Universidad de Chile

LUXACIONES

por Yanko González

 

Los que me han quebrado han sido varios. Empezando por la autoflagelación. Levante la mano aquél que nadie lo ha mellado, aún de refilón, en el pliegue de una pestaña, en la textura de la yema del bárbaro y su esquina, en las banderas multicolores del Larousse Ilustré, en el glosario de los libros de Rohka. Para qué decir los esguinces que deja Lorca en "voces de muerte sonaron cerca del Guadalquivir" y las patadas en la entrepierna que te propina Gregory Corso al pensar en el matrimonio. Por cierto que vienen en callejón oscuro, en camotera. Mi padre trabajaba en la Editorial Universitaria como transportista y para el golpe de Estado le hicieron llevar al quemadero una carga repleta de libros "subversivos", que por maña, fueron a parar en un cuarto semiclandestino al fondo de mi casa. Toda la colección "Cormorán" de la Editorial Universitaria, dirigida por Pedro Lastra, puesta en aleatorias posiciones adentro de un estante añejo, topándose las nalgas con una yanta de camión quebrada y una tremenda llave inglesa. Entre grasa y tuercas, salía Yaguar fiesta del antropólogo y narrador José María Arguedas, Para leer al pato Donald, del entonces sociólogo Ariel Dorfman y Armand Mattelard, Canciones Rusas de Parra Nicanor; La musiquilla de las pobres esferas, de Lhin Enrique, La jugada del sexto día, de Marta Traba, La difícil juventud, del gran Claudio Giaconi, Excesos del inimitable Mauricio Wacques. Fuera de colección, pero impreso en 1972 en la editorial universitaria, se posaba en aquel estante el primer libro de poesía "moderna" que leí, entrado los 12 años: Los Buenos Días de Omar Lara. Ya entonces me preguntaba por las causas de la exclusión de las bodegas de la editorial universitaria de ese libro de Omar... Hasta que reparé en su primer poema, titulado "fotografía", que comienza: "ese, el que esta sentado debajo de la barbilla de Lenin, ese soy yo (...)". Así se justifica la estupidez fascista... Bien, ese libro de Lara fue vital para mí. Lo tenía cerca de mi cama y me obsesionaba el rito de abrirlo una y otra vez para intentar descifrar sus raros versos, hasta que me aburría y lo cerraba. Lo habré abierto y vuelto a cerrar unas siete mil trescientas veces, y me dejaba el mismo rictus de angustia que te coloca lo ininteligible. Pero lo volvía a abrir. No entendía como eso podía llamarse poesía, no sólo porque no rimaba y no trataba "del amor", sino, porque no decía en ninguna parte que aquello era poesía. Años más tarde, en el Internado Nacional Barros Arana, para una prueba de construcción poética exigida por mi profesora de castellano –discípula y ex-alumna del poeta Andrés Sabella-, repliqué algunos textos de Los Buenos Días, lo que dio como resultado un inmisericorde "guan"aco.

Pero las fracturas no se detuvieron y cada vez tenía más yeso y vendas sujetándome los huesos. Además, nunca dudé que aquello era el único deporte en el que tenía patas, por tanto, me entrenaba cabeceando las paredes y doblándome los dedos. Supe la historia de Nicanor en mi colegio, el grupo que tenía con Jorge Millas, Oyarzún y el pinto Pedraza, su cuento "un gato en el camino" o algo así, y empecé a escuchar a los demás... Así es que cada palabra, cada acento que oía, me provocaba una pequeña quebradura, las organizaba toscamente y obtenía algo. Me aburrí de hacerlo porque aquellas heridas no me provocaban dolor. Me detuve en Jenaro Prieto, sobre todo en Prieto.

