Universidad de Chile

JUAN CARLOS MESTRE nació en Villafranca del Bierzo (León) en la primavera de 1957. Ahí despertó a la poesía, en la inocencia del monaguillo que busca el alma de las setas, encontrando la mano amiga del malogrado poeta y paisano Gilberto Núñez Ursinos. Cursó estudios de Ciencias de la Información en Barcelona, licenciándose con la tesis "Escritura y Realidad en el Periodismo Contemporáneo". Asiduo colaborador de prensa, sus artículos y otras licencias en prosa y verso abundan en un nutrido número de publicaciones. Premiado en distintas convocatorias poéticas, en 1981 publicó en Barcelona el poemario "Siete poemas escritos junto a la lluvia".

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EL TERRITORIO DE LA POESÍA, LA CASA DE LA IMAGINACIÓN

En aquel entonces yo vivía en un país lejano y las muchachas salían desnudas de los conservatorios con cabezas de alce y girasoles y violines ardiendo. Es la memoria, el hilo de mi pensamiento en los telares de la analogía, la remota casa de las palabras donde hallé un día la semejanza, el vínculo revelador, entre la realidad y lo imaginativo maravilloso, entre la idea posible de quien se asombra al contemplarse como servidor de los grandes misterios del mundo y aquel otro cuya existencia es la duda, la intuición o certeza, de saberse asomado permanentemente al vacío.

Viene el hombre a nacer rodeado de voces, de geografías e historias y largas caravanas de antepasados anónimos. Pero viene el hombre también únicamente y solo, callado a pesar del estruendo, distinto aun cuando procede monótono, y hay en él vacío y hay nada, y ésa es su posibilidad en el universo: trazar el círculo para que habite su sombra, el territorio donde construye su templo al dios de la nada.

Eso ha oído mi alma más allá del ruido con el que se suceden los días, más allá de la melodía del tiempo que transcurre en nosotros con su río de silencio y de música. Aquel muchacho que fui oyó lo que nadie decía, vio la pradera iluminada por el fulgor del relámpago, por el vértigo de las semillas de las que brotan los sueños. Era un país bajo el universo de las fugaces. Esto es, lo imprevisible, lo misterioso de los arroyos ocultos donde se baña, antes de nacer, el ángel nunca esquivo de la imaginación. Yo estaba ahí, y esa línea era la frontera. Tal vez ahora, en el instante de imaginarme sobre la gran ficción de la realidad, pueda mi deseo, pueda la voz del eco de los días, intuir la piedra, la plaza de la memoria, el resplandeciente lugar a cuya oscuridad obedezco. Sobre la chapa de bronce de la eternidad alguien ha escrito una remota palabra. Mis ojos pueden leer la tristeza inmutable de esas vocales arrojadas a la intemperie del tiempo; sin embargo, pese a la voluntad de mí mismo, los signos de esa historia cifrada con el pensamiento de otro recuerdo me hablarán de algo que yo desconozco, de algo que llega a mí y me dice y me habla, pero que yo no comprendo. Lo que yo oigo no es lo que ha sido pronunciado; algo así: donde late el crepúsculo se inicia el cántico del amanecer. Hecha la luz, cada palabra es un paso, un paso infinito, sucesivo, perpetuo, de un éxodo hacia el centro, y cada hablante un íntimo desconocido que existe en cuanto procede de otra sombra. Ambos, sombra y caminante, avanzan por el espacio sin límites del mito, vigilados por la quimera metafísica del tiempo que pasa, es decir, el temor al centauro; es decir, la certeza ante el caballo de la realidad cuyo jinete es la muerte.

