ELISA CASTILLO nació en Antofagasta en 1971. Es Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad de Chile. Actualmente cursa en esa misma casa de estudios el Magister en Literatura con Mención en Literatura Hispanoamericana y Chilena. En 1996 obtiene el segundo lugar en el concurso "Dándole cuento al género", organizado por el Departamento de Género y Cultura de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile, con el cuento "Insectario" de su libro inédito Diálogo de delfines. En 1998 obtiene el primer lugar en la categoría "Con ojos de mujer" de la sexta versión del Concurso Nacional "Historias y cuentos del mundo rural", organizado por la División de Comunicación del Ministerio de Agricultura. Actualmente prepara un libro de relatos del taller que dirige en el Centro Cultural Villa Sur, en la comuna de Pedro Aguirre Cerda, Santiago. Ha publicado cuentos en varias revistas especializadas.

 

EL VIAJE

A Felisa

A Narcisa

La pequeña gustaba de caminar sin zapatos, aunque su madre la castigaba cada vez que la sorprendía pues las niñitas educadas y bonitas no descuidan sus pies. Pero la enanita nunca se esforzó en comprender lo que su madre le decía y se empeñaba en salir corriendo sobre la tierra desnuda sólo para sentir el viento atravesándola. Gustaba de tomar el sol recostada sobre el mismo suelo caliente, apoyada sobre su perro flaco, siempre empolvado o embarrado o tiznado, siempre como ella.

A veces subía los perales de la plaza. Miraba los pajarillos piojentos dentro de los nidos y hablaba a las ramas más altas. Comía las peras recalentadas por el sol y con las pepas hacía puntería a la calva cabeza del párroco del pueblo. Otras veces se quedaba dormida sobre el pasto, entre los rosales soñando en cómo toda esa maravilla era creada.

Uno de esos días, deambulando luego de hacer llorar a la mamá, se echó entre los rosales de la plaza para mirar de cerca el irregular camino que dibujaba un pequeño grupo de hormigas grises, cargadas de pequeñísimos granos blancos y rosados. Comenzó a sentir la tierra blanda de ese jardín, el aroma iba apoderándose de su cuerpo rechoncho y comenzaba a caer en un sopor extraño.

La tierra estaba tragándosela de a poco mientras ella soñaba despierta con los misterios que habría allá donde iba.

Pronto estaba sumergida en la primera capa de tierra. Los insectos pasaban sobre su cuerpo, pasaban a través de él haciéndole cosquillas. Sus brazos y piernas eran porosos y livianos, atravesaban la tierra lenta y tranquilamente sin que nada fuera obstáculo en su camino. El cuerpo se deformaba, se expandía o comprimía según fuera el terreno que iba cruzando.

Sus maravillados ojos descubrían los secretos luminosos con que la madre regalaba sus dones. Lograba oír a los pájaros subterráneos que volaban de un lugar a otro haciendo crujir sus nidos cuando pacha se acomodaba y desataba su oleaje tremendo; las terrosas olas furiosas de amor escupían espuma violenta, espuma amorosa mientras la niña viajera y amante latía de felicidad, chorreaba una deliciosa alegría.

El mundo de allí abajo también florecía en el movimiento adormilado de las raíces de los árboles en pleno crecimiento. Sentía la alegría en el repiqueteo baboso de las lombrices enamoradas o de algún otro insecto amenazado por el inminente invierno. Todo olía a vida y a madre pariendo maravillas. Ella, estirada, sorprendida, emocionada continuaba su viaje atraída por una invisible fuerza hacia el centro más oscuro de la tierra.

Su cara traspasaba ahora un cinturón de rocas de distintos tamaños, unas como peras de pascua, otras como membrillos afranelados flotando en el vientre que también la cobijaba a ella, ahora que pertenecía a este nuevo cuerpo.

Cuando comenzó a estabilizarse observó una maraña de raíces que formaban un inmenso nido. Al centro, acomodada como una reina, la anciana la esperaba tranquila. La vieja tenía el cuerpo retorcido y por todas partes le brotaban raíces y flores. Su piel estaba cubierta de un musgo fino y caminaban sobre ella más arañas y hormigas de las que había visto nunca.

Fue acercándose a la abuelita despacio para no asustarla, para que no creyera que andaba sin permiso. Cuando estuvo muy cerca se dio cuenta de que era ciega. La abuela ciega tejía sentada. Tejía con sus largos y deformes dedos. Tenía en sus manos flores, hongos silvestres y dos índices excesivamente largos con los que urdía los puntos de su tela. En su cara, lo más sobresaliente del cuadro, era la tiesa lengua que salía de su boca obligándola a dejar caer un gruesos hilo de baba que sus ágiles dedos comenzaban a utilizar para tejer esa extraña manta. Descubrió con sorpresa que todo lo que la rodeaba estaba hecho del tejido baboso de la anciana hilandera.

El tejido de la anciana le cubría las piernas, se derramaba a su alrededor hasta que alcanzaba un rincón del trono. Por una escuálida rendija, entre una raíz y una roca, el sol goteaba. La pequeña puso su mano para que una gota de luminoso calor le abrigara el cuerpo. La anciana estiró un cucharón de madera con el que revolvía sus aguas para las hierbas y alcanzó el fino chorro de luz. En piedras oscuras vertió el preciado líquido y al momento las rocas se tornaron rojizas. Sobre ellas extendió su tejido y comenzó a formarse más y más tierra fértil. La vieja reanudó su trabajo silencioso junto al manantial dorado.

De pronto sintió como si la jalaran por la espalda. Todo su viaje fue en reversa. No alcanzó a despedirse de la anciana, ni de las lombrices, ni tampoco de los pájaros que la habían encantado. Sobre el jardín estaba recostada, con la oreja pegada a la tierra y su incansable y flacuchento perro lamiéndole la cara.

 

 

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