PAVEL KRALJEVIC nació en Antofagasta en 1973. Reside en Santiago. Ha publicado en la antología Cuentistas para el siglo XXI, editado por La DIBAM en 1997. En 1998 la DIBAM edita su libro de cuentos Dioses personales (fragmento de novela y algunos relatos). Durante 1991 participa del taller que Lilian Elphick dictó en la SECH. Durante 1993 participa del taller de Gregory Cohen en el Centro Cultural El Ágora. Durante 1997 y 1998 es miembro del Taller José Donoso de la Biblioteca Nacional, dirigido por Carlos Cerda. Durante 1999 participa del taller que dirige Marco Antonio de la Parra en el Centro Cultural de Las Condes.

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VIDAS EJEMPLARES

Esta vez somos
de papel somos
la corteza de un árbol.

"Esta vez",
Julieta Venegas.

 

La mujer buscó en el botiquín. Era un botiquín de madera con pequeñas puertas a los costados y al centro un espejo que se iluminaba por arriba. Él tenía uno igual pero jamás lo conectó y nunca había apreciado el efecto, menos aún en un baño en penumbras.

-Mierda -dijo la mujer-. Estoy segura que la dejé por aquí.

Él la miró y esbozó una sonrisa. Trató de sentarse en el borde de la bañera pero no resultaba muy cómodo. Además, estaba húmedo. Finalmente optó por el retrete, cuya tapa tenía una cubierta celeste con encajes. La mujer dejó de buscar tras la puerta del lado izquierdo y abrió la de la derecha. Su rostro se iluminó.

-Aquí está -dijo sin mirarlo.

Era una de esas máquinas de afeitar comunes y amarillas. Él la tomó y la observó por todos lados. En el extremo del mango leyó BIC. Las hojas estaban gastadas y un par de pelos asomaban entre ellas. No tenía esa banda lubricante que traían algunas máquinas.

-Ten cuidado -dijo ella desabotonándose los jeans-. Ya está un poco usada y no es lo mismo que con una nueva.

Él la miró, interrogativo.

-Las axilas -aclaró ella-. ¿Podrías hacerme un espacio? Necesito sentarme para quitarme los pantalones.

La tapa del retrete no era muy amplia y él optó por ponerse de pie. La mujer tomó posesión del retrete y se sacó los zapatos, deslizándolos bajo el lavamanos. Luego agarró los jeans por los costados de cada pierna, a la altura de los muslos, y jaló hacia abajo. La maniobra fue un éxito y los jeans dejaron las rodillas al descubierto. La mujer estiró las piernas y cogió las bastillas, en una notable elongación de los brazos y la espalda. Él se apartó hasta quedar entre el botiquín y el cálefon, frente a la mujer, que miraba concentradamente las puntas de sus pies. El movimiento fue muy rápido. Al momento siguiente la mujer tenía los jeans colgando de sus manos y él se sobaba un pequeño rasguño provocado, seguramente, por la pretina de los mismos al pasar junto a su cara.

La mujer suspiró y su rostro volvió a relajarse. Se puso de pie y se acercó a él. Ahora llevaba puesto unos calzones de algodón con dibujos.

-No es nada- dijo mirando el rasguño de cerca.

Volvió a buscar en el botiquín. Dejó sobre el lavamanos un frasco de povidona y un paquete con venditas.

-Puedes ponerte algo de eso, si quieres -le dijo mientras doblaba los pantalones.

Él permanecía pegado a la pared. Tomó el paquete de las venditas con la misma mano en que tenía la máquina de afeitar, lo miró un segundo y lo dejó en el mismo lugar donde la mujer lo había puesto. El baño era muy pequeño y resultaba difícil moverse los dos a la vez. Esperó hasta que la mujer dejó los pantalones cuidadosamente doblados sobre el estanque de agua para volver a sentarse sobre el retrete. Hacía calor.

-¿Tienes calor? -preguntó la mujer.

Parecía hablarle al aire. Él se encogió de hombros.

-Yo sí tengo -agregó.

Pasó junto a él y se encaramó sobre la bañera para abrir una pequeña ventana. La brisa agitó la cortina de la ducha, que hacía juego con la cubierta de la tapa del retrete.

-Así está mejor -dijo la mujer.

Pasó otra vez junto a él. Se paró frente al botiquín y cerró la puerta del lado derecho. Tomó la povidona. Antes de ponerla tras la puerta de la izquierda se detuvo.

-Por si acaso -dijo dejando la povidona junto a las venditas.

Abrió la válvula del gas y esperó un instante. Apretó el encendido automático del cálefon. No se encendió. Lo presionó otra vez y una llama azul surgió desde el piloto. Puso el regulador en temperatura media. Volvió al lavamanos y giró la llave con el puntito rojo. La llama azul del cálefon estalló en tonos anaranjados.

La mujer se bajó los calzones hasta la mitad de los muslos. Movió un poco una pierna y acabaron de caer hasta los pies. Se inclinó sin doblar las rodillas y recogió los calzones del piso.

-Déjalos encima de los pantalones, por favor- le dijo.

Los dibujos de los calzones eran pequeños hipopótamos verdes. Él los tomó con la mano libre y los puso sobre los jeans.

-El agua está buena -dijo la mujer-, ahí está el jabón.

Él se puso de pié y la mujer tuvo que hacerse un lado para que él llegase al lavamanos. Estiró la mano y pudo sentir el contacto del agua tibia. Dejó la maquina de afeitar sobre el borde del lavamanos, junto con la povidona y las venditas. Cogió el jabón y lo metió bajo el chorro de agua. La espuma comenzó a desbordar sus dedos. La mujer estaba junto al retrete. Avanzó hacia ella y se inclinó. La mujer separó un poco las piernas y él dejó que la espuma que llevaba en las manos le cubriera los pelos de la entrepierna.

-Se siente frío- dijo la mujer.

Él se volteó sin levantarse y tomó la maquina de afeitar. Esparció un poco más la espuma con la mano libre. Miró hacia arriba antes de acercar la máquina de afeitar a la piel. La mujer lo miraba también.

Comenzó describiendo una línea ascendente por el muslo, casi en el pliegue de la ingle. Avanzó dos o tres centímetros y se detuvo. Las hojas de la máquina de afeitar estaban repletas de pelo. Tuvo que ponerse de pie para lavarlas bajo el chorro de agua tibia. El segundo movimiento bajó desde el vientre y avanzó un poco más que el anterior. Nuevamente se puso de pie para limpiar las hojas de la máquina. Antes de empezar con un tercer movimiento vio una gota de sangre que se mezclaba con la espuma y el pelo. Miró hacia arriba.

-¿Sabes cual es el animal que provoca más muertes por ataque directo en África? -preguntó la mujer.

Inclinó la cabeza y contempló el hilo de sangre que se escurría por su muslo izquierdo. Luego miró hacia adelante y sonrió.

-Son los hipopótamos -dijo la mujer soltando una risa que parecía tos.

Él sonrió. La sangre había llegado al piso y formaba un charco que se extendía desde el pie de la mujer hasta su rodilla. El tercer movimiento bajó siguiendo la línea de la ingle.

 

 

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