PAVEL KRALJEVIC nació en Antofagasta en 1973. Reside en Santiago. Ha publicado en la antología Cuentistas para el siglo XXI, editado por La DIBAM en 1997. En 1998 la DIBAM edita su libro de cuentos Dioses personales (fragmento de novela y algunos relatos). Durante 1991 participa del taller que Lilian Elphick dictó en la SECH. Durante 1993 participa del taller de Gregory Cohen en el Centro Cultural El Ágora. Durante 1997 y 1998 es miembro del Taller José Donoso de la Biblioteca Nacional, dirigido por Carlos Cerda. Durante 1999 participa del taller que dirige Marco Antonio de la Parra en el Centro Cultural de Las Condes.

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I HATE THE SLOW SONGS

La sala en que Martín estaba era bastante grande. Las murallas eran altas y de color blanco, sin nada que colgase de ellas, salvo tres pequeñas repisas que estaban frente cada cama, casi siempre vacías. A primera vista la pintura de los muros parecía sucia, pero no lo estaba. Se trataba de un tono de blanco particular, pero Martín no podía recordar el nombre. El cieloraso era del mismo color. Además de su cama habían otras dos, y aún así el espacio resultaba considerable.

La cama de Martín estaba junto a la ventana, en un extremo de la sala. Al otro extremo, en la cama más próxima a la puerta, dormía un viejo con voz chillona. Durante el día se quedaba acostado o salía de la habitación, seguramente a dar un paseo por los pasillos. Nadie lo visitaba. Una vez llegó una muchacha joven y bonita. Eso le pareció a Martín, que ese día se había levantado por primera vez desde su llegada. Estaba de pie junto a su cama y vio entrar a la muchacha. Estuvo un rato parada en el umbral, como si no estuviese segura de querer entrar. El viejo la miraba desde la cama. Luego la muchacha entró y se sentó junto a él. Durante todo el tiempo que se quedó no dijeron nada. Ella miraba hacia el piso y el viejo la miraba a ella. Fue la única vez que visitaron al viejo, que a veces se ponía a hablar con el sujeto de la cama de en medio sin esperar respuestas. Era una especie de largo monólogo. El tipo de la cama de en medio miraba al viejo y no decía nada. Tal vez ni siquiera podía oírlo.

A veces Martín hacía el esfuerzo de levantarse de la cama y mirar por la ventana. Desde allí podía ver un pequeño patio con escaños de piedra donde las enfermeras se sentaban a fumar entre turno y turno. A veces lo hacía, cuando estaba de ánimo o cuando el dolor de cabeza no era muy fuerte. La ventana era grande y cuadrada pero no se podía abrir. Por la parte de afuera tenía una especie de malla de gallinero. Martín se acercaba a la ventana y miraba por largo rato hacia el patio de las enfermeras. Casi siempre se ponía a tararear alguna melodía, lo primero que se le venía a la cabeza. Al mediodía una gorda con la toca inclinada hacia la izquierda se sentaba a comer un sandwich. Un poco más temprano un grupo grande charlaba mientras tomaban café y fumaban. Después de la gorda, tal vez a las tres o las cuatro, otro grupo distinto aparecía y repetía el ritual. Había una enfermera alta y delgada que se movía muy lento, otra pequeña que fumaba mucho y una pelirroja que siempre estaba escuchando walkman. Martín las miraba con la frente apoyada en el vidrio de la ventana. Jamás vio a las enfermeras que lo atendían a él o a los otros pacientes de su sala. En ocasiones alguna de las enfermeras no aparecía por el patio. La única que no faltaba era la gorda, siempre a mediodía, puntual.

Martín se pasaba el resto del tiempo sobre la cama, aislado de los demás habitantes de la sala por un biombo de tela verde. Miraba el techo, particularmente una grieta que lo atravesaba de muro a muro. También leía lo que Carmen encontraba a mano para llevarle. Ahora se trataba de un libro de Auster, El cuaderno rojo. Martín se tiraba sobre la cama esperando el anochecer. Ya había leído tres veces el libro, pero no le importaba. El anochecer comenzaba con la enfermera y las pastillas para dormir. La enfermera usaba un chaleco azul sobre su delantal blanco. Llegaba y lo primero que hacía era ponerse a conversar con el viejo de la cama más próxima a la puerta. Al hombre de la segunda cama se limitaba a darle los medicamentos y a Martín lo miraba con aire de comprenderlo todo. Al salir la enfermera volvía a hablar con el viejo de la primera cama y se despedía de él muy amablemente. Las luces se apagaban. Martín trataba de no dormirse. Era inútil, de cualquier modo: la pastilla verde garantizaba un profundo y tranquilo sueño.

