ELOGIO DE LA MELANCOLÍA

«La incertidumbre de futura suerte
no puede, en tanto, ver, ni sabe cuándo
tendrán por fin un término sus males:
y temen que se agraven en la muerte ... »

Lucrecio, de la Melancolía


El “desde ahora y para siempre” de la muerte, empozado en vida, encuentra su antesala más palpable en la melancolía. Lo imposible de ser retocado o deshecho, digamos lo irremediable, se exhibe en aquélla como en un simulacro. Muerte en vida, le llaman algunos. Yo prefiero acuñarla como trampa salvadora. Porque nos induce al curso inverso de acción: incómodos ante la terminalidad de lo concluso, nos obliga a vivir bajo la premura de lo transitorio. O para ser más precisos: es la estela de la muerte la que en la melancolía se transforma en espuela para no retenernos en nada. Así hablamos entonces del más posesivo de los desposeimientos. Levinas ha reconocido “que la muerte no perdona el amor infecundo”. Acuñado por la inminencia del fin, es el hombre quien inventa al hombre, con la melancolía como fundamento dinámico de su quehacer. Cada época histórica impone una nueva forma de anatomía de la melancolía: ya sea como “fuerza humanizante” (Burton); “presencia del ser en el no ser” (Schelling) o, también, más próxima a nosotros, como condición de posibilidad de lo humano (Ricoeur), al no ser entendible la existencia sino por “participación a cierta idea negativa de la nada”. Lejos, pues, de ser fuente de adormecimiento vital, de inercia en la desdicha, la salutífera melancolía proporciona a la historia su brinco creador, de manera plástica y abierta, en un movimiento perpetuo de flujo y reflujo. Kierkegaard no se equivocó al insinuar que la filosofía era hija de la desesperación, no del asombro. Y Hölderlin, cuando desafió su propia fatalidad con aquellos hermosos versos que rezan «donde crece el peligro crece lo que salva», probablemente intuyó que lo precario de la humanidad ha sido su verdadera fortaleza, el estímulo al que necesita apelar una y otra vez para arrojarse a la conquista del futuro. He ahí el misterioso cara y cruz de la melancolía: un germen inconsciente de fe en un destino virgen, refractario a la muerte, en el que ya no habrá imposiciones inamovibles que cercenen la naturaleza de su ser precipitándolo en la quietud petrificante de la nada.

 

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