Procedemos de un sueño y hacia otro sueño acudimos. Nuestras palabras, desde el abismo en el que no existía el lenguaje, han ido creando el paisaje, erigiendo la estatua del hombre, el oficio de libertad de su persona, la compasión resignada de su soledad ante el otro, aquel semejante en cuya frente está inscrita la memoria de un dios. A eso hemos venido desde lo frío y lejano, a reconocernos en el oído, en el ruido de la palabra de la fundación. Acaso mi única realidad no sea otra que aquella que nombro, no la palabra que digo, sino el espíritu de la palabra que pienso. Cuando en noches de mucho abatimiento sucede el enigma del pájaro, la rara belleza de la ebonita, la hoja sonora del quimbombó, una realidad más poderosa que lo meramente nombrado comienza a habitar la humilde cabaña de mi escritura. Cuando digo casa, cuando apilo losa o diamante, construyo esa casa y entro en ella y crujen sus maderas y veo el corro de mis antepasados alrededor de la pequeña hoguera del corazón. Ése es el humo que hablamos, el rumor permanente en todo lo que oímos: soledad y misterio, una casa en el aire cuya única puerta, para mí, es la de la imaginación. No conozco otro camino para acceder a ella que el de un breve sendero de cristal, como una calzada de espejos sobre la que mis pies proyectan otra figura, otra sombra de la sombra, otro ángel del ángel. Cuando no estoy, desaparecemos todos, pero cuando retorno de mi extravío somos multitud. A veces, creo reconocer la compañía de alguien que, muy cansado, muy anciano va en la repetición de sus tópicos, me advierte de los peligros del caminante: ése es el prado de la locura donde pastan las bestias de la melancolía, ése es el soto de la oscuridad donde grana la semilla del silencio, ésa es la estéril finca de la aritmética y su música opaca. Pero me basta el riesgo de su prohibición, su fértil tacto de ceniza, para saltar del cercado: ante las cancelas de la ley sólo cabe el impulso de la transgresión. Ahora bien, yo hablo de un lugar, desde un lugar, donde toda intención es legítima, todo acto libre, todo resultado inocente herejía ante la norma. Palabras pronunciadas desde la intuición, no desde el precepto de la teoría ni la vanidad de los principios, no desde la seguridad de la fuerza que otorga la convicción, el poder alegórico de la escuela, sino desde la duda, desde la actitud de una contemplación activa opuesta a la dinámica coercitiva del saber. Un territorio cuya única posibilidad de existencia es su propia inexistencia, pero tan real a su vez como yo puedo ser capaz de ser real y verosímil en la hipótesis de habitarlo.

Podría decir: este lugar pertenece al ámbito de la aparición, mas deberé decir: soy huésped, un huésped en la aparición momentánea de la escritura, en la vista fugaz al resplandor. Yo no sé hacia qué estrella conduce este camino, ni sé quién enciende, al anochecer, los faros de su utopía. Yo ignoro sus límites, el exacto gobierno de su república, pero sé, tengo la persuasiva certeza de que en sus cementerios no puede haber enterrado sino luz, el relámpago y las fuentes de la atmósfera.

La casa, el territorio de la poesía, puede ser la realidad de la imaginación, el misterioso lenguaje con el que el poeta tiende un puente de palabras, los símbolos del pensamiento, entre la realidad conocida y lo real desconocido. El poema, así, lo será en cuanto posibilidad de poder revelarnos una realidad, su nueva realidad en la experiencia del lenguaje. La casa de la poesía, como metáfora ideal de la unidad de lo diverso, ha sido construida en la intemperie, ha sido levantada con las voces corales de la impaciencia, con los fragmentos de todos los naufragios, con el eco de todas las voces, con el pretexto de todos los textos. El placer de su rima es el goce de su novedad, su centro el margen, su luminosa revelación la condición crepuscular de su discurso. Acaso sea éste, entre otros mapas posibles, el de su ubicación en la cartografía de la memoria, en los terrenos hoy aparentemente baldíos de la emoción y la sensibilidad. Tal vez, detrás de las desconsoladas ruinas de la historia, bajo el campo yermo de las ideologías agrestes, la poesía, la lenta germinación de la semilla de un sueño, pueda recordar algún día a los hombres dónde estuvo la casa de las palabras, la casa moral de la armonía y el caos, el faro de una utopía que aún alumbra la soledad y el destino de las personas. Un diálogo entre el orden moral y estético, un equilibrio ético entre las voces de la realidad que oímos en los subterráneos de la razón.