 

Otra enfermera venía por la mañana, muy temprano. Era una mujer vieja y huraña que no decía nada. Tampoco hablaba con el viejo de la primera cama, que la miraba con cierto aire de resentimiento. Más pastillas, pero ninguna de color verde. Martín se quedaba hasta tarde en la cama, a veces leyendo y otras mirando el techo. Luego se paraba junto a la ventana para mirar a las enfermeras. Esa era la hora preferida de Carmen para aparecer por la sala.

-Hola -decía.

Martín la miraba desde la ventana y la saludaba con un movimiento de cabeza.

-¿Cómo estás? - preguntaba ella.

-La cabeza me duele un poco -decía Martín.

Carmen miraba a los otros dos pacientes y les sonreía. El viejo respondía con una sonrisa pero el tipo de la segunda cama no se daba por aludido. Era un tipo extraño, nunca le había escuchado pronunciar palabra.

-Es natural -decía Carmen con ese tono maternal que a él le molestaba tanto-, estás cosas no se pasan así como así.

Martín se mantenía apoyado en el muro, mirando por la ventana. El primer grupo de enfermeras ya estaba en pleno uso del patio. Martín trataba de adivinar que decían.

-Te traje un libro -solía ser la siguiente frase de Carmen.

Él recibía el libro sin ningún interés, lo hojeaba un momento y luego lo lanzaba sobre la cama. Carmen lo dejaba hacer con una sonrisa que no era forzada. Martín trataba de no mirarla pero su presencia sumisa terminaba por imponerse. Ella y su sonrisa un poco aguada, matizada de tristeza.

-Gracias -decía Martín mientras las enfermeras apagaban sus cigarros y se perdían por una gran puerta de vidrio.

Entonces no quedaban más que frases de cortesía, monosílabos, silencios y la espera del mediodía, cuando Carmen saldría de la sala y la enfermera gorda con la toca inclinada estaría devorando algún sandwich sentada en el único escaño al que le llegaba sol a esa hora. Luego la misma enfermera de la mañana con la bandeja del almuerzo: una sopa grumosa y un par de tostadas. Y esperar, entonces, para ver al grupo de la pelirroja.

 

 

El viejo de la primera cama parecía llevar mucho tiempo en ese lugar. A veces pasaba a visitarlo algún médico que lo trataba con mucha familiaridad. Martín se quedaba de pie junto a la ventana, mirando hacia afuera pero atento a la conversación. La voz de los doctores solía ser clara y grave. La voz del viejo era una especie de graznido. Su risa era horrible. A Martín se le erizaban los pelos de sólo oírla. Él miraba por la ventana mientras el viejo trataba de comprender un nuevo tratamiento que el médico le explicaba. El viejo es un idiota con voz asquerosa, pensaba Martín de pie junto a la ventana, esperando al grupo de la enfermera pelirroja. Una vez, durante los primeros días, el viejo había intentado hablarle. Comenzó diciendo algo de la excelente atención y lo bien preparados que estaban los doctores. El viejo estaba de pie frente a la cama de Martín, que lo miraba sin poner demasiada atención. Entonces notó el desagradable sonido que el viejo tenía por voz, un sonido estridente, destemplado. El viejo habló por mucho rato, o eso le pareció a Martín. Simplemente se durmió y al despertar, a mitad de la noche, el viejo ya no estaba. La cabeza le dolía terriblemente. Al día siguiente Carmen lo visitó por primera vez. Tenía puesta una polera con girasoles y le llevó un libro con cuentos de Onetti.

El sujeto de la segunda cama no hablaba nunca. Su apellido sonaba a sueco o algo por el estilo. Martín se lo había escuchado decir la enfermera que venía por la noche. Lo miraba desde la ventana o lo oía respirar a través del biombo verde mientras leía. El sujeto no era muy viejo, tal vez treinta o cuarenta años, y se mantenía acostado casi todo el día mirando hacia el techo. Quizás no miraba el techo, simplemente mantenía abiertos los ojos. Se tomaba los medicamentos sin decir nada, se comía la sopa del almuerzo sin decir nada. Un par de veces, generalmente por la tarde, se levantaba de la cama para ir al baño. Era un tipo de lo más raro. Martín lo miraba desde la ventana y se preguntaba por qué estaba así. La noche que el viejo lo despertó y le dijo que el sujeto se había marchado no le pareció extraño.

-Se fue -repetía el viejo con su voz de pájaro-, no está.