Después vinieron otras lecturas, cuentos científico-realistas maravillosos como "Los conceptos elementales del materialismo histórico" de Marta Harnecker, "qué hacer" de Vladimir Ilich Ulianov; "Formaciones ecónomicas precapitalistas" de C. Marx y E. Hobsbawm, entre otros. Hasta que llegó la ficción nuevamente a ocupar con escozor la retina. Cuando salí del Internado no sabía que hacer y volví al mentado libro de Lenin. Nada. Después de estar en una cápsula, no se sabe qué hacer. Salir y ver la quinta a-normal y mirar hacia el frente y ver Matucana y más arriba Estación Cantral y sentirse un peo en un canasto. Salí de la inmundicia y llegué a Valdivia a encontrar aquella quinta normal y los jardines interiores del Internado. La Mesopotamia Chilena tenía más: lagos, mar, ríos y lluvia. Para mi sorpresa me invitaron a un recital de un poeta valdiviano casi recién llegado del exilio, un tal Omar Lara¡¡ Yo lo sentía muerto o al menos muy viejo. Llegué a la sala "El Círculo" de la universidad y allí estaba Omar, bajo, regordete, muy joven para la imaginación de mi lectura. Me afané en la reconstrucción histórica oral de ese momento en Valdivia hasta llegar a la década de los 80'. Era una forma de conocer a los que hicieron un trabajo antes y mucho mejor que el que recién comenzaba a hacer. Hasta ese momento me repartía el tiempo leyendo a autores del sur, chilenos y "universales". Estaba afiebrado y creo que en cerca de tres años intenté ponerme al día con los autores que al parecer eran imprescindibles. Me amisté y aprendí de todos los autores locales y generacionales, tanto de Jorge Torres, como de Rosabetty Muñoz, Maha Vial y Clemente Riedemann, de Sergio Parra como de Egor Mardones, Pedro Araya, Jesús Sepúlveda, Jorge Velásquez y Aléxis Figueroa. Torceduras profundas fueron la traducción de Essenin por parte de Teillier, el gran Omar Kayám y todos los malditos franceses hasta Francis Ponge. Por cierto, la lectura re(b)veladora de toda la generación beatnik hasta llegar a la gran mosca del "Tragabar" Chinaski. Pero antes los norteamericanos me habían deleitado, sobre todo el trasplantado Pound y sus latinadas culteranas, El T. S. Eliot que se atreve a poner las notas en su Tierra baldía; el filósofo cotidiano William C. William comiéndose las ciruelas frías de mi refrigerador; el gran dislocado e.e cummings, la Dickinson y su "saber llevar nuestra porción de noche" y claro, Sandburg con su "¿papá, de qué es propaganda la luna?". En fin, tantos yanquis agrediendo. Y el Antillano D. Walcott y el Inglés W. Auden? Pero en el medio estaban pateándome los latinos, el cuernudo de Catulo, y ese Marcial que me interpela ahora: "Sólo admiras a los antiguos, Vecerro,/y no alabas sino a los poetas muertos:/Perdona, Vecerro, pero no vale/ tanto tu elogio, para morirme." o "dices, Sonia,/ que te violaron unos ladrones./ Ellos dicen que no". Antes que los surrealistas europeos, la vanguardia latinoamericana, ese Vallejo descomunal: "He encontrado a una niña/ en la calle, y me ha abrazado./ Equis, disertada, quien la hallá y la halle,/ no la va a recordar// Esta niña es mi prima. Hoy al tocarle/ el talle, mis manos, han entrado en su edad/ como en par de mal revocados sepulcros./ Y por la misma desolación marchóse,/ delta al sol tenebroso, trina entre los dos (...)". Y todos hablaban de Huidobro, y me aburría. Y todos le daban a Lihn y me aburría y desesperaba, no en su Diario de Muerte, por cierto, y su "nada tiene que ver el dolor con el dolor". Lo mismo con otros tantos. Me sucedía a menudo: me gustaba más Crepusculario de Neruda que Residencia en la Tierra; Más Boris Calderón y Blaise Cendrars que Teillier -nunca conocí a Teillier, "así es que ven, mi vida no fue inútil después de todo", diría el viejo Buk de Kerouac-. De los del cono sur, que considero universales para la poesía, me quedé con dos: el vertical Roberto Juarroz y el matemático-hermeneuta Juan Luis Martinez. Estos dos antes que todos. Pero esos son nombres apartes, que inundan y rasguñan lo que finalmente termino haciendo, fundamentalmente en Metales Pesados. Pero estoy abutagado. Nombrar es olvidar y me abutago y me recrimino en la traición del ocultar. Cuántos se quedan allí, qué diría Alfonso Alcalde al no nombrarlo y Paul Celán y Brossa y los hermanos Campos de Brasil y esos en que pienso y los odio porque escriben bien. Y los coautores de lo que escribo: Caduga, Chain, Chamorro, Chácal, Mediano, el bebe, todos intelectuales tremendos. Nombro y olvido, así es que paro.

