PAVEL KRALJEVIC nació en Antofagasta en 1973. Reside en Santiago. Ha publicado en la antología Cuentistas para el siglo XXI, editado por La DIBAM en 1997. En 1998 la DIBAM edita su libro de cuentos Dioses personales (fragmento de novela y algunos relatos). Durante 1991 participa del taller que Lilian Elphick dictó en la SECH. Durante 1993 participa del taller de Gregory Cohen en el Centro Cultural El Ágora. Durante 1997 y 1998 es miembro del Taller José Donoso de la Biblioteca Nacional, dirigido por Carlos Cerda. Durante 1999 participa del taller que dirige Marco Antonio de la Parra en el Centro Cultural de Las Condes.

¬volver

MEDIAS PARA SEÑORITAS IMPORTADAS

¿Y estás muy triste de amor,
Galán cobarde y sin seso?
Amor menguado, no es eso:
Amor cuerdo no es amor.

"Dolora Griega",
José Martí.

 

La muchacha está de pie en la esquina. Una falda corta y ceñida a los muslos, una camiseta gris. No lleva sostenes. Los pezones sobresalen de la superficie redonda de los senos. Es casi una niña, piensa Óscar sentado en una de las mesas que hay dispuestas fuera del bar, frente a la plaza. Una mesa plástica de color verde y encima una botella de cerveza. En la etiqueta de la botella puede distinguirse el perfil de un indio. Óscar se lleva la botella a los labios. El calor. No muy lejos se oye el sonido de una ola que revienta contra el malecón.

Los músicos ya han dejado de tocar. Un par de acordes parecen flotar en el aire, sobre el murmullo. La plaza está repleta de gente. En la mesa de la izquierda un gordo de piel rosada y pelo muy corto y rubio le mete mano a una negra que ríe mostrando todos los dientes. En la mesa de la derecha tres mujeres esperan clientes. Son mayores que la muchacha. Óscar pide otra cerveza. El garzón se aleja con paso lento. Un negro enorme metido dentro de unos pantalones también negros y una camisa que le queda chica. Una corbata de moño al cuello. Con este calor, piensa Óscar. Mira hacia la esquina. Un grupo de gente le impide ver a la muchacha. Lo más seguro es que se ha ido, un cliente o quizás puro cansancio.

Cierra los ojos. Cierra los ojos y respira profundo. Oye los pasos que se acercan y el sonido de la botella contra la mesa. Un ruido sordo, casi inaudible. La sombra del garzón. Abre los ojos. El negro se ve más grande parado junto a la mesa.

-¿No va a comer nada? -pregunta sin mirarlo.

-No lo creo -responde Óscar.

El negro suspira mirando hacia la oscuridad donde puede adivinarse la línea de la bahía.

-Lleva toda la noche bebiendo -dice el negro como si le hablase al aire.

Oscar asiente con un movimiento de cabeza.

-Todo el día -aclara.

El negro sonríe. Saca un destapador del bolsillo y abre la botella de cerveza. Se queda de pie, las manos apoyadas en el respaldo de una de las sillas.

-¿Los músicos ya no vuelven? -pregunta Óscar por decir algo.

-No, ahora tocan en otro lugar.

El negro continúa quieto, la mirada perdida en dirección al mar.

-Qué calor -dice Óscar.

El negro lo mira y vuelve a sonreír.

-Debería estar aquí en agosto.

Se aleja con paso lento. Antes de entrar al bar se detiene en una mesa donde un hombre se ha dormido junto a un vaso de ron. Le toca el hombro, lo sacude. El hombre no despierta. El negro suspira, mira hacia la bahía, da media vuelta y entra en el bar.

El hombre gordo se ríe a carcajadas, salpica la mesa con saliva. La negra también se ríe pero más tranquila. Una risa estudiada. Las mujeres de la derecha no beben nada. Permanecen sentadas, esperando. De pronto llega un muchacho y les hace una seña. Dos de las mujeres se levantan y siguen al chico sin alcanzarlo nunca. Desaparecen tras la esquina del malecón. La otra mujer juega con un lápiz labial. Hace dibujos sobre la mesa sin quitarle la tapa.

La muchacha está de pie en la esquina. Óscar la mira mientras termina la cerveza. El gordo de la mesa de junto casi revienta de risa. La negra le tiene la mano sobre el muslo, muy cerca de la ingle. El gordo se pone cada vez más rosado, la camisa blanca empapada de sudor. Va a reventar, piensa Óscar. La muchacha continúa en la esquina. No hace gestos, no sonríe a los turistas que pasan junto a ella. Cualquiera de los muchachos que pasean en bicicleta por la plaza podría ser su novio. Óscar baja los ojos. La mesa de plástico verde, la botella vacía, la borrachera arrastrada durante días. Mira hacia la esquina nuevamente, pero la muchacha ya no está. Levanta la mano y espera que el garzón negro llegue junto a la mesa.

-Un vaso de ron -dice Óscar.

El negro mira hacia la bahía.

-Está borracho -dice.

Óscar asiente con un movimiento de cabeza.

-Entonces que sea una botella -corrige.

El negro lo mira y sonríe. Da media vuelta y camina hacia el interior del bar. Se detiene un momento junto al hombre que duerme pero esta vez se limita a mirarlo. El negro desaparece en la entrada del bar.