Martín no conseguía despertar del todo y sentía el aliento agrio del viejo en su rostro. Abría los ojos una y otra vez pero no lograba ver nada. Tras muchos esfuerzos pudo escapar del sueño provocado por las pastillas.

-Le digo que se fue -repetía el viejo.

Martín se levantó despacio, un poco mareado por efecto de las pastillas, y se asomó al otro lado del biombo verde. La cama estaba vacía.

-Se fue... -murmuró.

Miró hacia la ventana enrejada y fue hacia ella. Apoyó la cabeza contra el vidrio. Estaba frío. El patio de las enfermeras estaba vacío, iluminado por un par de focos que hasta ahora no había notado. Se volvió para encontrar la cara del viejo casi pegada a la suya. Se apartó con asco. La sala a oscuras giró en su cabeza. Se afirmó en la muralla para reponerse.

-¿Son fuertes, verdad? -dijo el viejo-. Yo no me las tomo, me las meto bajo la lengua y la enfermera no se da por enterada.

La posibilidad del viejo merodeando por la sala en la oscuridad le provocó un escalofrío. Pensó que tal vez era una pesadilla.

-Hay que avisar a la enfermera -dijo.

El viejo daba vueltas frente a la ventana, inquieto.

-No, no. La enfermera no -decía para sí.

Martín respiraba agitado. El mareo iba desapareciendo muy lento. Se oyeron pasos en el pasillo. Ambos miraron hacia la puerta, que no se abrió.

-Hay que buscarlo -dijo el viejo-. Es por su propio bien, tenemos que buscarlo.

Vio la silueta del viejo caminar hasta la puerta y abrirla sin hacer ningún ruido. Le hizo una seña para que se acercase. Martín sintió que los pies le pesaban. Llegó junto al viejo y éste le sonrió.

-Vamos a buscarlo -repetía con voz de pájaro-, es por su propio bien.

Martín se asomó por la puerta entreabierta. Miró hacia ambos lados del pasillo y no vio a nadie.

-No hay nadie -le dijo al viejo.

-Es por su propio bien, hay que buscarlo.

Martín miró la viejo. Estaba de pie tras la puerta, moviendo nerviosamente las manos.

-¿Sabe dónde puede estar? -le preguntó.

-Hay que buscarlo, hay que buscarlo.

Miró otra vez hacia el pasillo. Tomó al viejo por el brazo y lo arrastro fuera de la sala.

-Usted se va por ese lado y yo por éste -le dijo.

El viejo asintió con un movimiento de cabeza. Ya no movía las manos. Martín le dio la espalda y avanzó por el pasillo. Antes de llegar a la primera esquina se volvió. El viejo ya no estaba. Dobló a la derecha y pasó frente a varias puertas. Al final del pasillo encontró una escalera que descendía. A pesar de que no había caminado mucho se sintió cansado. Un ligero mareo lo obligó a apoyarse en la baranda de la escalera. Bajó los peldaños lentamente. Intentaba imaginar dónde se había metido el viejo.

La escalera terminaba en el piso inmediatamente inferior. Se encontró frente a un pasillo similar al que había recorrido antes de bajar, con puertas en ambos muros. Los muros eran del mismo color que los de su sala. Caminó por él girando la manilla de cada una de las puertas. Todas estaban cerradas. Le pareció oír pasos y se detuvo. Una enfermera asomó al final del pasillo y luego volvió por donde había venido. El eco de los pasos se perdió en la distancia. Sintió que algo palpitaba dentro de su cabeza. Caminó con cuidado hasta el final del pasillo y vio que sólo podía seguir hacia la izquierda.

Caminó por un largo pasillo que terminaba en una puerta abatible. Empujó con cuidado una de las hojas. Se encontro en una amplia sala con hileras de asientos y un par de mesitas con revistas. Justo frente a la puerta había una ventanilla por la que podía ver la cabeza de una enfermera. No recordaba nada de eso. No recordaba nada del día en que había llegado, de cualquier modo. Carmen nunca hacía comentarios al respecto, como si ella también lo hubiese olvidado. Quizás lo había hecho. Algunas enfermeras caminaban por la sala, con las manos en los bolsillos y mirando fijamente las baldosas del piso. Decidió salir y avisar de la desaparición del hombre de la cama de junto. Pensó en el viejo pero supuso que había vuelto a la habitación.

Empujó la puerta y caminó hacia la ventanilla. Comenzaba a sentir el frío de las baldosas en la planta de los pies. Se cruzó con un par de enfermeras y un hombre de la limpieza pero ninguno de ellos le hizo mucho caso. Se paró delante de la ventanilla de recepción. Una enfermera gorda revisaba unos papeles dentro de la oficina.

