EL TERRITORIO DE LA POESÍA,
LA CASA DE LA IMAGINACIÓN
En aquel entonces yo vivía
en un país lejano y las muchachas salían desnudas de los conservatorios con cabezas de
alce y girasoles y violines ardiendo. Es la memoria, el hilo de mi pensamiento en los
telares de la analogía, la remota casa de las palabras donde hallé un día la semejanza,
el vínculo revelador, entre la realidad y lo imaginativo maravilloso, entre la idea
posible de quien se asombra al contemplarse como servidor de los grandes misterios del
mundo y aquel otro cuya existencia es la duda, la intuición o certeza, de saberse asomado
permanentemente al vacío.
Viene el hombre a nacer rodeado
de voces, de geografías e historias y largas caravanas de antepasados anónimos. Pero
viene el hombre también únicamente y solo, callado a pesar del estruendo, distinto aun
cuando procede monótono, y hay en él vacío y hay nada, y ésa es su posibilidad en el
universo: trazar el círculo para que habite su sombra, el territorio donde construye su
templo al dios de la nada.
Eso ha oído mi alma más allá
del ruido con el que se suceden los días, más allá de la melodía del tiempo que
transcurre en nosotros con su río de silencio y de música. Aquel muchacho que fui oyó
lo que nadie decía, vio la pradera iluminada por el fulgor del relámpago, por el
vértigo de las semillas de las que brotan los sueños. Era un país bajo el universo de
las fugaces. Esto es, lo imprevisible, lo misterioso de los arroyos ocultos donde se
baña, antes de nacer, el ángel nunca esquivo de la imaginación. Yo estaba ahí, y esa
línea era la frontera. Tal vez ahora, en el instante de imaginarme sobre la gran ficción
de la realidad, pueda mi deseo, pueda la voz del eco de los días, intuir la piedra, la
plaza de la memoria, el resplandeciente lugar a cuya oscuridad obedezco. Sobre la chapa de
bronce de la eternidad alguien ha escrito una remota palabra. Mis ojos pueden leer la
tristeza inmutable de esas vocales arrojadas a la intemperie del tiempo; sin embargo, pese
a la voluntad de mí mismo, los signos de esa historia cifrada con el pensamiento de otro
recuerdo me hablarán de algo que yo desconozco, de algo que llega a mí y me dice y me
habla, pero que yo no comprendo. Lo que yo oigo no es lo que ha sido pronunciado; algo
así: donde late el crepúsculo se inicia el cántico del amanecer. Hecha la luz, cada
palabra es un paso, un paso infinito, sucesivo, perpetuo, de un éxodo hacia el centro, y
cada hablante un íntimo desconocido que existe en cuanto procede de otra sombra. Ambos,
sombra y caminante, avanzan por el espacio sin límites del mito, vigilados por la quimera
metafísica del tiempo que pasa, es decir, el temor al centauro; es decir, la certeza ante
el caballo de la realidad cuyo jinete es la muerte.
Procedemos de un sueño y hacia
otro sueño acudimos. Nuestras palabras, desde el abismo en el que no existía el
lenguaje, han ido creando el paisaje, erigiendo la estatua del hombre, el oficio de
libertad de su persona, la compasión resignada de su soledad ante el otro, aquel
semejante en cuya frente está inscrita la memoria de un dios. A eso hemos venido desde lo
frío y lejano, a reconocernos en el oído, en el ruido de la palabra de la fundación.
Acaso mi única realidad no sea otra que aquella que nombro, no la palabra que digo, sino
el espíritu de la palabra que pienso. Cuando en noches de mucho abatimiento sucede el
enigma del pájaro, la rara belleza de la ebonita, la hoja sonora del quimbombó, una
realidad más poderosa que lo meramente nombrado comienza a habitar la humilde cabaña de
mi escritura. Cuando digo casa, cuando apilo losa o diamante, construyo esa casa y entro
en ella y crujen sus maderas y veo el corro de mis antepasados alrededor de la pequeña
hoguera del corazón. Ése es el humo que hablamos, el rumor permanente en todo lo que
oímos: soledad y misterio, una casa en el aire cuya única puerta, para mí, es la de la
imaginación. No conozco otro camino para acceder a ella que el de un breve sendero de
cristal, como una calzada de espejos sobre la que mis pies proyectan otra figura, otra
sombra de la sombra, otro ángel del ángel. Cuando no estoy, desaparecemos todos, pero
cuando retorno de mi extravío somos multitud. A veces, creo reconocer la compañía de
alguien que, muy cansado, muy anciano va en la repetición de sus tópicos, me advierte de
los peligros del caminante: ése es el prado de la locura donde pastan las bestias de la
melancolía, ése es el soto de la oscuridad donde grana la semilla del silencio, ésa es
la estéril finca de la aritmética y su música opaca. Pero me basta el riesgo de su
prohibición, su fértil tacto de ceniza, para saltar del cercado: ante las cancelas de la
ley sólo cabe el impulso de la transgresión. Ahora bien, yo hablo de un lugar, desde un
lugar, donde toda intención es legítima, todo acto libre, todo resultado inocente
herejía ante la norma. Palabras pronunciadas desde la intuición, no desde el precepto de
la teoría ni la vanidad de los principios, no desde la seguridad de la fuerza que otorga
la convicción, el poder alegórico de la escuela, sino desde la duda, desde la actitud de
una contemplación activa opuesta a la dinámica coercitiva del saber. Un territorio cuya
única posibilidad de existencia es su propia inexistencia, pero tan real a su vez como yo
puedo ser capaz de ser real y verosímil en la hipótesis de habitarlo.
