Universidad de Chile

JUAN CARLOS MESTRE

 

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ELOGIO DE LA PALABRA

   Esta palabra no ha sido pronunciada contra los dioses, esta palabra y la sombra de esta palabra han sido pronunciadas ante el vacío, para una multitud que no existe.

   Cuando la muerte acabe, la raíz de esta palabra y la hoja de esta palabra arderán en un bosque que otro fuego consume.

   Lo que fue amado como cuerpo, lo escrito en la docilidad del árbol único, será consolación en un paisaje lejano.

   Como la inmóvil mirada del pájaro ante la ballesta, así la palabra y la sombra de esa palabra aguardan su permanencia más allá de la revelación de la muerte.

   Sólo el aire, únicamente lo que del aire al aire mismo trasmitimos como testamento de lo nombrado, permanecerá de nosotros.

   La luz, la materia de esta palabra y el ruido de la sombra de esta palabra.

EL ARCA DE LOS DONES

   Mi alma es esa casa de madera que arrastra el vendaval.

   A veces en la noche yo siento acercarse a un huésped invisible y oigo girar su llave y escucho avanzar sus pasos.

   Entonces la poesía, cada pluma arrancada a las alas de un ángel, es la semejanza de una casa en el aire, el portal luminoso, las ventanas abiertas, el que empuja la puerta y el que entra seguro y se acerca hasta el arca y reparte los dones.

   Doy al amanecer, cuando la sangre de los delfines se derrama lentamente sobre el serrín de las cervecerías, un cuchillo blanco.

   Al que bajo el hielo negro de la noche caminó conmigo y sufrió conmigo la dócil alianza del fracaso, dejo la herida.

   A la columna de silencio de esa muchacha que rozada por el tacto de la obediencia guarda en su pensamiento la perfección de la muerte, una copa de viento y de raíces.

   Al río de mi infancia donde bebió Demócrito de Siracusa la niebla del espíritu, la claridad que ya no tendrán mis ojos.

   A la ciudad que cercada por la elipse del envejecimiento enterró su memoria junto a las norias de la desposesión, una tumba vacía.

   Al muchacho judío que ante un espejo empañado contempla el rubí de su alma atravesado por la espina de la crucifixión, una caja de música.

   A la sombra de mi padre contemplando la luna, una cabaña en el bosque.

   Al que en los atrios de la conformidad padeció la pobreza mas no será nombrado en las tablas de la justicia, la balanza con los alimentos.

   A la orilla del mar, un caballo con cabeza de tortuga romana.

   A la mujer que me amó con la fidelidad del astrónomo, dejo el resplandor, el halo de una estrella cuyo astro no existe.

   Al ibis, la analogía de las agujas.

   Para el que estrechamente vigilado por la locura hizo vibrar el ángulo recto de las constelaciones, el acordeón y las palomas verdes de la plaza.

   Para ti, amor mío, el río eterno de los dioses y sus gatos sagrados.

   Al insobornable enemigo cuya víctima fue feliz como un imán vertiginoso ante los filamentos de la melancolía, una silla de enea.

   A la muerte, una puerta abierta.

   Al ajusticiado en el abismo de su propia escritura que sólo tuvo oídos para el ángel y amó la semejanza y la inutilidad de las cosas, una jaula con peces de madera.

   Al otoño, la lejana memoria de las ballenas del cabo.

   A la sabiduría de los profetas, un candil de silencio.

   A la lápida de Leonardo Mestre, los sueños que no tuvo y que ya nunca sabrá.

   Al que con su linterna de fósforo ayudó a resistir y guió la navegación de los torturados, el faro de la utopía.

   A la dulce mujer que se acercó a mi sombra como madre, el azul de mayo y el zumbido de las abejas en la primavera.

   Al jardín de los monasterios, la alondra del alba y la rosa cortada del rabino.

   Al tetrarca y al que está detrás de su lengua como un tábano, la urna rota del centauro ante la que un lacayo da voces.

   A la tristeza que iba cruzando el puente aquella tarde de invierno, un revólver cerrado por un nudo.

   Para el leñador que derribó el gran ciprés de los hermeneutas, el meteoro silvestre de las ciervas ingrávidas.

