Universidad de Chile

DIEGO JESÚS JIMÉNEZ

 

<--volver

FIESTA EN LA OSCURIDAD

Arrodillado ante tu cuerpo. ¡Oh tú!, verdad hecha de flores, apacible paisaje
de reyes y criados dando caza
sobre el jarrón vacío del recuerdo a ciervos encantados
bajo un ciclo de nubes en jauría
y sin paz. Y así la imagen
del séquito encendiéndose
en el fondo del ojo del animal que ha muerto. Brillan las armaduras de los guerreros
que regresan; se oyen en su mirada
los cascos del caballo que cruza
y el frío del relincho. Rocío de la noche,
sueño que me ha olvidado, eres; imaginada por mi lengua, nacida en el inmenso
nublo de la memoria. Álzase en el concierto de los aires y en la luz hecha música.
Inventada apareces, ¡oh tú!, espejo de las sombras, oscuridad de invierno,
pájaro de las corrientes dibujado en el agua. Hace tiempo
matáronme. La imagen de la muerte
reposa hoy en tus ojos. Sueña
el laúd en la alfombra de la noche, olvidado.
           Beso tu corta edad; subo la falda aquella de la infancia,
llora el deseo crecido en la niñez. Allá sobre el más hondo
dolor de haber vivido, yo te amo. Mientras, la luna entre los árboles
quema su sueño en libertad. Como un nido el deseo se sostiene en la cumbre
de un desnudo dichoso. Otros días
anduve entre las sábanas de la prostitución, donde se acepta nuestro beso
como negocio, no
como naufragio.
                                  Y cae la tarde, y en los ojos del ciervo
las estrellas se olvidan. Cuántos
cuerpos que me despreciaron, desde el tuyo me aman. ¡Oh!, cuántos
rostros y pechos y desnudos
nacen de ti, silenciosa y oculta, fiesta en la oscuridad, flor que ha crecido
sin juventud, y yace
sobre la tumba de su arena, como un dios inventado.
                                                              Sobre el jardín
cae la lluvia incendiándose. Tras el disfraz de su linaje
monta el rey en las hembras
de los labriegos. Cruzan las águilas baldías
del corazón, la cumbre de la sangre. Rara es la complacencia de esta orgía
donde la servidumbre asciende, humillada entre risas
de licor medieval; movidos por los hilos del alcohol, amenazados
por la navaja del destino, bufones de este reino, donde tan sólo somos los residuos
de una hoguera apagada.
                                             Mira nuestros desnudos, ese
reflejo de oro de nuestra pobreza, ardiendo en la mirada de cristal, tendido en los profundos
                                                                                                                         bosques
de los ojos del ciervo que, hace años, mataron. Tu cuerpo es residencia
y es hogar de otros cuerpos. Sobre tu espalda crecen los milagros, vienen
a beber de mi sed otras espaldas. ¡Oh! mira, ésa de hombros tranquilos, llena de soledad
y de humildad, o esa
que respira en asombro, derribada y gentil; o aquella de
vuelo moreno como el del halcón; o esa otra de ahí , amiga de la noche,
que no tiene nombre, sino precio; o la que se arrodilla cuando ama, esa
que nace del olvido y ya tiembla
de amor. En tu cuello indefenso aún vive
toda la adolescencia y la inocencia
de aquellos días. Cárcel
y hospital es la luz para los sentidos. La claridad destiñe a la materia; envilece el sonido
de las palabras, quema las sombras, desvanece el recinto de los sueños
y el lecho donde amaban.
   En qué perdido paraíso, sobre qué antiguas nubes
rezan por ti mis ángeles. Qué negras alas llevan
mi cerebro a tu cuerpo. En los altares de la carne cumplen
el dolor y la vida. Apaga tú esa noche, esa
que en la mentira crece, que fermenta en la nieve
del desdén y el olvido. Bajo las cumbres de la tarde
bajo esa luz que, por un momento, da color de azafrán
a la senda y al monte, la libertad nos mira
con sus ojos vacíos. Parece que no fuera
a cerrarlos jamás.

(EL DEMONIO)

