NO A LA LINEALIDAD DEL DISCURSO

por Leonidas Morales T.

Conversaciones con Diamela Eltit

 

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La decisión de pedirle a Diamela Eltit que asumiera el rol protagónico de los diálogos de este libro, no tiene en su origen nada de casual. Responde, en efecto, a una convicción crítica. La siguiente: no creo que después de José Donoso, el de El lugar sin límites, El obsceno pájaro de la noche y Casa de campo, se haya instalado en Chile un proyecto narrativo más importante que el suyo, entendido como estructura y producción de sentido. Si dentro de la historia chilena del género, las novelas citadas narran la crisis del sujeto, la de su "unidad", y, paralelamente (puesto que no podía ser de otra manera), el narrador asiste en ellas a su propia destitución como instancia soberana de 'inteligibilidad' del mundo, el proyecto de Eltit, desde Lumpérica (1983) hasta Los vigilantes (1994), explora el horizonte abierto por esa crisis y esa destitución. Nadie como ella, de todos los novelistas chilenos posteriores a Donoso, transforma tan conscientemente la crisis de la unidad del sujeto y la desautorización del narrador como portador de un "saber" unívoco sobre el mundo en los supuestos de su propio proyecto narrativo, ni arma con la misma coherencia nuevas operaciones de sentido que resultan posibles precisamente a partir de esos supuestos, operaciones en cuyos signos narrativos se leen, a la vez, implicaciones culturales, sociales y políticas de ambos acontecimientos. Procediendo además con una radicalidad que en la escritura de Lumpérica llega a adoptar formas y ademanes neovanguardistas.

Desde el comienzo la escritura de las novelas de Eltit hace visible un elemento principal de su definición: no está disponible, definitivamente, para desciframientos "fáciles", para lecturas unidimensionales. La ley en que se funda todo auténtico texto literario moderno, y que los formalistas rusos fueron los primeros en formular, esa que lo obliga a constituirse como tal en la "frustración", mayor o menor, de las expectativas que las rutinas del uso de la lengua alimentan o sostienen, tanto en el plano semántico como en el del orden sintáctico (el de la frase) y en el de los nexos o puentes discursivos, está asumida aquí de un modo extremo, hasta el punto de evocar en el lector la escritura del barroco (por la que la misma Eltit ha declarado un particular interés). Estamos, no cabe duda, frente a una escritura que "provoca" sistemáticamente al lector con sus "dificultades", que desde luego no son gratuitas ni irreductibles, pero que tampoco se dejan minimizar por un lector "ingenuo", es decir, aquel que no puede leer sino a la luz de una referencialidad "realista", de lo verosímil en sus formas más obvias y codificadas.

¿Cómo ha respondido la crítica chilena a las "provocaciones" de las novelas de Eltit? Mientras éstas van traduciéndose con bastante rapidez al francés y al inglés, y una de ellas, El cuarto mundo, está por aparecer en la mayor colección existente hoy día de textos fundamentales de la cultura latinoamericana (las publicaciones de la Biblioteca Ayacucho, de Venezuela), y mientras, al mismo tiempo, destacados especialistas se ocupan de su crítica y construyen su teoría en Argentina, en México, en Francia, pero sobre todo en Estados Unidos, yo diría que la recepción chilena se ha revelado manifiestamente deficitaria. Las lecturas más comprensivas de aspectos esenciales de las estrategias significantes de estas novelas, corresponden todas a críticos articulados a los medios académicos, a la crítica cultural y al debate feminista. Obviamente son lecturas hechas desde un saber teórico más o menos explícito de los problemas de la cultura, la literatura y el arte modernos, de las inflexiones de su historia (incluyendo desde luego la inflexión última, la postmoderna), sus dilemas, sus opciones. Pero hasta ahora estos críticos constituyen, en su campo, un número excesivamente minoritario, y sus lecturas son todavía muy preliminares.