   A la estatua de Francesco Orsini duque de Bomarzo, el vértigo transparente de la materia que huye.

   A los versos que no escribí, un collar de frutos y semillas.

   A la grieta del eremita, la pantera del anochecer.

   A la memoria, la lluvia, el lirio de las estaciones abandonadas por las que pasa el ferrocarril sin detenerse.

   A los amantes que descifran su desnudez en la oscuridad, un hilo de saliva.

   A la pirámide del conocimiento, la amatista mojada del escarabajo y los élitros celestes del jeroglífico.

   A La Habana de mis antepasados allá por mil novecientos veinte, la nieve.

   Para Rousseau el Aduanero, los ágiles antílopes que cruzan el agua encarnada de los sueños.

   Dad este libro a los animales, al búho y al alce, al armadillo y al erizo silvestre. Arrancadle una a una sus páginas y dádselas a los animales. Dadle al hurón la oscuridad de la palabra búfalo y al búfalo la inmaculada pradera del billar de los bares.

   Y de entre todos los dones y de entre todos los sueños, dadle a mi corazón una casa en el aire.

EL HOMBRE DE GRIS

   Este es el poema en el que existe un hombre sentado, un hombre que está vestido de gris, que viaja a visitar a otro hombre que ni siquiera conoce, a un hombre que también ha tomado el tranvía y viaja a su encuentro y que va pensando lo mismo que el otro hombre de gris.

   Este es el poema donde existen dos hombres sentados, los dos han amado, los dos han sufrido, los dos han tomado el tranvía, se ignoran, no saben que ambos viajan al encuentro de un hombre vestido de gris.

   Este es el poema donde existen tres hombres sentados, tres hombres que hablan de un hombre que habrá de venir, un hombre que vestido de gris estará esperando el tranvía sentado en un banco no muy lejos de aquí.

   Este es el poema en que cuatro hombres sentados se miran, pero ninguno se atreve a pronunciar la palabra, la misma palabra que está ardiendo en sus labios desde el instante preciso en que cada uno de ellos se decidiera a venir.

   Esperan, aguardan a un hombre que aún no ha tomado el tranvía, un hombre que está abriendo el armario y saca su traje y se ve en el espejo vestido de gris.

LA VOZ, LAS VOCES

   Voz de los vientos. Voz y júbilo de los vientos en la oscuridad. El oráculo de la melancolía, el martillo de los ferroviarios al golpear los rieles. La voz de los extranjeros en el pasadizo, voces de plata en los subterráneos como tambores mojados. Resplandor de las voces al anochecer, cuando los circos encienden sus bujías en los descampados y los vagabundos silban a los viejos caballos de madera que giran en los carruseles.

   Sábanas. Sábanas de voces en la escritura de mi corazón. Desconocidas, piadosas, azules sábanas bajo la lluvia y los números de la muerte.

   Voces bajo la especie del odio, voces desocupadas por el pensamiento de los solitarios. Voces en los anzuelos y voces en los alambres blancos del vacío. Voces cuya tiza traza círculos en la desolación, semillas de las que brota el otoño, las hogueras que sueño, los cisnes decapitados.

   Voz y compás de la voz en la construcción de las bóvedas, voz cuya invocación es el aire. Voces llamadas a claridad, a niebla, a palabra de árbol. Pero voces también bajo la forma de herida, bajo figura de palomas en un charco de sangre.

   Poesía de las voces y narración de las voces. La ficción de Hamlet en el foyer del teatro, la ficción de las rosas, las sirenas de la policía. En esta escena no, pero sí en el carromato de las amazonas bajo el cruce de las autopistas. Pero sí en el club de la carretera. Voces oídas por el acróbata, voces cuya perfección es la esfera y la aguja de vidrio.

   Voces cuyo ruido es arrastrado por el viento. Voces anilladas por el ornitólogo, pronunciadas sucesivamente, leídas sucesivamente como cartas de un muerto, como jaulas vivas colgadas del marfil, del hueso de cristal en los salones de caza. Voces, voces puras cuyo país es mi alma.

TRIBU

Los poetas, las putas, los mendigos, los que conocen el mester del alba y saben cosas inútiles que salvan, la línea del abismo, el gesto, las rayas de la mano. Caridad y sabiduría, una misma limosna, un mismo dedal lleno de arañas.