-¿Si? -preguntó sin mirarlo.

Martín sintió los pies cada vez más fríos. Se acomodó el cabello con la mano y tomó aire para hablar.

-Verá... -comenzó a decir pero el timbre del teléfono lo interrumpió.

-Un momento -dijo la enfermera mientras descolgaba el auricular.

Martín echó una mirada hacia la derecha. Dos hileras de asientos vacíos y un poco más allá se podía adivinar una escalera que descendía hacia algún sitio. Miró a la enfermera de la recepción. Parecía algo alterada. Colgó el auricular y tomó un micrófono que tenía sobre el escritorio. Su voz salió transformada por las bocinas que estaban en la sala de espera. Martín no pudo entender nada de lo que dijo pero notó cómo las enfermeras y algunos de los hombres de la limpieza bajaban rápidamente por la escalera. La mujer de la recepción marcaba insistentemente un número de teléfono en el que nunca contestaban. Martín esperó unos momentos y luego siguió a la gente que iba hacia la escalera.

La escalera no era muy larga y al pie había un pequeño descanso y luego una puerta de vidrio. Un par de enfermeras pasaron casi corriendo junto a él mientras bajaba..

-Se va a tirar -alcanzó a oír.

Martín se detuvo en el último escalón. Más allá de la puerta de vidrio pudo distinguir un patio rectangular con algunos escaños de cemento. Las enfermeras y los hombres de la limpieza se reunían en grupos mirando hacia arriba. Caminó hasta la puerta y salió. Sintió un mareo y se apoyó en el marco metálico de la puerta. Una puntada le obligó a cerrar los ojos. Por un momento no oyó ni sintió nada. Parecía que la cabeza le iba a estallar. Pero no sucedió nada y el dolor desapareció. Abrió los ojos y observó el patio durante unos segundos. Era el mismo patio que podía ver desde su ventana. En uno de los escaños más apartados vio al hombre de la cama de junto. Llevaba un pijama claro parecido al de él y miraba concentradamente hacia el piso. Martín decidió acercarse y preguntarle qué hacía allí. Caminó en línea recta hacia el hombre pero un sujeto con uniforme azul se le cruzó y lo tomó por el hombro.

-¿Usted cree que salte? -le preguntó.

Martín lo miró sin comprender de qué le hablaba. El sujeto del uniforme azul le indicó con el dedo hacia arriba. Martín miró hacia el edificio que el sujeto le indicaba. Primero vio un montón de ventanas cuadradas. Reconoció la suya entre todas. Miró más hacia arriba y vio, en la cornisa del edificio, la silueta de un hombre agitando los brazos como sacudido por espasmos. Era el viejo de la cama cercana a la puerta. No le pareció extraño verlo allí.

-¿Usted cree que salte? -insistió el sujeto.

La silueta encaramada en la cornisa se movía peligrosamente. Martín se encogió de hombros y siguió de largo. El hombre de la cama de junto seguía en el escaño, mirando hacia el piso. Martín caminó hasta él y se sentó. El hombre levantó la cabeza e hizo un movimiento que podía ser un saludo. Martín respondió de la misma forma. Miró hacia un grupo de enfermeras que no estaba muy lejos y reconoció a la pelirroja del walkman. Luego miró hacia el piso y movió una piedrita con el pulgar del pie derecho.

Así estuvieron durante un rato. El murmullo de la gente que estaba en el patio crecía o disminuía según la intensidad de los espasmos del viejo en la cornisa. Martín lo miraba de vez en cuando, luego miraba a la enfermera pelirroja y finalmente al hombre del apellido sueco, que miraba fijamente hacia abajo. No podía ver su rostro. Tal vez estaba dormido. Bajo la luz de los focos las sombras se recortaban con más fuerza. Se pasó la mano por la cara sin ningún motivo. Volvió a mirar a la enfermera pelirroja y se puso a tararear The long and winding road. El hombre giró la cabeza para mirarlo.

-No me gustan las canciones lentas -dijo de pronto.

Martín siguió tarareando durante un rato. Miró hacia la cornisa. Junto al viejo podían distinguirse ahora un par de siluetas más. Hacían gestos con los brazos. Se levantó del escaño y atravesó el patio en dirección a la puerta de vidrio. Subió las escaleras. La sala de espera estaba vacía. Buscó el lugar más apartado y se acomodó subiendo los pies al asiento. Cerró los ojos y a los pocos minutos sintió un gran murmullo venir desde el patio rectangular. Seguramente comenzaba a amanecer.

 

 

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