DAMARIS CALDERÓN

 

DURO DE ROER

 Hasta la quebradura de las rodillas sus huesos habían sido siempre domésticos. Como los huesos de pollo que había visto en el caldo, en la sopa, cloqueando en el corral, antes de terminar triturados en los dientes del padre.

-Guárdame este hueso como hueso santo. Y se sentaba en el portal, a chuparlos, comparándolos con las propias falanges. Y si le salía un orzuelo, el tío milagrero lo curaba con una peseta caliente o con un mate, y si una verruga, con la cruz de un hueso, que había que enterrar en el patio para que se pudriera. Como los otros.

La abuela se pudrió y quiso verlos a todos. Un racimo de plátanos para consuelo de una vieja: una familia.

Hasta que las rodillas se volvieron locas o se enfermaron de rabia y empezaron a morder lo que se les pusiera por delante. Y hubo que quitarle el bozal al perro y ponérselo en las piernas.

Luego los huesos escaparon de casa, cogieron su propio rumbo. Y su vida fue simple, descarnada. Como una articulación.

EL HILO

 

 Trato de contar esta historia como mi madre usa el hilo.

Mi madre enrrolla el carretel en su dedo izquierdo, corta la hebra con los dientes y la puntada fluye. Pero mi historia se parte, y antes entrará el rico y el camello por el ojo de una aguja.

Como en la foto desvaída, siempre tengo un año y mi madre veintinueve, inclinada sobre mí, con el pelo cayéndole sobre la cara. La belleza de mi madre es de una intensidad dolorosa. Pero las enfermeras llegan y me salvan -a mí, para mi madre- del cierre del cordón umbilical.

Llamo historia al desgarrón para distanciarme. Mantengo la distancia precisa entre la aguja y el hilo, lo que va de una niña de un año a una anciana de veintinueve.

Trato de contar esta historia como mi madre.

Mi madre enrolla el carretel en su dedo izquierdo, corta la hebra con los dientes y la puntada fluye. Pero mi historia se parte, y antes entrara el rico y el camello por el ojo de la aguja.

 

LENGUA Y VERDUGO

 Entre el verdugo y la lengua hay una serie de relaciones. Entre la lengua, natural, y el verdugo, antinatural, existe, como en la sangre, un sistema de vasos comunicantes.

La lengua, como el verdugo, no es homogénea ni unitaria (un verdugo está hecho de todos los pedazos de sus víctimas, además de los suyos). En ambos, fatalmente, no hay solución de continuidad. Por razones obvias, el verdugo prefiere siempre las lenguas muertas, aunque en los restos de las lenguas habladas ( y las reconstruidas) es posible encontrar la misma ceniza que en la ropa del verdugo.

En lo que se refiere a su brutalidad, el verdugo no es un sistema, sino un conjunto de sistemas, opera siempre por selección, prefiriendo la expresividad a la comunicación, y es anónimo, como la mejor literatura.

El hecho (la hipótesis) de la existencia de una lengua madre, de cuyas ramas se derivaría un tronco común, sólo facilita, (qué duda cabe) la tarea del verdugo.

VOCABLOS

Yo no era un médico rural y habían venido a buscarme. No sé si habían venido para que sanara o para que fuese sanado. Las sílabas levantaban las patas sobre la mesa y no se avanzaba un centímetro. No importaba tampoco avanzar. «Hubo un tiempo en que las palabras y las cosas ...», «Hubo un tiempo en que el hombre y la naturaleza ...» El médico que había en mí, tomaba el bisturí y cortaba; el paciente que había en mí, se sometía con la docilidad de un guante doblado. Arrojaba el guante a la espera del reto y sólo aparecían vocablos. Los vocablos no daban en el blanco y se alejaban como venablos cabizbajos. Las sílabas doblaron las patas, sujetas a la caballeriza, pues no había herida que sanar ni viaje alguno que emprender.

«Y yo no soy y yo no soy y yo no soy»

 

Con la cabeza apoyada en el hacha y la mano apoyada en la cabeza
(y yo no soy y yo no soy y yo no soy)
sin saber cuál de las dos es más superflua,
bajando en una yegua a tropezones: Memento morti.
(y yo no soy y yo no soy y yo no soy).
Con el gusano labrándome el costado y las sobras del día reteniéndome. Como a cualquier hijo pródigo.

«Las alucinaciones en el metro»

 Se toma el metro cuando no hay donde ir. Cuando no se espera nada. Las estaciones reclusas carcelarias cambian de uniforme. Se avanza. No se avanza. El oficial golpea el puño contra la mesa. La velocidad es un método correctivo. La velocidad es lo que te saca el mundo interior del mundo exterior del mundo interior. La VE-LO-CI-DAD demuestra lo que te separa de la flecha de Zenón de Elea y...Si alguna vez se llega a descender no se sabrá nunca por qué nos atragantamos con el raíl de sangre como con una frase punzante deslizada en la mesa.

LA INTENSIDAD

 Eva Kruger tenía un nombre y unas tetas indudablemente alemanas. Un cuerpo, unos dientes fuertes y una cabeza y unas manos que gesticulaban con vehemencia. Un nombre para el amor (o para el pecado), sin embargo, su rostro mostraba siempre la impasibilidad de un asceta o un idiota. No era ninguna de las dos cosas, pero algo le faltaba: la intensidad.

La había visto en los ojos de los otros: los hombres y las bestias, y se sentía un monstruo, un animal sin especie definida.

Cuando se acostaba con su marido, a cuatro patas, como veía hacerlo a los caballos en el establo, resoplaba como una yegua. Pero era el dolor. No la intensidad.

¿Sería la intensidad tragarse el cielo a bocanadas, acostada en la yerba, mirando el techo de su cuarto como si las cuatro paredes no existieran?

Y cuando se cortaba un dedo y aparecía la sangre, pensaba: La intensidad, pero tampoco.

Ni siquiera cuando estuvo en el hospital y las agujas entraban y salían de su cuerpo como las enfermeras de las habitaciones. Ni cuando le dijo a su marido:- Ponme la mano en el cuello y le dio un ataque de asfasia, y vinieron los doctores y el oxígeno, y ella pensaba:»Qué alegría, me muero. Nunca hasta hoy respiré, nunca hasta hoy tuve pulmones!». Pero era un placidez, una vehemencia alucinada, no la intensidad.

De tanto buscarla, de tanto convocarla con gestos premeditados, Eva Kruger se había vuelto insensible. Lo que era peor que lisiada o anorgásmica.

-Dios mío, quítamelo todo, pero déjame sentir, déjame sentirme.

Cuando leía a los místicos perdía literalmente la cabeza: Santa Teresa y San Juan eran casi obscenos. Y Santa Hildergarda, con sus visiones. ¿Pero era la intensidad, o era literatura?

Se le secaron las palabras, se le secó el gusto por la vida, se le secaron las tetas, al punto que ya no era reconocible su nacionalidad.

Cuando la encontraron con los ojos en blanco, echando espuma por la boca, todavía no había alcanzado a comprender la ambicionada (y detestada) frase de Santa Catalina de Génova: «Si una gota de lo que yo siento cayera en el infierno, lo transformaría en el paraíso».

 

de Duro de roer (Santiago, Las dos Fridas, 1999)

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