Universidad de Chile

DIEGO JESÚS JIMÉNEZ

 

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ESPACIO PARA UN SUEÑO

Escondido repite,
por cipreses y yedras, un pájaro su canto.
Celebra la mirada
una batalla con el tiempo esta tarde de otoño
incendiada de nieblas. Y pensando en la Historia
-una nube de polvo en el paisaje,
las piedras estañadas por los tonos azules
que ha dejado la lluvia en las almenas- ves derramarse el tiempo.

En la antigua arquería, los fragmentos
de una inscripción indescifrable, poco a poco, se han ido convirtiendo
en pequeños reptiles disecados: belleza aniquilada
que aún deslumbra a tus ojos. Es el tiempo
que, como los ríos, huye
-rehén de sus espejos-, al obsesivo espacio de cuanto no ha vivido.

Si debemos morir, ¿por qué la vida,
sobre cualquier lugar de la memoria, continúa esperándonos?

Aletargados por el sol, decoran el silencio
cuantos signos contemplas.
                                         Tan sólo purifica
la calma vegetal que respiras, el canto del jilguero
que la enramada oculta. Así habitas su edad
llena de sufrimiento; la geometría invisible de su música eterna.

Los malvarreales, centinelas de acequias
y de ruinas, la claridad de humo
de esta tarde de octubre, edifican el reino que contemplas.
                                No sabes ya si vives,
o si sueñas o has muerto y no te has dado cuenta. En sus altares
lo irremediable de la Historia es venerado. Nace de las orillas de un infinito océano
la luz cansada de cuanto te deslumbra. No otra cosa difunde
su corazón ahora, que no sea la muerte
que continúa latiendo.

EL TEMBLOR DEL SILENCIO

I

En el jardín del claustro
vence el tiempo a la luz. Dos leones alados
a los que nace entre sus fauces musgo, mantienen
con sus formas de piedra
una pelea acuática: batalla de reflejos
cuyas llamas inundan de belleza el estanque.

                                                    Un lejano esplendor
ilumina el recinto que la mirada crea, sirve para decoración
de la memoria. Hay en las rejas sangre y, entre la fronda del bosquecillo próximo,
guerreros que se ocultan asediando a la nada.
Nunca coincidiremos con la muerte. Nuestros ojos se pueblan
de imágenes que, al mezclarse, destruyen
los diferentes ángulos de visión de su puesta en escena.
Cualquier espectador, al habitar el nombre de la muerte, asiste
al opaco sonido de un espacio que es único: un paisaje desierto,
sin perspectiva alguna, donde la luz proyecta su reflejo sin vida.

Brilla en su infierno verde el corazón del bosque
y en la fronda podrida de la alberca
posa sus sedas de calor el verano.

                                                   Ves el temblor
del tiempo. Las flores que se abren
en el jardín, iluminan la ausencia de cuantos defendieron
este lugar que te convierte en sombra.

 

II

            Contemplas
los despojos de un siglo que murió entre placeres. Todavía
el hedor de sus sótanos y el rumor de sus fiestas
incendian las ciudades.
Ved el espacio en llamas, la combustión del aire: los edificios
de los cuarteles y de las catedrales; el fulgor del dinero
y su oleaje sobre el horizonte; ved
el corazón de piedra
de la ciudad, sus inmensas fortunas
trasladas de una página a otra de la Historia por los mismos esclavos.
Todavía se adoran en los templos sus dioses, y las leyes
-incluso las que nos ofrecieron libertad-, conocedoras
de que nuestras costumbres seguirían haciéndonos cautivos, son las mismas.

Nos disfraza el pasado con sus más bellos trajes
y el tiempo, que convierte en leyenda la sangre de los héroes,
nos miente. Imprecisas imágenes, ambigüedad de formas
giran en la memoria. Las flores
hierven movidas por el aire, y un agreste paisaje
se remansa en los prados. Como música antigua,
la luz gastada por la arquitectura
se desliza en los muros. Los pálidos colores
con que oculta el pasado su derrota
iluminan el templo.

                               En las ruinas,
queda una claridad de yeso mordida por la muerte; caen del tiempo los copos
de una ceniza enferma. Y en tus ojos, que celebran lo efímero,
arde la soledad de toda gloria.

 

IV

        Coronada de mártires, seguida
de notarios y astrónomos, dueña de navegantes
y teólogos. La comitiva de la Historia
cruzó por estas lomas transportando sus jaulas
con exóticos pájaros, construyendo prisiones y murallas, patíbulos
y altares, plena
de venenos y joyas.
                             La recuerdas
en los primeros libros de la infancia, ilustrados
con las mayores aberraciones y crímenes, vestida de serpiente,
disecados sus labios lo mismo que en los mapas los nombres
de las ciudades y los ríos.

La memoria repite una retórica sucesión
de desiertas imágenes, un confuso cortejo
de lejanías plateadas y nieblas.
     La Historia es un lugar estéril, donde los hechos suelen
ser razón del error, donde son perseguidos por la muerte
los sueños, y en el que todas las ciudades tomadas
son infieles.