 

 

Ahora si es tarde, piensa Óscar. Avanza por las callejuelas del barrio viejo decidido a caminar hasta el apartamento que ha alquilado. El recorrido no es largo: por Obispo hasta la manzana de Gómez, cruzar el Parque Central hasta el Hotel Inglaterra, meterse por San Lázaro, dos calles, tres pisos, una puerta azul. La botella con un poco de ron en la mano. Un grupo de mujeres camina unos metros más adelante. Ríen con fuerza y se dan empujones unas a otras. Óscar las alcanza. De reojo mira sus caras. Las ojeras las delatan, una excavación violeta bajo los ojos.

Óscar se detiene frente a la demolición que hay en la esquina de Obispo y Cuba. Trozos de sanitarios y gruesos cables desparramados entre columnas y piedras blancas. Un par de hombres duermen junto a una estatua de aspecto griego. Óscar destapa la botella y bebe un último trago. Deja la botella vacía junto a un montón de escombros. El grupo de mujeres se ha adelantado, ya no puede verlas. Sigue recto por Obispo. Mira hacia el interior de los bares. Horario continuado, una noche permanente circulando entre las mesas. Un hombre duerme junto a un vaso de cerveza bajo la mirada indiferente del garzón. Un hombre sospechosamente parecido al otro que dejó varias calles atrás, sobre una mesa plástica con vista a una plaza. Todos los borrachos se parecen, piensa Óscar.

Las calles vacías, el asfalto húmedo cubriendo los adoquines y el calor. Óscar camina con paso lento, nunca completamente borracho. Todas las tiendas cerradas. Una droguería, la vitrina repleta de frascos de color marrón con pequeñas etiquetas blancas. Óscar se detiene frente a los frascos, la mirada fija en un punto más allá de la vitrina. Un hombre pasa a su lado montado en un carro a pedales. Le grita algo. Óscar no alcanza a entender. Lo ve alejarse, doblar en una esquina, desaparecer. Otra vez la vitrina. Los frascos alineados uno junto a otro, las etiquetas indescifrables. Otra noche, otro lugar, piensa Óscar y se aleja, vuelve a sus pasos sobre el asfalto húmedo.

La gente reaparece antes de llegar al Parque Central. Los taxis se amontonan en la calle. Las mujeres que vio antes están sentadas junto a los automóviles, conversan con los conductores. Un murmullo se extiende desde ellos. Óscar busca dónde sentarse. Finalmente opta por el frontis de una librería cerrada. Al otro lado de la calle hay un restaurante de comida italiana. En la esquina está el lugar donde Hemingway venía a emborracharse. Apoya la cabeza contra la reja de la librería. Entonces la ve, casi una niña. La muchacha está de pie en la esquina.

-¿Estás de vacaciones? -pregunta la muchacha mientras se acerca a la ventana que mira hacia San Lázaro.

Óscar abre los ojos con dificultad. La habitación en penumbras gira alrededor de la cama. Trata de fijar la vista en la muchacha junto a la ventana, asomando los ojos por las rendijas de las persianas de madera, girando con lentitud el pasador para dejar entrar la luz del sol y una bocanada de aire caliente y con olor a café.

-Es un crimen lo que haces- rezonga Óscar cubriéndose la cara con la almohada.

La muchacha sonríe y asoma la mitad del cuerpo hacia la calle.

-Las personas se ven pequeñitas desde aquí- dice.

Una sensación de calor sube por el esófago de Óscar. Consigue resistir una primera embestida pero la segunda resulta fatal. Apenas tiene tiempo de saltar de la cama y correr los tres pasos que lo separan de la puerta del baño para vomitar dentro del excusado. Durante unos minutos se queda hincado de rodillas sobre el piso de baldosas rojas. El mareo lentamente desaparece. Se pone de pie y busca a tientas el botón para liberar el agua del estanque. Lo presiona y no sucede nada.

-No hay agua -grita.

La muchacha aparece en el umbral.

-Estás hecho un desastre -dice meneando la cabeza.

Óscar permanece de pie frente al excusado, sin abrir los ojos, apretando inútilmente el botón de desagüe.

-Ahí puse un poco de agua hace un rato -agrega la muchacha-, en ese balde que está en la ducha.

La muchacha desaparece. Óscar mira hacia el umbral vacío y luego se acerca al balde con agua. Sumerge la cabeza en él. Se levanta y deja que el agua le escurra por la espalda. Se mira sin mucha atención en el espejo y vuelve al dormitorio. La muchacha está asomada por la ventana.

-Tengo que irme -dice sin mirarlo.

Óscar enciende el ventilador que hay sobre la mesita de noche y se sienta en el borde de la cama.

-¿Tienes algo que hacer?- pregunta.

La muchacha se aparta de la ventana y se arregla la falda. Lo mira y sonríe.

-Voy a comprarme medias- responde.

Camina hacia la cama y se detiene junto a Óscar, que mira detenidamente las gotas que caen de su cabeza para formar un charco sobre las baldosas.

-Son cuarenta- dice la muchacha.

Óscar levanta la mirada, recorre los muslos, la falda, la camiseta gris, los mínimos senos, el cuello, la sonrisa, los ojos, el cabello tomado en la nuca. Es casi una niña, piensa. Luego estira la mano hacia la mesa de noche y toma la billetera. Saca dos billetes de diez y uno de veinte. La muchacha los coge y los cuenta sin dejar de sonreír.

-¿Estás de vacaciones? -pregunta.

La ventana abierta, el aire caliente y el olor a café. El sol reflejándose en las baldosas del piso.

-No- responde Óscar e intenta sonreír.

Una nueva arcada le sacude el vientre. Aparta a la muchacha para llegar al baño. Se sienta en el piso, frente al excusado, luego de vomitar. Apoya la cabeza en la pared y cierra los ojos esperando oír el ruido de la puerta al cerrarse.

 

 

Sitio desarrollado por SISIB