Metales Pesados es fruto de todas estas lecturas, pero habría que agregar otras que considero hermanas de la poesía: la descripción de extrañas costumbres de extraños pueblos: la etnografía, rama esencial de la antropología. La maravillosa "novela" Tristes Trópicos de Lévi Strauss, Antropología de la pobreza de Oscar Lewis; El antropólogo como autor de Cliford Geertz; la "Antropología dialógica" de Tedlok; El antropólogo Inocente; El periodista Indeseable de Walraff; "Miedo y Asco en las Vegas" de Thompson; Cultura y Verdad de Renato Rosaldo. Los libros de mis compañeros de sur y de oficio: Poemas encontrados y otros pretextos de Jorge Torres y Karra Maw'n de Clemente Riedemann. Pero también otras "lecturas" que no tienen soporte escrito, más bien oral, visual, olfativo, sonoro: aquella realidad del cual observé participando. Metales pesados es un trabajo etnográfico en "verso" que se ancla en un empecinamiento relativamente solitario de hace varios años, de darle una salida natural a la crisis de representación del relato etnográfico -clásicamente prosa realista y naturalista-, haciéndolo de la forma para mi más simple: girarlo hacia sí mismo y reencontrarlo con otras tradiciones escriturales. Es una muestra parcial de la resolución que fue tomando mi experiencia etnográfica centrada en un borde: subjetividad joven excluida social y culturalmente desde fines de los 80' hasta principios de los 90'. Son destellos de una totalidad que revela en forma atomizada el "estilo de vida" de un segmento de la juventud chilena urbano popular finisecular.

Situado en el tránsito de moldeaje escritural es éste el resultado: relatos fundidos, reescritos, puros y poetizados, en un juego multivocal, donde se besan la experiencia etnógrafica, la observación participante y de sobremanera la autooservación. Su armazón se construyó soldando las voces particulares registradas con lápiz y grabadora, ojos y recuerdos, con la escucha social de la época señalada, sumada a la extensa herencia literararia que ha (de)escrito la moratoria juvenil. Estéticamente intenta re-crear las modalidades de discurso extraídas, pero ficcionalizando dirigidamente la tesitura de éstos al combinarlos con otra herencia mayúscula: la poética de lo feo, del exceso y del horror, que es finalmente la epoché elicitada. Extraído del otro y del mí mismo la metáfora, quedó un fondo cultural poetizado que intentó quedar en un interregno: ciencia/ anticiencia, "interpretativismo grotesco", o "hermenéutica radical", pero que no renunció a sus pretensiones cognitivas y estéticas.

¿Ejercicio vacuo? Escribí y eso "no me fue negado", como Lhin decía. Es la fusión sin complejos - y quizás antojadiza- entre el sujeto que conoce (el etnógrafo que describe) y el "objeto" del cual se pretendió dar cuenta (las tribus urbanas y su filigrana cotidiana).

Así, la obra no sólo pretendió hacer un pequeño aporte a los discursos líricos que se han centrado en esta preocupación (el «otro» culturalmente diferenciado, en este caso, la horda juvenil, los núcleos donde se genera identidad cultural, la cosmovisión de espacios territoriales heterogéneos, pluriétnicos, el choque e hibridación de los significantes cuturales en el tránsito de la periferia a la sociedad masificada), sino también, continuar un proceso de re-legitimación de este tipo de discurso en la presentación del relato científico, particularmente en la antropología.

Este frágil intento no está sólo fertilizado por nuestra propia tradición disciplinaria, sino más bien, germina de mi lectura sospechosa sobre los llamados popes de las ciencias sociales. Fue el mismo Comte, el pope primigenio, fundador del positivismo social, el que me dio luces para encaminar estos destellos. Comte, que en su afán obstinado por escapar de los filósofos sociales, desdeñados como charlatanes por los "nuevos iluminados" de la época -los científicos naturales-, dejó reglamentada la forma de escribir de un científico social, paradójicamente, como si un poema métrico la escritura científica fuera [ "(...) ninguna oración puede ser más larga que dos líneas, ningún párrafo puede tener más de siete oraciones, debiendo cuidar todo hiato (...) Cada capítulo debe tener tres partes, cada parte siete secciones, cada sección un párrafo principal de siete oraciones y otros tres párrafos de cinco oraciones cada uno (...)"]. Fue él légamo de este intento. Comte, que llegando a su plena madurez, reconoce al arte el papel de hechizar la humanidad y mejorarla. Aún más, decide encaminar sus obras posteriores por una vía diferente: accede a ser tratado por sus traductores como un escribano frío y abre sus obras a los reparos estilísticos. Corrige su lenguaje neutral para atenerse a lo que siempre negó: "las formas artificiosas y retóricas".

Las corrientes teóricas más radicales en antropología estaban cuestionando cada más el emparentamiento cientificista de la disciplina y se volcaban al humanismo. Pero la sola lectura no bastó para crear Metales Pesados, insisto. Fue indispensable la experiencia. Las lecturas modularon la expresión, pero no las generaron. Las lecturas actúan como infomación nueva que pasa por tu testa, pero que es retenida por la experiencia anterior. Allí se crea y recrea la obra. Metales Pesados. No es posible sin la experiencia de vivir la intersubjetividad de un cierto grupo de jóvenes urbano populares de un tiempo determinado, drogos, ideologizados tardíos, creativamente ociosos. Metales Pesados.