Ves regresar el tiempo, lamer
como un reptil cansado con su cuerpo los muros
donde el escudo de armas, todavía con savia,
envejece en su gloria. Las ruinas tienen algo
de distancia que arde, un resplandor de luces desterradas.

Cruzan, las figuras sin sombra de la Historia, la tarde; y ves crecer las flores
que nacen siempre en las edades muertas.

ESCOMBROS DE LA LUZ

         La mugre de la Historia
depositando sus opacos barnices en la policromía,
rescoldo ahora de su propio esplendor.
                                 El tesón con que el tiempo restaura
la grandeza de un arte en sí mismo perverso, embriagado de joyas
y concilios, dueño
del corazón de las ciudades.
                          En el coro las sombras
iluminan los cuerpos de desnudas novicias
carbonizados por los siglos, la lujuria tallada en la erección del sexo
con la que el confesor escucha, complacido, el triunfo de la carne.
Imágenes, todas ellas, que excitan
la piedad en los fieles y el temor al infierno. Erizadas maderas
por ángeles caídos y fantásticas bestias. Lo mismo que el gran falo
advierte del castigo convertido en serpiente, labrado sobre el pubis un racimo de víboras indica la impureza de una joven doncella
cuyo rostro termina en un pico de ave. Victoriosos demonios ofrecen
el abrasado aroma del deseo a la noche.

                                            Las vidrieras tapizan
con sombríos morados y azules invernales las bóvedas; oscurecidos verdes
sin floración ni savia, púrpuras en brasas, geometrías yacentes
en escombros de luz, callados ocres
cuyas ruinas descienden la pared iluminando un cielo
fantasmal y sagrado. La desnudez redonda de los ángeles
torturados de gloria en retablos y pórticos, los fantasmas
                                                      del mármol, el aliento del aire
inundando de seres invisibles la infancia. Se oxidan
en un incendio de resinas y ceras, la destreza del orden
con que el poder se une a su enferma liturgia, la sensación de eternidad
de todo cuanto ofrece su fulgor a la nada.
                                              Este lugar
que intenta ser el reino de los cielos, nos muestra
en sus formas absortas, el exiguo valor
de la vida en la tierra. Mas, el creador, qué poco
debe a la libertad; acaso
los helados ropajes y el enorme vacío
con que el arte disfraza sus épocas de tedio.

                               En la breve capilla
una luz femenina envejece a la santa que concede favores.
Milagros disecados en la pared, conforman
el museo de cera; lirios envenenados de silencio los hábitos,
en cuyos pliegues duerme, para siempre, la luz;
amortajada la blancura en los trajes de novia: exvotos
que el delicado carnaval de la muerte devora.
                                                       Superstición y magia
son origen del arte. Así en el fresco llameante en la bóveda,
utilizadas sin piedad, estas formas ensayan con torpeza
la imitación de un ámbito sagrado. Más
desde la eternidad, la belleza no existe; el creador recorre
el camino contrario.
                             La eternidad
sólo vive en lo efímero.

ÁNGEL DE OSCURIDAD

       Libertad aparente la palabra en el aire;
la espesura del verso,
penumbra iluminada por vocablos oscuros.
Solitarios, los pájaros, recorren
como una sombra más las sombras en el bosque.

                                                             La claridad
siempre es distancia; apenas un intento
de llegar a la luz. Ángel perverso
y bello, donde la noche anuncia
su lenguaje habitable.

Nunca hallarás, al otro lado de estas sombras,
vida alguna; luz que te aleje, pájaro de las tinieblas, con sus nombres ambiguos
de las ruinas del tiempo.

EL LINGÜISTA

Es ambición hermosa someter las palabras.
Reclamaba el lingüista
la precisión del tiempo para nombrar las cosas.
Conocer los arroyos, las escondidas sendas de los sabios, y las noches
abrasadas de flores; dónde el lenguaje abre sus palabras más justas.
Juan de Valdés sabía
que las palabras pueden penetrar la materia
y, con su luz más diáfana, establecer un orden en su universo helado.
Trabajó con las sombras, vivió oculto en la niebla
de su taller obscuro; en fríos alambiques de vidrio, acontecieron
los más bellos vocablos. Destilaba la razón en matraces, calentaba sus pétalos
en busca del aroma que las palabras dejan en el aire al nombrarlas.
Atravesó la noche donde el silencio habita
los perfumes más cálidos. Ese resol perdido
incendiando la tarde por las hoces de Cuenca
iluminó su frente. Y acaso viera al cielo, con su escritura pálida en las aguas,
transcribir la belleza, la exactitud de toda su penumbra infinita.

