CONSTANZA MARTÍNEZ nació en Santiago en 1970. Estudió Licenciatura en Literatura Hispánica en la Universidad de Chile. Durante el año de 1988 participa del taller de la escritora Pía Barros, al que regresa en 1995. Se ha desempeñado como profesora de latín. Ha publicado relatos en diferentes revistas y libros objeto.

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LA ISLA

Santorini es una isla. A veces, yo también. De vez en cuando, alguien lo entiende y se sumerge hasta el fondo, buscando. El tesoro es mítico y no por ello inexistente. De vez en cuando un buscador de tesoros logra entrar hasta el fin de mis aguas, y se detiene luego a descansar sobre la orilla. No por ello dejo yo de ser isla. No por encontrar deja el buscador de buscar.

Al llegar al fondo de la sima, el hombre baja el foco y descubre la grieta. Es apenas lo suficientemente amplia para él y su tanque. Un pez lo sorprende por la espalda y le agita la respiración. Se concentra. Vuelve a signar la grieta con la luz.

Esas tardes, cuando el espectáculo del sol comenzaba a morir, tú abrías tu bolso para inaugurar uno nuevo. A veces, sacabas callecitas en Katmandú. Otras, palitos tallados con historias tailandesas. Los días en que más me amabas, te concentrabas buscando hasta encontrar trozos de hielo que derretirme en la espalda. Los traías muy al fondo; eran lo que iba quedando de tu corazón. Te pregunté por la marca en el pecho. Tu silencio me habló de una historia que habías sacado del bolso en medio del mar, y se había volado en pedazos como cartas de un naipe español... Luego, me llamaste ombligo de suave té. Supe que nunca habría de tener el equilibrio suficiente como para traerme una tacita china justo en medio del talle.

Desde fuera no alcanza a dibujarse el fondo. Habrá que bajar más para ver. Se sostiene un minuto en medio de la duda; avanza un poco, y luego, de un golpe, ya tiene el cuerpo dentro. Algo brilla ante la luz. El cuerpo se le hiela. Comienza a avanzar alcanzando las aristas de la roca. Al acercarse el fin, todo va haciéndose más estrecho. La roca se tensa al borde del encuentro.

Nunca sé en qué minuto la tarde se vuelve noche; si lo supiera tal vez sabría cuando comenzamos a trenzar agradecimientos y despedidas, intentando abrigar dos cuerpos que se enfriaban. Tu bolso, que para entonces se había adelgazado mucho, comenzaba ahora a hincharse con nubes de otro sitio. También yo comencé a soñar.

Es tan intenso el brillo, que cierra los ojos y tantea el fondo con las yemas. Llega. Recién entonces nota el hondo silencio en que se ha sumergido. Casi no le queda oxígeno. Empieza a subir intentando no desesperarse. Mira qué tan profundo está, inspira cuanto puede, suelta el tanque... se le ve ascender lentamente. Su rostro se refleja en el espejo que aún sostiene en la mano izquierda.

Santorini es una isla. A veces, vos también. Por eso, cuando desperté esa mañana y te vi aún dormido, sacudí el hielo de la madrugada y me volví al mar.

 

enero 1995

 

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FRAGMENTO

 

El blanco quema. Los poros del muro se dilatan. Muros blancos que sudan luz. Sobre la silla, descansa una bata blanca. Nada se mueve en el agua. Como si el aliento de Dios se hubiera detenido. El agua está quieta, perceptiblemente quieta. Al fondo, los cabellos intentan ascender, serpenteantes. Como un ancla, el cuerpo de la mujer los detiene.

(Los cabellos intentan ascender. Nada conmueve la superficie. La bata blanca duele, duelen los poros.)

Tras el décimo segundo de silencio, un puño de agua golpea el vértice de la piscina. La mujer, vuelta pez, hace un gesto. Recuerda el cuerpo y sale a la superficie. El sonido de la respiración entrecortada le devuelve el aliento a Dios. Surge la brisa. El agua golpea secamente los muros. Ella sale del agua y se sacude. Toma la bata blanca. Se hiere en la luz de los muros. Cierra los ojos y recuerda el sueño. Se ve nadando de noche. Se ve entrar en la red, la siente sobre el cuerpo. Se ve desesperada, luchando. Se ve saliendo de la red, ya sin abrirla.

Ve su cuerpo estarse quieto del otro lado, blanco, herido, olvidado...

Piensa ahora que hay mucha luz para abrir los ojos. Piensa que hay mucho silencio para entrecortarlo con su respiración. Y deja el cuerpo sobre la silla, olvidado, nuevamente.

 

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VISIÓN CALEIDOSCÓPICA DE FRANCESA ERRANTE

El trabajo. El esfuerzo que implica parirse uno mismo y ser testigo. Paridoparteroparturienta. El deseo pujando en la garganta. A tientas.

No llevaba puestos los zapatos. Necesité volver a mirarla. No llevaba puestos los zapatos y devolvió la mirada opaca presagiando la historia. No lo sé; entonces me pareció que quería jugar.

Ver-verse sudando frío. Parir. Respirar cortando el tiempo. Ir alcanzando el ritmo. Alzar la cabeza hasta tensar cada milímetro de las vértebras. Detenerse ahí, congelando el gesto en el punto exacto en que el borde del labio iba a tocar el grito... Y caer.

En-jugar. Con-jugar. Jugar con. Tenía algo más de treinta y el pelo en desorden castaño. Era bella. Nadie habría podido decir que ese rostro cansado, que esa forma de apropiarse el espacio, no era bella.