En ningún lugar
es venerado tanto nuestro demonio
como en las iglesias. Esta es la casa
de su infancia, y su sucio hospital. Y pasea -¿qué impulso
o deseo mortal nos traicionó?-, vive
de las casullas, duerme bajo el oscuro
rincón de las sotanas. Nada amanece
tan borracho como él. ¡Subir, y poder maldecir allí
a la vida! Pero siempre, siempre se nos acuesta
con el ama del cura, nace
de entre las cortas
faldas de nuestra orfandad.
                                                  Prueba, prueba el mal vino
de nuestra sacristía, de nuestro atrio
o corazón en vela. ¿Sólo aquí es alabanza?, ¿sólo aquí se discute
su falso precio?, ¿su sombra
falsa y sin aventura? Miel
que comeríamos, si llegase a cuajar. Mas como el duende
de la niñez, nuestro demonio crece
por nuestra sangre, bajo la pálida vigilia
de nuestro miedo. Como
una vieja mañana, piso su habitación. ¡Oh, niños
rosarieros! No más, no más
llanto sobre la noche; nunca la voz, el alto
vicio y escándalo
de nuestra soledad, de vuestra sola
mirada sin perdón.
                             ¡Oh!, hueco raso del día,
que es ya la noche; acude, abre las puertas tú, deja
que la mañana pise nuestra alcoba. Aquí,
no fue el tranquilo
respirar de las sombras; no en el rincón de casa
vivió el duende, ni bajo la chimenea de nuestro ocio
guisó su caldo, mojó sus hierbas, sus crisantemos, hizo
sus recetas, sus fórmulas
para la salvación. No en este trago seco
de aguardiente o anís; ni tras la lumbre
de las putas viejas, hartas
de malicia y recados, de chismes y visitas,
se esconde. Ni en la mano invisible
del ladrón, él está. ¿Dónde entonces?,
¿dónde tú, bestia inútil, animal sin dueño?, ¿dónde
tu presencia, que yo tanto he buscado?
                                                          Siempre
bajo el reclinatorio de la incertidumbre, a la sombra del púlpito, cerca
del frescor de la cúpula, de nuestro ser, en vano.
                                                                       Perdida
la memoria de dios, el fraile
sólo a ti acude, y por huir de ti
te toca el ala. ¡Oh!, llegan los ángeles, nacen
de tu cuerpo los ángeles: en él tiembla
su amor. De qué odres o sombras
de mi vida naciste tú; en qué viejos altares
o sacrificios de mi sangre, recé por ti. Canta
en la seca llanura del deseo
mi infancia. Ven, ven como entonces, come
de mi bajo
ser que en ti anida. Gracias a ti
es la ciencia y el mundo.
       ¡Ah, si al fin tú existieras!

AMANECIDA EN CUENCA

A Andrés Moya

    Grata
y bien venida sea
la lluvia que ahora cae sobre el tiempo, en Cuenca. Hondo son
este que guarda en el umbral del dia a tanta eternidad. Hoy bebe de su sed
la mirada en el júcar. Tiembla en el aire de la mañana
toda la juventud y toda
la vejez de la vida. Abrasa y yace con su sombra
la flor, el verde, el claro
cernido bajo el pino del sueño
por donde el agua pasa en serenidad, y crece
en su paciencia el fruto; y bien madura, aunque quede en el árbol
la humildad de su trino, como
una existencia más, una existencia
que hacia el galope de la nada muriese.
       Es la lluvia, con su tropa en silencio, con su milicia derrotada quién baja
y me despierta. La amanecida es un espejo roto. Hiela
el enorme ojo abierto de la luz
en el páramo. Como mujeres en costura, entre secretos falsos
y verdades zurcidas, cose la realidad, da su puntada
de hilo negro en la noche.
  Huye un guerrero; baila el recado de la lujuria con el de la honradez.
Escondido, asomado a su estrecho ventanal, a su frío desmonte
nos mira el ser. Todo: lo verdadero v lo asustado
por la verdad, lo falso y lo mentido, ¡oh, cómo a tientas y en traspiés aún busca
su aguja y su alfiler, su dedal y su sábana, y allí nace el pespunte, y allí el zurcido de nuestra
                                                                                                                         presencia.

mira a su alrededor!
    Nadie, sin embargo, pudo soñar aquí. Siempre la luz, siempre la misteriosa claridad del
                                                                                                                                 día
nos despierta en su sueño.
    Lavo mi ser en ti, ¡oh río del tiempo!, Júcar
indefenso y tenaz. Sé tú ese vidrio, como el cristal claro de la helada en la noche, ese
                                                                                                                          sollozo,
ese ruido que aún busco, que casi veo allí, al raso, bajo la sola vida del hombre.
     Entre ese vino que
pone en mis labios amistad, y entre mi tristeza
que me defiende y casi
me perdona, ¿qué hay? ¡Oh! río que al recordarte
mojas la infancia todavía, inundas, lavas mi dolorosa juventud, la deplorable y venturosa y
                                                                                                                              fría
cima del corazón.
Aún sigue ahí ese árbol, dándole sombra y dicha, y frescor
a la senda. ¡Cómo esa rama, casi ya sin aliento, aún sirve
con su vejez al nido! ¡Oh, cómo sigue el suicidio protegiendo mi vida!
    Sobre días remotos
cuaja la luz; se aparece la noche entre prostíbulos, entre trastiendas llenas
de demonios y de ángeles. Los andamios del aire, estas piedras altísimas, como barcos
que en un silencio eterno navegaran
el estiaje de la vida. ¿Qué fue de la existencia aquí? ¡Oh! ¿qué hizo el hombre para
ser así castigado?
   Mientras piso la noche, la noche tuya
tan lejana siempre, y es el primer albor
y miro y casi veo
el más alto suceso de la lluvia encendiendo
la aliaga de los sueños, viene, viene desde el pinar
la noche amanecida.

de Fiesta en la oscuridad (Madrid, 1976)

Sitio desarrollado por SISIB