En cuanto a la crítica literaria periodística (hablo de quienes la practican profesionalmente), su respuesta ha sido francamente menor, al borde de la insignificancia. No es que no haya informado de la aparición de los libros de Eltit, que sí lo ha hecho. Se trata de otra cosa. Aun teniendo en cuenta que su discurso está sometido a restricciones y encuadres en la verbalización de los conceptos críticos o teóricos, impuestos por su destinatario, el llamado lector de "cultura general", se ve que en las lecturas que propone no ha sabido (o no ha podido) dar con las cuestiones cuyo planteo no podía de todas maneras omitir: la pertinencia histórica del proyecto que los libros de Eltit encarnan (el lugar "necesario" que le corresponde en la narración chilena posterior a Donoso), la lógica que interiormente recorre y cohesiona a estos libros, los "dispositivos" de su escritura, los métodos de su producción de sentido, el fragmentarismo profundo en que se exhibe el estado de su belleza.

Tampoco es probable que se produzcan, a corto plazo, cambios en la situación descrita, por lo menos los suficientes como para saldar los déficits de recepción acumulados por la crítica literaria periodística chilena. La razón: después de un breve paréntesis, que se prolonga, aproximadamente, de 1988 a 1992, cesa o se vuelve cada vez más discontinuo, hasta diluirse, la participación en el ejercicio de la crítica periodística de intelectuales vinculados a las universidades o recién retornados del exilio una participación imposible en los años anteriores de la dictadura). Ya sin la "resistencia" (conceptual y ética) que representaba el discurso de esos intelectuales, esta crítica deriva hacia una rápida mimetización con un tipo de cultura que, surgida durante la dictadura con el estigma de la bastardía (en la percepción de los intelectuales opositores), pero después legitimada políticamente por la "transición" a la democracia, se apodera pronto del espacio público chileno. Me refiero a la cultura modelada por los medios de comunicación de masas, que funciona, de hecho, como un correlato del "mercado".

Desde su territorio específico, la crítica literaria periodística establece pues, en mayor o menor medida, una relación de complicidad con la ideología de la nueva cultura pública dominante. Pasan también a presidir su práctica los patrones estéticos de los que esa cultura es solidaria. Son patrones caracterizados por su masificación. En otras palabras, por la exclusión de los valores propios de un arte "superior" (y difícil no concebirlo como de "élite"). En el caso de las novelas, aquellas donde la escritura se revela dócil al dictado de dichos patrones están, en principio, en mejores condiciones para convertirse en "éxitos" editoriales (de "venta") y, asimismo, para ser recepcionadas con especial interés por la crítica periodística, que aquellas otras donde esos patrones son abiertamente transgredidos, como ocurre con las de Eltit. Pero las primeras, al ratificar las expectativas que crean en su lector los patrones estéticos masificados, implícitamente confirman, desde su escritura, el orden establecido en la sociedad (el de un poder estructurado, con sus "centros" y sus "márgenes"). Las novelas de Eltit, en cambio, no pueden ser sino la burla de tales expectativas porque su escritura, en la disposición y el juego de los elementos internos que la estructuran, está diseñada para incitar al lector a remodelar modos previos de percibir y de concebir las cosas, a repensar el mundo cotidiano y el orden en que se aloja.

 

2

Los diálogos que aquí se dan a leer fueron todos grabados. Es decir, hay en ellos una oralidad real y no fingida. En lo que tienen de específico, tanto en términos de sintaxis y entonación (forma de preguntar y responder) como en cuanto a la manera de desarrollarse, de progresar en el tiempo, obedecen a un modelo que prontamente se hace visible para su lector: el de la "conversación". Es el mismo modelo de los diálogos que, en años y espacios muy separados entre sí (1970, Estados Unidos, 1989 y 1990, Santiago), mantuve con Nicanor Parra, y reunidos más tarde también en un libro, con el título, precisamente, de Conversaciones con Nicanor Parra. En el prólogo a ese libro dije ya lo que me parecía distinguir a la "conversación" como una realización particular del género de la entrevista, y no es necesario por lo mismo volver sobre el punto.

Tanto en Parra como en Eltit, los diálogos están marcados por la informalidad del escenario de su enunciación, circunstancia favorable para el despliegue de una oralidad menos restringida, menos controlada, más libre por lo tanto. Los diálogos con Eltit, que consumieron varias sesiones, todas bastante extensas, se grabaron, primero en su departamento, después en el mío y, los últimos, en un restaurante del barrio Bellavista, entre diciembre de 1995 y enero de 1996. En la conducción de los diálogos, por otra parte, nunca se procedió con preguntas elaboradas de antemano, lo que hubiera introducido un elemento de rigidez dentro del marco de la oralidad. Sólo se dispuso como definición previa y criterio de orientación, de un plan general cuyo trazado no contemplaba más que un limitado conjunto de zonas temáticas. Las preguntas se adscriben, desde luego, a la zona temática abierta en cada caso, pero la estimulación inmediata y la cuestión concreta por la que cada una de ellas inquiere, las conectan a las respuestas mismas de la interlocutora.

