EL NAVEGANTE

Damaris Calderón

Si un puerto es, como decía Baudelaire en un poema del mismo titulo, "una estancia encantadora para un alma fatigada de la vida' (... ) (un lugar.) "para el que no tiene ya ni curiosidad ni ambición (... )". La figura del navegante es la del batallador épico, del buscador solitario que no espera encontrar nada, lo que restringiría la grandeza y el alcance de la búsqueda, cuyo impulso es la búsqueda misma, el espíritu libre, solo y desasido.

En el imaginario poético y ritual, el viaje conforma una especie de iniciación,; el iniciado habrá de sortear una serie de pruebas para alcanzar la revelación de una verdad y de la propia condición humana.

En la división tradicional occidental de los mundos en celeste, terrenal y ctónico, toda apertura entre ellos indica -según Mircea Eliade- una hierofanía. Los descensos al mundo ctónico (ultraterreno) aparecen ilustrados en numerosos pasajes, entre los que destacan el descenso de Ulises, Orfeo y Eneas al reino de ultratumba. En el mundo intermedio (terrenal), Hesíodo menciona en Los trabajos y los días, la oposición entre los véntricos (apegados a los apetitos del vientre) y los hombres músicos (los que buscan la música, el ritmo de lo superior). A mi juicio, entre éstos estaría El navegante, albatros, pájaro de las alturas, "cuyas alas de gigante le impedirían caminar".

Antes del existencialismo, el navegante es el hombre que no tiene (no puede tener puestos) los pies en la tierra, y cuyos ojos ávidos buscan no otra tierra sino un más allá, la trascendencia de un mundo físico y de los propios límites humanos: "Los bosques se cubren de flores; la belleza se apodera de los frutos; / resplandecen los campos; la tierra se renueva./ Mi alma, henchida de nostalgia, dispone ansias y afanes hacia remotos confines,/ a través de los pletóricos caminos del mar".

El poema anónimo del siglo IX, El navegante, que hoy ofrece en vigorosa versión el poeta Armando Roa, cuyo método, según él mismo indica, fusiona las traducciones de Pound y Michael Alexander con la suya propia, hacen mantener al poema su carácter de saga anónima, recreada, cuya multiplicidad de voces hace que se escuche la resonante de Ulises. Es decir, Nadie.

La figura fuerte del navegante aparece otra vez en El barco ebrio de Rimbaud, donde la búsqueda de la libertad lo hace romper amarras con la tierra y los hombres: "Libre, humeante, pletórico de brumas violáceas yo que perforaba el enrojecido cielo como un muro (... )" y el desgarro que implica esta ineludible condición heroica: "¡Mas, cierto, he llorado atrozmente! Las albas son desgarradoras/ Toda luna es atroz y todo sol amargo (...)/ ¡Oh, que estalle mi quilla! ¡Oh, que ya vaya al mar!".

O Alejandra Pizarnik en El árbol de Díana: "Explicar con palabras de este mundo/ que partió de mí un barco llevándome".

El barco, el mar, llevan al viajero, al navegante, a una búsqueda no ya geográfica sino ontológica: el ser de la tierra (terreno) queda atrás; se busca confrontar, encontrar, con todas las desgarraduras necesarias, el hallazgo del Ser.

Poema de la tragicidad de los límites de la condición humana. El navegante, como más tarde el protagonista de Melville en Moby Dick, persigue lo desconocido, lo que lo excede, y no se nombra: La sombra del Gran Pez.

de El navegante (Santiago, Universitaria, 1999)

Siguiente

Sitio desarrollado por SISIB