El que habla piensa ahora en Janusz Korczak, escritor y conocido pedagogo polaco. Es 1940. En pleno ghetto de Varsovia durante la ocupación alemana. Korczak reunió en un viejo caserón a los doscientos muchachos del orfelinato que dirigía. En él, encerrados a cal y canto, tapiadas puertas y ventanas, vivirá dos años junto a ellos, en un intento desesperado por evitarles la visión del horror, la contemplación cotidiana de la barbarie. Llegado el momento de la ominosa solución final nazi, Korczak rehusará el pasaporte que le ofrecen las autoridades fascistas y al frente de sus muchachos atraviesan cantando las calles de Varsovia hasta el tren que los conduciría a Treblinka. Ninguno sobrevivió a las cámaras de gas, pero aquella casa en el ghetto es hoy uno de los mitos de la resistencia moral frente a la barbarie.

Decía Foucault que el poeta es el que, por debajo de las diferencias nombradas y cotidianamente previstas, reencuentra los parentescos huidizos de las cosas, sus similitudes dispersas. Alguna semejanza oye, ve, reencuentra, quien escucha en el aire las voces, incrédulas ante la muerte, de los niños de Korczak, la casa en el ghetto, la conciencia vehemente de quien desde el pequeño territorio de la poesía cree poder abrir aún las puertas de la aurora y esperar, no sin desánimo, que luzca el sol de la noche sobre la aldea de los que aún resisten, con el único don del canto, la complicidad del silencio y la infame epopeya de los nuevos héroes homicidas.

Yo no hablo de pureza, yo hablo del vértigo de quien no está solo en el mundo, rodeado de tinieblas, pero también de criaturas luminosas, de otros inmóviles, de otros semejantes en su diferencia. Habitantes de las últimas zonas de la realidad que existe detrás de la realidad, alegres, dolientes, anónimos seres que habitan la gran casa de las voces, el humilde pero enorme territorio de los actos creativos, no el viejo panteón de los hombres nocturnos cuya fotografía es lo obvio.

Esa es la inquietud de la imaginación que puede conducirnos al poema, única hipótesis biográfica del que escribe, del que intenta trazar con una línea de agua sobre la aridez del pensamiento las siempre improbables fronteras de su territorio creativo. Aunque al final, como dice Alonso a la Sombra, en E1 Caballero de Olmedo, todas sean cosas que finge la fuerza de la tristeza, la imaginación de un triste.

Después de nosotros, igual que ya antes de nosotros y en lo sucesivo no imaginable, continuará sucediendo el canto. A pesar del ghetto y del crepúsculo, a pesar de nuestro mismo silencio y a pesar también del ruido y la velocidad de los actos de la voz que se aproximan con dignidad al olvido, quedará la voluntad indestructible del hombre, la fe cuya creencia de realidad nunca veremos, pero que continuará imperturbable señalando el camino a los errantes, a aquellos para los que, después de todo, saben que la única defensa útil de la escritura es el elogio de la palabra:

Esta palabra no ha sido pronunciada contra los dioses; esta palabra y la sombra de esta palabra han sido pronunciadas ante el vacío, para una multitud que no existe.

Cuando la muerte acabe, la raíz de esta palabra y la hoja de esta palabra arderán en un bosque que otro fuego consume.

Lo que fue amado como cuerpo, lo escrito en la docilidad del árbol único, será consolación en un paisaje lejano.

Como la inmóvil mirada del pájaro ante la ballesta, así la palabra y la sombra de esta palabra aguardan su permanencia más allá de la revelación de la muerte.

Sólo el aire, únicamente lo que del aire al aire mismo transmitimos como testamento de lo nombrado, permanecerá de nosotros.

La luz, la materia de esta palabra y el ruido de la sombra de esta palabra.

JUAN CARLOS MESTRE

de El territorio de las letras (Madrid, Cátedra/Ministerio de Cultura, 1994)

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