Estos diálogos transitan por puntos temáticos diversos. A ratos se entregan a reconstruir aspectos significativos del proceso de escritura, sacando a luz múltiples instancias comprometidas en él (tales o cuales lecturas, determinados proyectos narrativos y modelos de escritura, y asimismo instancias biográficas, culturales, políticas), fijando el rol que cada una de ellas juega (se entiende, desde la autocomprensión de Eltit). O se abren también, estos diálogos, al examen del estado de la recepción de los libros de Eltit, dentro y fuera de Chile, y a reflexiones (entre resignadas y dolidas) sobre algunas singularidades del medio social, político y cultural (del que no está ausente la condición de mujer de la escritora), que parecieran estar interviniendo, o mejor, interfiriendo, en la recepción chilena de esos libros.

Pero la mayor parte de los puntos recorridos por los diálogos tienen que ver, obviamente, con la escritura en sí misma, como estructura y producción de sentido. Por ejemplo, el fragmentarismo que la rige sin excepciones, la fuga que practica desde los "centros" para acogerse a lo periférico o marginal (un movimiento que involucra al poder y lo desconstruye), la intensa dimensión artesanal de su factura, el montaje del que parece ser un producto, su identificación con el cuerpo (cuerpo femenino, social, popular, pero latinoamericano siempre), sus asociaciones con los rituales y el mito, las mezclas de géneros en las que entra y el hibridismo textual en que se traduce, sus "antecedentes" mediatos e inmediatos en la historia de la novela chilena contemporánea, el tipo de narrador que incorpora, cuya figura y desempeño le dicen al lector que es un narrador que viene de vuelta de todo saber autoritario (el que confiere "autoridad" sobre el mundo narrado), del espejismo de las "esencias", de las "representaciones" totalizadoras, del engaño que siempre fraguan las perspectivas narrativas únicas, fijas.

Yo debería cerrar mi prólogo aquí. O a lo más agregar, anticipándome a lo que el propio lector descubrirá por sí mismo, que quien lea los diálogos de este libro, si es un crítico, hallará en ellos, es decir, en las reconstrucciones que realiza Eltit del proceso de su escritura y en la autocomprensión que de ésta ofrece (de su estructura y los modos en que organiza la circulación del sentido) una masa de informaciones, puntos de vista y argumentaciones de primera importancia por su capacidad virtual para sugerir nuevos enfoques críticos o contribuir a fundar otros. Y si, por el contrario, se trata de un lector culto pero no especializado, el libro podrá sin duda dejarlo en condiciones de iniciar, o rehacer, una lectura tal vez mejor orientada de los textos de Eltit. Sin embargo, no quisiera concluir sin intentar antes algunas observaciones, a mi juicio necesarias, sobre ciertos rasgos con que se presenta aquí el discurso dialógico de Eltit.

A diferencia del que escribe, quien participa en un diálogo oral tiene el privilegio, potenciado si se le suma la informalidad del escenario de la enunciación, de poder interrumpir en cualquier momento la continuidad de su discurso para corregirse sobre la marcha, sustituyendo palabras, frases, o cambiando de dirección, por ejemplo. Pero en el discurso de Eltit ocurre algo muy notable: las interrupciones se suceden con tan alta frecuencia, una tras otra, y adoptan formas tan variadas, que traspasan los límites de lo previsible o "normal" dentro de una oralidad dialógica. Como consecuencia, la voz que hilvana el discurso parece una voz de destino incierto, tartamudeante, laberíntico de pronto. Ahora bien, al transcribir y editar posteriormente los diálogos, no consideré atinado recurrir al criterio de los cortes y supresiones. No sólo porque así estaría restableciendo una continuidad discursiva que de hecho nunca existió, y que hubiese sido por lo tanto ficticia, sino porque creo que es posible una lectura de esas interrupciones que impide interpretarlas simplemente como el ejercicio más o menos radical de un privilegio que la oralidad concede. Una lectura que las inscribe en una lógica desde donde, junto con adquirir otro sentido bien preciso, se invisten también, y al mismo tiempo, yo diría, de una cierta necesariedad.