No transó con el discurso poético culterano de renunciar al lenguaje de la tribu, no. Esta en slang, en jerga, porque allí radica su metáfora y su verdad. No quiere ser generalizante. Sólo pone en escena un cuerpo de textos, los manipula y descontextualiza para producir un "efecto" de representación, sin complejos cientificistas ni ficcionalizantes.

Hay quienes me han dicho que sólo manejando varias lecturas heterodoxas se tiene acceso a la obra y que por tanto es un ejercicio bastante pedante el mío. Yo he planteado que la gracia del libro es esa impostación, esa faramalla que sospecha de lo culto y lo popular y que se resuelve dialógicamente. En el libro, los poemas supuestamente escritos por mí, son replicados por los sujetos de estudio, los representados. Ellos, anarcos y autónomos, con sus textualidades responden y se burlan de los textos dominantes, que son los que están dispuestos arriba de la página. Llega un momento en que se van invirtiendo y los discursos de los "otros" son los dominantes y nuevamente me tomo la página y ellos la retoman y así sucesivamente. Es pedantería pura, porque la poesía o lo que socioculturalmente hemos construido como poesía en occidente lo es. Esta expresión quiere decir cosas sobre el mundo de una manera torcida, hablando otra lengua, fingiendo que dice huevás nuevas o interesantes. Su aporte está en el modo, más que en lo que dice. Para persuadir tiene por obligación que ser pedante. Hasta en otras tradiciones culturales hay pedantería. Me pueden citar la contemplación taoísta o el haikú japonés ¡Qué más pedantes que aquellos! Doblemente pedantes al eufemizar su pedantería.

Sé que aburro con esta cantinela. Pero me han dado pábulo para aquello. No quiero ocultar so liviandad literatosa de donde viene lo que escribo. Y vuelvo.

Lo que he hecho es un cuchillo sin hoja al que le falta el mango. La poca obra que tengo problematiza en el fondo la emulación servil de las ciencias sociales a las "ciencias duras" o "naturales". Eso. Y lo hace a través de un ejemplo de investigación con la aplicación de un método distinto al método científico, que es la "comprensión poética" y una forma alternativa de representación, que no es el típico informe, monografía, "paper", "ensayo" o descripción naturalista.

La obra no sólo pretendió hacer un pequeño aporte a los discursos líricos que se han centrado en esta preocupación (el «otro» culturalmente diferenciado, en este caso, la horda juvenil, los núcleos donde se genera identidad cultural, la cosmovisión de espacios territoriales heterogéneos, pluriétnicos, el choque e hibridación de los significantes cuturales en el tránsito de la periferia a la sociedad masificada), sino también, continuar un proceso de re-legitimación de este tipo de discurso en la presentación del relato científico, particularmente en la antropología.

Este frágil intento no está sólo fertilizado por nuestra propia tradición disciplinaria, sino más bien, germina de mi lectura sospechosa sobre los llamados "popes" de las ciencias sociales. Fue el mismo Comte, el pope primigenio, fundadador del positivismo en la ciencias sociales, el que me dio luces para encaminar estos destellos. Comte, que en su afán obstinado por escapar de los filósofos sociales, desdeñados como charlatanes por los "nuevos iluminados" de la época -los científicos naturales-, dejó reglamentada la forma de escribir de un científico social, paradójicamente, como si un poema métrico la escritura científica fuera [ "(...) ninguna oración puede ser más larga que dos líneas, ningún párrafo puede tener más de siete oraciones, debiendo cuidar todo hiato (...) Cada capítulo debe tener tres partes, cada parte siete secciones, cada sección un párrafo principal de siete oraciones y otros tres párrafos de cinco oraciones cada uno (...)"]. Fue él légamo de este intento. Comte, que llegando a su plena madurez, reconoce al arte el papel de hechizar la humanidad y mejorarla. Aún más, decide encaminar sus obras posteriores por una vía diferente: accede a ser tratado por sus traductores como un escribano frío y abre sus obras a los reparos estilísticos. Corrige su lenguaje neutral para atenerse a lo que siempre negó: "las formas artificiosas y retóricas".

Quiero decirles que mi culpa es mucha. Me obligué a secretearles omisiones que, por lo demás, le interesan sólo a mis amigos. No olvidemos que la obra está primero: si hay alguna autorización para hablar es porque atrás hay algo y conocido por nuestros pares. En mi caso hay muy poco publicado, por eso no me intereso mucho de lo que escribe mi siniestra, ni de los que aquí no tienen nada. Ya les dije, escucho atento a los nombrados, a los ocultos.

 

 

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