EL VIEJO POETA

   Yo sé que Carampangue no será para vosotros más que un triste lugar perdido entre los bosques, un pueblo silencioso, un rumor en los mapas donde crecen los lirios de la desolación y el olvido.

   Yo os hablo de un poeta al que no conocéis, de un hombre sin más suerte que la memoria y los libros, dócilmente entregado al arte de la muerte.

   Lo veo allí en el aire, su mirada se cansa de contemplar el silbido de los muchachos que bajan a bañarse en el río. No tiene otro horizonte el agua esta mañana, pasan por sus ojos esos cuerpos descalzos, manantiales impuros en los que brota el deseo de otra noche lejana.

   Recuerdo entre la niebla que habíamos bebido largamente aquel día una tinta muy ebria en las cantinas del puerro. En bares nauseabundos podridos por el hambre nuestros versos gemían como las heridas de un ángel al que salpicaran las olas.

   Enloquecidos los faros giraban a lo lejos como grandes libélulas a las que llamara la muerte. Entonces oímos el gran grito y ladraron los perros y hubo un gran estrépito de caracoles y pájaros.

   Como días inmensos se detuvieron las horas, los calendarios temidos de la vejez y los sueños, las páginas en blanco del vacío, el alcohol padecido del silencio.

   Ya nunca amanecimos, jamás abandonamos aquel lugar sin puertas, mascarones hundidos, restos de una balsa donde los viejos cormoranes cegados por la espuma secan moribundos su oscuro plumaje.

   Contemplarse en el tiempo, contemplar la memoria con la limpia mirada de quien no teme al fracaso. Como el celeste borracho que inclinado sobre el diván silvestre de la noche deshoja las llamas de su corazón y sufre dulcemente mientras entona melodías ya pasadas de moda.

   Oh este oscuro mandato de llorar a propósito, de gritar contra el cielo lo que la muerte no escucha, la campana de un barco al que carcome la herrumbre y la sal del invierno. Y escribir, como el inmóvil que huye escribir toda la vida ese destino en un verso: ni ángel, ni sábado, ni verano.

   Al fondo de la niebla, detrás de todo esto, hay una provincia con tilos en la plaza y muchachos desnudos que montan a caballo.

   Pero yo sé que Cararnpangue no será para vosotros más que un triste lugar perdido entre los bosques, el último paisaje del ángel que me mira desde un espejo roto.

RETRATO DE FAMILIA

   Ciego de Ávila, provincia de Camagüey, isla de Cuba. Mi abuelo tocaba el clarinete y tenía un cinturón con hebilla de oro.

   Esto sucede en 1920, delante de una tela pintada con palmeras y pájaros que habrían de ser multicolores.

   En una calle de La Habana, recién llegado de Vigo, Leonardo Mestre le compró a su novia una peineta de carey.

   Están los dos, él lánguido de ojos y con un traje de lino. Ella, bajo la luz de los trópicos, es bella y me mira.

   Han conocido el ancho cielo y los grandes peces de los mares. Su juventud es dichosa como la aventura que acaban de descubrir.

   Entonces se han colocado para la fotografía y con ella, como el que es alegre y vencido por el amor, entran en el hermoso sueño de la vida.

   Ya nada pudo separarlos, sólo ellos saben por qué fue aquel el instante preciso del milagro.

   Yo podría continuar esta historia pero no sé si en 1920 había chevrolets en Cuba.

EL SUR, 11 DE SEPTIEMBRE

   Ayer he visto a Ángela escribir con los ojos en el aire una última proclama a la tristeza. Y era toda la ciudad como una lámpara que lentamente un pájaro encendía sobre el blanco silencio de los muros.

   Ayer he visto a Ángela cruzar la calle oscura al mediodía, silencio y multitud bajo la lluvia. La palabra era el mar, las soledades una tarde como hoy sin horizonte donde levanta vuelo la esperanza.

   Ayer he visto a Ángela en los altos corredores de las nubes saludar la libertad con un pañuelo. Veía pasar la vida despacio por el invierno, la lenta gota de arena de un corazón contra el miedo.

de La poesía ha caído en desgracia (Madrid, Visor, 1992)

 

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