Estas interrupciones se dan bajo formas distintas. Describo en seguida algunas de las formas más recurrentes. A veces ocurre que la voz, en vez de continuar emitiendo nuevas palabras y frases, suspende la progresión para insistir sobre una palabra o una frase que acaban de ser dichas, y repetirlas literalmente, una y otra vez: "No pude nombrar, no pude, no pude, no pude. No pude nombrar". O, en términos más atenuados: "Nunca he podido hacer un cuerpo entero, hasta ahora. Nunca, nunca, siempre pedazos". La explicación de semejante suerte de parálisis momentánea del flujo discursivo, en la medida en que esta forma de interrupción contribuye al mismo efecto general que las demás, no se agota afirmando que las repeticiones cumplen una función meramente enfática, o que no son más que redundancias autorizadas por la oralidad.

En otros casos se abandona abruptamente una frase en pleno desarrollo (todavía no completa o estructurado) para introducir otra con un pensamiento lateral (pero no ajeno) que la frase inconclusa, o el contexto al que ella pertenece, de alguna manera secreta convoca. Hablando de los nombres de los personajes de El cuarto mundo, dice Eltit: " ... yo los saco de la España, bueno, de los colonizadores también, que vinieron a estos lugares, y los traigo a... Fíjate que ahí estaba pensando en los sudacas..." Una variante de esta última forma se da cuando observamos una frase también inconclusa, pero ya no para introducir otra de pensamiento asociado. La inconclusión, ahora sin la motivación del ejemplo anterior, se exhibe a sí misma como tal y pasa entonces a caracterizar una pausa discursiva. A propósito de una de las "acciones de arte" en las que Eltit intervino sola, es decir, después de la desaparición del grupo CADA, afirma: "Era una cosa mía, una cosa bien personal y no quise en absoluto hacer de eso una noticia o una..."

Tal vez las interrupciones más llamativas, si no las más frecuentes, sean aquellas en que una frase suspende momentáneamente su desarrollo para que se intercale otra, u otras, con una explicación que al locutor le parece necesaria o impostergable. Así ocurre cuando Eltit se refiere a la muerte de su padre y al modo en que el duelo pudo afectar a la novela que entonces escribía, Por la patria: "Yo creo que el duelo..., que tiene que haber traspasado la novela..., es imposible, yo siento, que no sea así..., yo creo que está en la sintaxis, en la sintaxis que ni siquiera yo sabía que tenía". Aquí ya se ve cómo por la correlación de significados que se establece entre las frases intercaladas, el discurso termina adoptando en estos casos la forma de una configuración en dos niveles o planos paralelos. En el pasaje siguiente, donde Eltit sigue reconstruyendo el proceso de escritura de la misma novela, esos dos niveles o planos se dan además entrecruzados por una suerte de alternancia: "En Por la patría estaba yo leyendo un libro..., yo soy lectora tú sabes anárquica..., estaba leyendo un libro de historia del Perú..., lectora anárquica y azarosa..., y de repente leo "Coya", la hermana del rey, el inca".

Pero cualesquiera sean las formas en que se presentan las interrupciones (las ya descritas u otras), nunca dejan de concurrir a un mismo efecto. Todas contribuyen a la producción de un discurso dialógico de porfiada vocación para estructurarse mediante la ruptura sistemática de la "linealidad", lo que inevitablemente convierte al fragmento en la pieza central de su composición. Sin duda, esta comprobación tendría apenas un valor circunscrito, interno, sólo como caracterización del discurso donde el fenómeno ocurre, si no fuera que el discurso narrativo de Eltit, el de sus novelas, también está construido sobre la base de un "no" a la linealidad, o, lo que es igual, sobre la base del fragmento. Claro, y casi sobra decirlo, en el discurso narrativo son otros los modos de transgredir la linealidad, unos modos sometidos a los requerimientos de específicos procesos de simbolización, de producción de sentido. Vistas desde la perspectiva de estas transgresiones, las interrupciones de la linealidad en el discurso dialógico de Eltit dejan de ser simples "licencias" de la oralidad: pasan a ser un eco de aquellas transgresiones, como si la lógica que gobierna la estructuración del discurso narrativo contaminara la composición del discurso dialógico.