EL NAVEGANTE

(versión de Armando Roa Vial)

 

Puedo pregonar por mí mismo este canto en tiempos de zozobra, la
amarga verdad de mi travesía; como mi cuerpo, en ásperos días,
a menudo resistió sufrimientos y penalidades.

Sombrías inquietudes se agolparon en mi pecho.
Refugiado en mi nave carcomida por el estío,
pugné por sortear el abrumador tumulto de las olas.

En la estrecha proa del barco monté guardia muchas noches,
vigilando las embestidas contra los acantilados.
Entumecidos por la escarcha estaban mis pies,
como atados a heladas cadenas; ardientes sueños
turbaron mi corazón; el hambre doblegaba mi ánimo.

El hombre de tierra firme, mezquino y complaciente,
ignora los pesares que he soportado en éste, mi largo exilio
en las gélidas aguas del mar, lejos de las regiones donde alumbra el sol,
sumido en el desamparo, cuando toda la riqueza del mundo se vuelve desperdicio,
resistiendo el invierno, como un miserable vagabundo
privado de sus compañeros.

El granizo caía con sus afiladas astillas de hielo
mientras mis oídos eran asaltados por el borrascoso clamor del mar,
por el glacial alboroto de las olas.
Las heridas más profundas de mi corazón
dolían por mis perdidos hermanos.
Pues risas humanas ya no escuchaba; sólo el estridente
alarido de los cisnes o el fatídico gorjeo de gaviotas y alcatraces.

La tormenta, azotando el barco contra los riscos de piedra,
invadía la popa; a menudo las águilas ululaban amenazantes,
con sus plumas congeladas, cubiertas de rocío.

Ningún protector
puede brindar consuelo a un hombre desolado.

A quienes hacen de su vida un festín,
esperando del destino tan sólo abultadas ganancias,
sumidos en la opulencia y en el vino, poco les importan mis fatigas,
mi larga vigilia resistiendo la desbordante cólera del mar.

Cercado por las duras tinieblas de la noche, cuando la tormenta rompía desde el norte
y mi barca luchaba por esquivar las altas corrientes
que atravesaban las aguas,
todo de pronto cubrióse de granizo:
la más fría de las mieses. Entonces sollocé como un desdichado
forastero, con el corazón desgarrado,
anhelando un sendero lejos de aquí,
libre de las aflicciones de la soledad y del silencio.

No hay orgullo de príncipe sobre sus dominios que pueda equipararse al mío,
nadie como yo para añorar los bienes dispensados por la juventud,
que aún perdido el valor y la fe en el Rey,
cargo con mis penas por el mar
a merced de la voluntad del Señor.

Corazón para el arpa ya no tengo; las riquezas de nada me sirven;
soy un hombre que ha perdido todo deseo hacia las
mujeres y hacia los placeres de esta vida.

Atribulado despierto cada día antes del amanecer
junto a las olas que embisten mi navío
y lo precipitan por estas recónditas sendas de sal.

Los bosques se cubren de flores; la belleza se apodera de los frutos;
resplandecen los campos; la tierra se renueva.

Mi alma, henchida de nostalgia,
dispone ansias y afanes hacia remotos confines,
a través de los pletóricos caminos del mar.

Fúnebres melodías entona el cuclillo;
amargo guardián del verano, presagios y lamentos acumula en el pecho.

El hombre ávido de fortuna desconoce la secreta vocación
de aquellos que padecen navegando sin rumbo fijo,
entre estelas de espuma,
lejos de su patria.

Ahora la fría caverna del corazón se va desmoronando
en medio de este torrente, golpeada por grandes olas.
El exangüe rostro de un pájaro se obstina en la proa al declinar el día;
sus quejidos convergen vastos y abrumadores
mientras las ballenas trazan blancas estelas sobre las rutas marinas.

Vislumbro los designios divinos
que prolongan mi destierro y mis tormentos.

Mi Señor, como un temible centinela,
me entrega a esta vida de muerte;
de paso estoy en el reino de este mundo. No hay goce terrenal
que sea eterno; tres cosas hay que siempre amenazan la paz del hombre
derribando su espíritu antes del fin:
la enfermedad, la vejez o el sabor de la venganza,
cuando dejan sentir sus latidos en cada cuerpo
resignado a su suerte.

Aún así los grandes señores gustan del elogio
de cuantos los rodean; leas de la vida,
fraguadas ante la enemistad y el rencor
de Satanás: hazañas y proezas.

Que los oradores respeten el sagrado nombre de los valientes
cuyas vidas se prolongaron en duraderos estallidos;
que los ángeles les rindan sus honores
por siempre y para siempre. Deleite de hombres bravíos: para ellos el poder y la alabanza.

¡Oh, cuán efímeros se toman mis días!

La arrogancia y el orgullo
irrumpen sin reyes ni césares.
Ya no quedan maestros generosos como los de antaño,
esos que idearon las primeras hazañas del mundo,
gloriosos en sus vidas, renombrados en las canciones.
Quienes han blandido el escudo del honor y el señorío se alejan;
el fervoroso esplendor de las viejas espadas de a poco se mustia.

¡Dolorosa ventura! Débiles y pusilánimes
ahora nos gobiernan,
al amparo de la luz agonizante
de las dilaciones y la cobardía.
¡Cuánta añoranza en la nobleza perdida:
espíritus ardientes, pensamientos poderosos!

Él lo sabe y se lamenta: conoce a sus compañeros perdidos,
hombres fuertes y leales devorados por las mareas,
conducidos oscuramente por las mismas olas
hacia el umbrío páramo que se extiende en el fondo del océano.

Cada vez que la vida cede, el cartílago afloja;
asalta la edad y los rostros se ajan:
entonces ya no habrá congojas ni deleites para el cuerpo.

Mañana volverá al silencio;
los miembros estarán crispados, en eterna rigidez:
carne yerta, despojada de vida,
incapaz de saborear lo dulce o de sentir el roce de la pena.

Un hombre puede sepultar a sus hermanos muertos
cubriendo sus tumbas con todo el oro
que les perteneció; sus cuerpos enterrados serán así
el más preciado de sus tesoros.
Pero el oro que acumularon en este mundo
no podrá aliviar la ira de Dios
ante sus almas cargadas de culpas,
que en poco tuvieron los favores del cielo.

Caro es el precio de la vida.
De nada sirve jactarse de la fama o la abundancia.
No hay dádivas que sean capaces de sobornar
los inescrutables designios de Dios.

El sabio y el necio perecen por igual.
Sus tumbas serán sus moradas para siempre
aunque nombre a su tierra hayan puesto.

Por eso bienaventurados los humildes,
aquellos que al cielo temen
y ponen sus almas a disposición del Señor.

El pesar desgarra sus ojos:
entre despojos recuerda a sus mayores, sus compañeros caídos,
en la hora postrera, pasto de gusanos, heridos por el destino,
estremecidos por las garras de la muerte.

 

de El navegante (Santiago, Universitaria, 1999)

 

 

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