Que la palabra nombre con su sabiduría, llene de sonidos exactos y de luces precisas
nuestro conocimiento. Si es en los ríos donde se detiene
sea fría su música, transparentes y frescas sus dormidas imágenes;
transcurran las palabras reflejando el silencio
o queden derrotadas recorriendo sus bóvedas, entre polvo, a la sombra
de sus casas en ruinas, si acuden a las plazas vacías de la Historia.
Someter la palabra, Juan de Valdés, es ambición hermosa,
pues que así se da nombre y destino a la vida, la materia ilumina
su corazón cerrado.

CALDERÓN DE LA BARCA, 41

      Los artesanos, sobre la lejanía de la tarde, formaban
un horizonte de sonidos.
                                 Las bengalas del frío
encendían la noche entre las hortalizas
de las huertas más próximas como una ciudad lejana.
Rodeada de templos y patios escolares, yo vivía
el deterioro de aquella casa familiar
en Cuenca, donde algún tostadero de café,
teñía con su aroma el invierno, como se tiñe ahora
de una luz sin origen la memoria.
                                                Recuerdo así la imagen
de san Antonio en la penumbra, su mirada ofendida
de oraciones obscenas; veo el tren en la noche atravesando el túnel
que formaban las sillas en el recibidor; los soldados caídos en el juego de bolos, su muerte de madera; como flores crecidas
en las riberas de un abismo, aquel campo de encajes en el que levantaban
mis tías, un altar familiar sobre la cómoda: Jesús crucificado, santa Rita
             de Cassia, santos
Sebastián e Isidoro -obispo de Sevilla-, imágenes
como llaves barrocas que encendían
el calor del verano derramado en la alcoba.
                                Era un lugar sagrado
para mí. Recuerdo
los cajones abiertos de la cómoda, su soledad
desordenada, mi infancia atravesando
con temor sus tinieblas. Me estaba prohibido, pues
según mi madre, allí había medicamentos venenosos;
más en vano buscaba yo el perfume de sus flores de hielo; cada objeto añadía
a mis ojos más dicha.
                                Rodeado por un silencio antiguo,
un silencio buscándose a sí mismo, abría los misales para ver sus estampas, el vacío dolor
                                                                                                                                    que
deja la muerte de los desconocidos en los recordatorios;
la crueldad de un paraíso oscuro, como si alguien de la casa hubiera hallado
su única salvación en la muerte.
                   Había nidos de alfileres y cintas, recortes de periódicos
de París y de Genova; manuscritos sermones
que nos amenazaban con el fin del mundo; un rosario de pétalos de rosa,
cabos de velas y un farol entre túnicas
como un pequeño sepulcro de cristal; restos de procesiones
y revistas de moda. De su interior salía
un aire humedecido por los años, una respiración
de capilla cerrada; encajes de las sombras los velos, las mantillas.
                                               En su fondo aún los trajes
de una primera comunión
como desfallecidos ángeles; viejos devocionarios
y una Biblia antiquísima como una teología
cuyos dioses hubieran huido de sus páginas. Me producía un temor blanco
una pequeña urna, como si al levantar su tapa
fuera a encontrarme un rostro transparente mirándome. Guardaba en su interior
un mechón de cabello como musgo angustiado.
                                          Y había cajas metálicas
de carne de membrillo con paisajes franceses
que contenían sortijas y collares, cremalleras y broches
que a mí me parecían nidos
de pequeños reptiles y que, ahora habitan la memoria
con sus formas sagradas.
                                      Las cajas de zapatos
contenían postales y láminas de mártires; una navaja envuelta en un papel de seda
como un crimen oculto; fotografías familiares
en la calle de Lauria o en las dehesas de Priego. Los ojos de mis tíos ya muertos
parecían pensarme en los retratos.

                                                  Algunos días antes
de llegar el verano, uno de los cajones de la cómoda
reinaba sobre todos. En él se abandonaban
los vestidos antiguos en los que yo veía los más bellos disfraces.
Flotaban en la espuma de las grandes toallas,
como si se tratara de los desaparecidos cuerpos de la infancia,
los bañadores de mis primas. La ropa del estío
dejaba por la alcoba una sombra de encina y brillaban los ríos y los pájaros
y, por entre las arboledas, huían de sus cofres los cánticos
de los conventos próximos.
                                         Acercaba a mi rostro
suavemente sus blusas, y encendían las horas de la siesta los antifaces negros
de los sujetadores, las medias que extendían en llamas
sus alargadas sombras. Su roce acariciaba
la superficie del sonido de su carne en mi cuerpo. Como el de la ceniza
era estéril su rostro; y quedaba en mí, oculta,
la sensación de haber martirizado
su vida virtuosa.
                       Oía yo el silencio, entonces, de la casa;
un silencio de olmo deshojándose.

                                          Como si lo que ya no existe
estuviera aún cautivo
en la desierta imagen de las cosas que miras, y fuesen
príncipes asesinados en su trono cuantos nombres pronuncias,
atraviesas la luz
entornada del tiempo: un lejano rumor de sonidos nevados, la indefensa blancura
que la muerte conquista.

de Itinerario para náufragos (Madrid, Visor, 1996).

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