Podría decir: este lugar
pertenece al ámbito de la aparición, mas deberé decir: soy huésped, un huésped en la
aparición momentánea de la escritura, en la vista fugaz al resplandor. Yo no sé hacia
qué estrella conduce este camino, ni sé quién enciende, al anochecer, los faros de su
utopía. Yo ignoro sus límites, el exacto gobierno de su república, pero sé, tengo la
persuasiva certeza de que en sus cementerios no puede haber enterrado sino luz, el
relámpago y las fuentes de la atmósfera.
La casa, el territorio de la
poesía, puede ser la realidad de la imaginación, el misterioso lenguaje con el que el
poeta tiende un puente de palabras, los símbolos del pensamiento, entre la realidad
conocida y lo real desconocido. El poema, así, lo será en cuanto posibilidad de poder
revelarnos una realidad, su nueva realidad en la experiencia del lenguaje. La casa de la
poesía, como metáfora ideal de la unidad de lo diverso, ha sido construida en la
intemperie, ha sido levantada con las voces corales de la impaciencia, con los fragmentos
de todos los naufragios, con el eco de todas las voces, con el pretexto de todos los
textos. El placer de su rima es el goce de su novedad, su centro el margen, su luminosa
revelación la condición crepuscular de su discurso. Acaso sea éste, entre otros mapas
posibles, el de su ubicación en la cartografía de la memoria, en los terrenos hoy
aparentemente baldíos de la emoción y la sensibilidad. Tal vez, detrás de las
desconsoladas ruinas de la historia, bajo el campo yermo de las ideologías agrestes, la
poesía, la lenta germinación de la semilla de un sueño, pueda recordar algún día a
los hombres dónde estuvo la casa de las palabras, la casa moral de la armonía y el caos,
el faro de una utopía que aún alumbra la soledad y el destino de las personas. Un
diálogo entre el orden moral y estético, un equilibrio ético entre las voces de la
realidad que oímos en los subterráneos de la razón.
El que habla piensa ahora en
Janusz Korczak, escritor y conocido pedagogo polaco. Es 1940. En pleno ghetto de Varsovia
durante la ocupación alemana. Korczak reunió en un viejo caserón a los doscientos
muchachos del orfelinato que dirigía. En él, encerrados a cal y canto, tapiadas puertas
y ventanas, vivirá dos años junto a ellos, en un intento desesperado por evitarles la
visión del horror, la contemplación cotidiana de la barbarie. Llegado el momento de la
ominosa solución final nazi, Korczak rehusará el pasaporte que le ofrecen las
autoridades fascistas y al frente de sus muchachos atraviesan cantando las calles de
Varsovia hasta el tren que los conduciría a Treblinka. Ninguno sobrevivió a las cámaras
de gas, pero aquella casa en el ghetto es hoy uno de los mitos de la resistencia moral
frente a la barbarie.
Decía Foucault que el poeta es
el que, por debajo de las diferencias nombradas y cotidianamente previstas, reencuentra
los parentescos huidizos de las cosas, sus similitudes dispersas. Alguna semejanza oye,
ve, reencuentra, quien escucha en el aire las voces, incrédulas ante la muerte, de los
niños de Korczak, la casa en el ghetto, la conciencia vehemente de quien desde el
pequeño territorio de la poesía cree poder abrir aún las puertas de la aurora y
esperar, no sin desánimo, que luzca el sol de la noche sobre la aldea de los que aún
resisten, con el único don del canto, la complicidad del silencio y la infame epopeya de
los nuevos héroes homicidas.
Yo no hablo de pureza, yo hablo
del vértigo de quien no está solo en el mundo, rodeado de tinieblas, pero también de
criaturas luminosas, de otros inmóviles, de otros semejantes en su diferencia. Habitantes
de las últimas zonas de la realidad que existe detrás de la realidad, alegres,
dolientes, anónimos seres que habitan la gran casa de las voces, el humilde pero enorme
territorio de los actos creativos, no el viejo panteón de los hombres nocturnos cuya
fotografía es lo obvio.
Esa es la inquietud de la
imaginación que puede conducirnos al poema, única hipótesis biográfica del que
escribe, del que intenta trazar con una línea de agua sobre la aridez del pensamiento las
siempre improbables fronteras de su territorio creativo. Aunque al final, como dice Alonso
a la Sombra, en E1 Caballero de Olmedo, todas sean cosas que finge la fuerza de la
tristeza, la imaginación de un triste.
Después de nosotros, igual que
ya antes de nosotros y en lo sucesivo no imaginable, continuará sucediendo el canto. A
pesar del ghetto y del crepúsculo, a pesar de nuestro mismo silencio y a pesar también
del ruido y la velocidad de los actos de la voz que se aproximan con dignidad al olvido,
quedará la voluntad indestructible del hombre, la fe cuya creencia de realidad nunca
veremos, pero que continuará imperturbable señalando el camino a los errantes, a
aquellos para los que, después de todo, saben que la única defensa útil de la escritura
es el elogio de la palabra:
Esta palabra no ha sido
pronunciada contra los dioses; esta palabra y la sombra de esta palabra han sido
pronunciadas ante el vacío, para una multitud que no existe.
Cuando la muerte acabe, la raíz
de esta palabra y la hoja de esta palabra arderán en un bosque que otro fuego consume.
Lo que fue amado como cuerpo, lo
escrito en la docilidad del árbol único, será consolación en un paisaje lejano.
Como la inmóvil mirada del
pájaro ante la ballesta, así la palabra y la sombra de esta palabra aguardan su
permanencia más allá de la revelación de la muerte.
Sólo el aire, únicamente lo que
del aire al aire mismo transmitimos como testamento de lo nombrado, permanecerá de
nosotros.
La luz, la materia de esta
palabra y el ruido de la sombra de esta palabra.