lo demás, la materia prismática con que el lenguaje cobra cuerpo, la ácida experiencia que encarna la literatura y el vacío problemático que el poema abre ante el lector, responsable último, en fin, de cargarlo de sentido y completar vitalmente su silencio inconcluso. Reconocida la voluntad hermenéutica que informa Itinerario para náufragos, donde es factible tomar conciencia, por cierto, del valor de los símbolos puestos en juego por Diego Jesús Jiménez a lo largo del curso de toda su obra, no se pase por alto que el libro que nos ocupa, al salvarnos de las ruinas del tiempo y del discurso de la muerte, no sólo se constituye como la potente formulación teórica de la manera esencial con que Diego Jesús Jiménez ensancha vitalmente las dimensiones cordiales del voltaje ético de su poesía, sino, antes bien, como la encarnadura crucial que ejemplifica cómo aún es posible a finales de este siglo hacer de la poesía una experiencia histórica rigurosa, útil y decente. Apuesta estética radical en favor de la asimetría, la materia, el barroco, la belleza y el amor, advertido quede que el trobar clus que vertebra Itinerario para náufragos nos da noticia sobrada, con todo, de la incansable vocación realista de su autor, siempre afincado, no obstante, en esos territorios de vanguardia donde aún le es factible al ser anonadado de esta época dialogar consigo mismo ante la historia de su propio infortunio.

Llegados a este punto, baste añadir a modo de epílogo que la poética de nuestro autor, divergente y peculiar, asentada en la tradición pero conocedora de sus límites, demarca unas coordenadas donde se conjugan, en virtud de una voluntad unánime de estilo, los sentimientos que revelan con las razones que descubren. Toda vez, por tanto, que Diego Jesús Jiménez trastorna los valores con que la crítica ordena el periodo en que se sucede su obra, su concepción del poema, que no provoca rupturas, y su actitud para con la poesía, que no engendra trayectorias, lo singularizan, como ha destacado recientemente Manuel Rico en su penetrante monografía sobre nuestro poeta como una de las voces más personales y auténticas del panorama poético de la España reciente. En resumen: no viviendo de la poesía, sino con ella, la nota más sobresaliente de la cosmovisión de nuestro autor radica, sin duda, en la fortaleza con que se resiste de veras y por derecho, esto es: desde la indemnidad de una palabra fundada en un yo que no se distrae del conflicto racional del hombre con su entorno, al agotamiento vital que desequilibra y atrapa a no pocos hombres y mujeres de esta época. A la vista del narrativismo histórico, el memorialismo dialéctico y la encarnadura política con que se adensa la textura cosmovisionaria de la poética de Diego Jesús Jiménez no estaría nada mal, en fin, ahora que parece agotado el constructo ideológico lírico de la movida cultural de la última década, esto es: el neoclásico tardorrealismo posibilista de los poetas de la experiencia figurada, que los últimos realistas del siglo, los sucios, los que últimamente parecen estar rabiosamente de moda, supieran utilizar los singulares procedimientos plurales que aún atesora nuestra inagotable tradición de vanguardia. Que eso es lo que viene haciendo, si no nos equivocamos, Diego Jesús Jiménez desde hace tres décadas. Que ese es el territorio por que sigue avanzando Itinerario para náufragos, la última entrega hasta hoy de quien sigue empeñado en salvarnos mediante la razón material de su música.

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(1) Queda registrada la patente novísima con Nueve novísimos poetas españoles (Barcelona, Barral, 1970, 263 págs.), antología donde José María Castellet pretende enterrar los socialrealismos peninsulares celebrando el informalismo tardovanguardista que definen las poéticas de Manuel Vázquez Montalbán (1939), Antonio Martínez Sarrión (1939) y José María Álvarez (1942) -los seniors- y de Félix de Azúa (1944), Pedro Gimferrer (1945), Vicente Molina Foix (1946), Guillermo Carnero (1947), Ana María Moix (1947) y Leopoldo María Panero (19481 -la coqueluche.

 

(2) Aunque la generosa elasticidad de la etiqueta crítica "Promoción de los 60" ha permitido que su nómina acoja a infinidad de poetas expulsados del paraíso novísimo, casi todos los acercamientos que se ocupan globalmente de la poética del grupo la caracterizan barajando las obras de Miguel Fernández (1931-1993), Joaquín Benito de Lucas (1934), Manuel Ríos Ruiz (1934), Ángel García López (1935), Jesús Hilario Tundidor (1935), Rafael Soto Vergés (1936),

Félix Grande (1937), Joaquín Caro Roniero (1940), Diego Jesús Jiménez (1942) y Antonio Hernández (1943).