La caída. Ser parido. Todo el espacio palpitante incitándote a caer. Como un cristo, volver a bucear hondo la corona. Desgarrar con las uñas los velos del templo. Abrirse paso entre las telas. Rasgar. Develar. Y luego volver al silencio. Cansado. Y esperar la próxima marea. A tientas.

El deseo. Recordé otra imagen: una pequeña niña en Lisboa. Yo misma girando la cabeza desde la esquina para volver a mirarla. El deseo incómodo en la garganta. La recordé bailando, subiéndose el vestido... llevaba unas medias hasta los muslos. Recordé el deseo incómodo subiéndome por el cuerpo hasta la garganta. No tenía más de seis años. Y el deseo. El deseo en la garganta.

Reconocerse. Ser el partero, el testigo. Llegar al minuto aquel en que no hay más que dejar que las cosas pasen. Querer ayudar y ya no poder. Comenzar a acompasar respiraciones, a trasvestirse en el que pare, que es uno mismo, pero también otro, y tiene que hacerlo solo. Y uno respira, aprieta los puños, puja; suda esperando el instante en que todo acabe... Reconocerse. Compadecer.

Llorar. Pensé que si lloraba y lamía lentamente el agua salina, saldría ya todo de la garganta. Lloré. Ella atravesó descalza los desiertos y por toda maldición me beso los párpados. Me abrió un canal hasta la garganta y el deseo me cayó espeso sobre el rostro. Ya no pude ver. Ya no pude verla. No la vi partir.

La corona. Traspasar al fin la corona y rasgar el último velo. Ver-verse en el espejo triangular de un caleidoscopio. Entrar a tientas al deseo y sentir sus labios salinos sobre los párpados.

Amé a aquella mujer sobre la baranda de un barco. Me cegó el alumbramiento doloroso, el beso demorado, el espejo. No la vi partir. No hay pasos que oír de una mujer descalza. La voy buscando a tientas, acariciando la tierra, por si ha dejado huella.

 

marzo 1995

 

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ANOTACIONES

Hojas por ojos. Pergaminos de piel. Trazos inteligibles de tinta china atravesándole incesantemente la espalda. No. Papel no. Más bien parece madera. Trazos limpios. Quien haya tallado ese cuerpo supo ensordecer a los gritos de la piel sangrante. Caló palmo a palmo sus secretos, ebria de tela blanca ante sus ojos. Sí. Hay algo en el entramado que delata que era ella quien estaba ebria, mientras él abría la boca imaginando el grito.

Instrucciones para el sacrificio: La sacerdotisa debe entrar descalza por el costado izquierdo del escenario. Al llegar al centro, debe abrir el botiquín donde encontrará las hojas de afeitar y el estuche azul.

Hay formas de escuchar un grito que tienen que ver sólo con la piel. Algo se rompe entre las fibras y provoca un frío quemante, un pequeño incendio de la conciencia que no tiene nada que ver con entender. Ella debió escucharlo así, porque la línea va y viene sin detenerse, aun cuando no pasa sino una vez por cada dibujo. Hondo y seguro. Sólo una vez.

Las hojas en una mano y el estuche en la otra, la sacerdotisa debe llegar hasta el borde del escenario, que estará rodeado por rejas de alambre. Detenida ahí, dejará el estuche en una mesa servida desde hace años. Luego levantará las hojas con ambas manos. Primero hacia el público, luego hacia los reflectores.

No es posible realmente describir los dibujos. En un primer momento evocan ideogramas. Sin embargo, si se permanece unos segundos más frente a ellos, un lento proceso de transfiguración comienza a ordenarlos en una sola figura. Un solo orden representado sobre una sola espalda, sobre una sola piel.

La sacerdotisa rasgará con una hoja los lados de la túnica hasta los muslos. Luego avanzará arañándose en la reja hasta llegar frente a un niño que se encontrará entre el público. Casi arrodillada le ofrecerá seis hojas. El niño tendrá castañuelas en ambas manos, con las que imitará el ruido de un redoble de tambores. Luego, con un castañeteo cada vez, irá eligiendo un a una las hojas que sacará por entre las rejas y levantará luego para mostrarlas al público. Al sacar la quinta y recibir el quinto aplauso, se producirá un silencio que el niño rajará gritando con un sonido animal.

Eso fue lo que hizo. Eligió una sola piel para trazar en ella el trazado completo de las cosmogonías. Lo bañó en aceites de palto y laurel. Le rasgó los ojos en forma de hojas para que nunca cayera en la tentación del espejo. Le rasgó la boca para que no hubiera más que el grito perfecto de su imaginación. Y mientras ella tallaba, él entendió en la piel que ya no había más palabra que su espalda, ni más mirada que la de sus ojos vueltos en cada milímetro de su tacto.

La sacerdotisa volverá al centro del escenario. Con la hoja que no fue elegida, se dibujará las venas de ambos brazos en un gesto de mujer que se viste de guantes largos. La mesa servida frente a ella, tomará el estuche azul y lo abrirá. Sacará de él un pequeño corazón de papel mal pintado de rojo que tendrá atado a cada extremo un trozo de lana. La sacerdotisa, temblando ya, los hará calzar entre sus venas, y levantará los brazos a un público que sacudirá las rejas en silencio. Lentamente, el corazón comienza a mancharse por ambos costados. La sacerdotisa suda, El corazón se empapa. La sacerdotisa cae de rodillas sin dejar de levantar los brazos. El corazón se satura, gotea y no late.

(Cuando el público se haya ido, la sacarán por el costado izquierdo del escenario)

 

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