 

(3) Poesía última. Eladio Cabañero [1930], Ángel González [1925], ClaudioRodríguez [1934], Carlos Sahagún [1938], JoséAngel Valente [1929] (Madrid, Taurus, 1975, 193 págs.).

 

(4) A pesar de las muchas contradicciones ideológicas de los miembros de "El 0livo", muchos de ellos, incluso, estrechamente vinculados con el aparato cultural del franquismo, no se puede negar que el premio instituido por los olivistas -a nuestro ver, de acuerdo con las obras que lo merecieron, su proyecto más coherente- se configura, pasados los años, no sólo como el episodio literario más notable del último tramo de la postguerra giennense, sino también como una muestra singular y fidedigna de las poéticas heterodoxas en la España de los años setenta. Por desgracia, desaparecido de su tutor de toda la vida -Diego Sánchez del Real (1932), por motivos laborales, se marchaba de la provincia en 1980- y huérfano de su valedor económico -la Diputación de Jaén, constituido su primer gobierno democrático en 1979, dejaría de apoyar el certamen-, han tenido que transcurrir casi veinte años para que la séptima edición del "Premio Internacional "El Olivo" de Poesía" (1997), luego de la fallada a finales de 1978 en favor de Diego Jesús Jiménez, cobre cuerpo otra vez bajo el patrocinio del Ayuntamiento de Jaén. Como refrendo de nuestra opinión sobre el premio con que estamos, quede noticia, en fin, de la valiosa nómina de sus ganadores y finalistas, a saber: en la primera convocatoria del premio (1969), dotado con diez mil pesetas y la edición del libro ganador, fueron galardonados, ex aequo, el granadino Juan de Loxa, pseudónimo de Juan García Pérez (1944), por Las aventuras de los... bang (Jaén, El Olivo, 1971, 51 págs.), y el cubano Julio Enrique Miranda (1945), por Jaén la nuit (Jaén, El Olivo, 1970, 39 págs.). En la segunda (1970), con igual dotación que la anterior, obtuvo el premio Mass society (Jaén, El Olivo, 1971, 43 págs.), del granadino Juan Vent Cos, pseudónimo de Juan José Ruiz-Rico López-Lendínez (1947-1993); quedó finalista el leonés Agustín Delgado (194t), con Lo que arroja el mar (inédito), cuyos poemas, junto a otros, conformarían, años más tarde, Espíritu áspero (León, edición de autor, 1974), recogido en De la diversidad. (Poesía 1965-1980) (Madrid, Hiperión, 1983, 245 págs.). En la tercera edición, que hubo de aguardar hasta 1973, se alzaría con el premio -dotado con la publicación del libro y cincuenta mil pesetas en metálico- Memorandum (Jaén, El Olivo, 1975, 44 págs.), del gaditano Fernando Quiñones (193l); los finalistas -que se adjudicaron, respectivamente, treinta y veinte mil pesetas- fueron los granadinos José G. Ladrón de Guevara (1929), por su Sólo de hombre (Granada, Universidad, 1973, 71 págs.), y Nicolás Rico Morales (1943), por su Enlodaremos la muerte de los lirios, inédito hasta la fecha. En la cuarta convocatoria (1974), dotada como la anterior, el premio fue a manos de Salustiano Masó (Madrid, 1923), por su libro Amor y viceversa (Jaén, El Olivo, 1976, 46 págs.); llegaron a la final el boliviano Pedro Shimose (1940), con Al pie de la letra (Jaén, El Olivo, 1976. 48 págs.), y el granadino Álvaro Salvador (1950), con Los cantos de Iliberis (Jaén, El Olivo, 1976, 43 págs.). En la quinta (1976), que mantuvo la dotación de las dos anteriores, se hizo con el primer premio el conquense Rafael Alfaro (1930), por su Objeto de contemplación (Jaén, El Olivo, 1978, 50 págs.); resultaron finalistas el sevillano Joaquín Márquez (1934), por La lluvia traducida (Madrid, Aldonza, 1978, 49 págs.), y el madrileño Alberto Barasoáin (1935), por su Dar oídos a sordos, que continúa -creemos- inédito.

 

(5) Disponer de Sangre en el bajorrelieve, el original inédito que obtuvo ""El Olivo" de Poesía de 1978", nos ha permitido, cotejado el Bajorrelieve édito de Huelva con su primera redacción premiada en Jaén, examinar el complejo proceso ideológico de producción de esta obra, caer en la cuenta textual del afán perfeccionista de nuestro autor y establecer una edición crítica anotada de este poemario -crucial, a nuestro ver, dentro de la cosmovisión poética de Diego Jesús Jiménez y uno de los más significativos de la poesía española del último tercio de este siglo.