Universidad de Chile

DE LA POESÍA Y LAS INFLUENCIAS

por Armando Roa Vial

 

Hablar de influencias ante algo que es azaroso y hasta un milagro como la poesía, por más que el propio lenguaje, como sospechaba Borges, ya desde el modo de organizar las palabras, sea una tradición, no deja de resultar paradojal. La verdadera influencia que determinados autores puedan tener en uno no es algo que se pueda mensurar con exactitud. Desde luego existen ciertas afinidades, pero no estoy seguro si éstas apuntan realmente a los autores en sí mismos o bien a obsesiones, a complicidades, a corazonadas que nos tocan en lo profundo y que encuentran en ellos eco bajo manto de empatía . La poesía, como la vida misma, al final es una “cuestión de temperamento” . Es probable que la obra literaria se componga de múltiples voces que hablan articuladamente; que la consistencia apunte a la pluralidad; que la coherencia sea una gozosa fragmentación.

Las enumeraciones pueden ser múltiples. Hay autores a los que he traducido y a quienes siempre vuelvo, como Ezra Pound, Keats, Swimburne y Robert Browning; ciertas lecturas provocadoras y estimulantes como Dostoiewsky, Hölderlin, San Agustín, Baudelaire, Nietzsche, Celan, Schopenhauer o Thomas Bernhard. Y cuando se trata de volcarse a otros lenguajes no verbales -quizá por que aquello que buscamos rebasa el umbral de la palabra- siempre apelo a la música, que parece despuntar allí donde la palabra empieza a agotarse, dando paso a dimensiones que rebasan la lengua y se alojan en lo inefable. Sin ir más lejos, en varios de los poemas de mi texto "El Apocalipsis de las Palabras/ La dicha de Enmudecer", ensayo un esquema rítmico que intenta aproximarse al sistema de las series de doce notas de la escala cromática ideado por el compositor austríaco Anton Webern.

Existe, pues, una multiplicidad de voces que convergen en el poema –parafraseando a Borges- como “ríos secretos e inmemoriales” Tal vez el poeta es quien absorbe desde la insularidad de su voz la fisonomía de otros en quienes ve prefigurada una vocación comun, consciente o inconcientemente, en una suerte de complicidad gozosa, en ”la historia íntima, oculta pero real que se desarrolla en el corazón” (Jorge Peña dixit) ; Pound defendió la contemporaneidad de todas las voces en la sospecha de que el poema, el gran poema de la raza humana, ese poema soñado también por León Bloy, según nos recuerda Borges, era al final uno solo. El poeta, fragmentando o no su individualidad, debe decantar la emoción, destilarla y dilatar su registro hasta alcanzar una esfera más impersonal, invitando a otros a hacerse parte de su aventura. Es la versatilidad del lenguaje poético, su “ser en el no ser”, su tentativa continua por proyectarse en un territorio pantanoso , muchas veces lejos de cualquier posibilidad de amparo, cuestionando incluso el estatuto mismo de la palabra, aun cuando el hombre busque transformala en símbolo (“las cosas nos buscan para transformarse en símbolos”, afirmaba Nietzsche).

Decía que no me es fácil mensurar la influencia que determinados autores puedan eventualmente tener en mi propia obra poética. Mis lecturas, como imagino las de cualquier otro poeta, han estado determinadas por la preferencia, por un acto que aspira a reforzar ciertas emociones o intuiciones que, no sabemos por qué, ya han estado en nosotros apremiándonos y acosándonos. Por eso, más que de influencias -se ha hablado de la angustia de las influencias- prefiero hablar brevemente de las zozobras y asombros que nos llevan a ceder ante la tentación de la poesía, de la propia y de la ajena, quizá de manera inevitable, como autores y lectores, para amortiguar esa realidad que no todos soportamos demasiado.

El universo ficcional creado por la poesía –juzgado como mendaz por Platón- me lleva una y otra vez a la misma pregunta, a saber, si acaso la vida ofrece un hilo conductor, un sentido no equívoco, o si por el contrario, es tan sólo una realidad fútil que debemos adormar para hacerla más benigna y luminosa. Me refiero, entonces, al encubrimiento y al simulacro, la arquitectura de un universo fantasmal que nos resta pesadez y nos ayuda a subsistir. Sabemos que el hombre, en cuanto ser inacabado (Gehlen), es una posibilidad nunca resuelta. La urgencia de certezas lo obliga a fraguar un mundo artificioso al cual se adapta de inmediato para esconder su estupor y su insignificancia, consciente de que al menos, desde un prisma racional, resulta escandaloso –humanamente escandaloso- el abismo entre lo finito y aquello que Pascal denominó "el aterrador silencio de los espacios siderales". La poesía, sin embargo, de alguna manera consigue sortear este abismo; contra toda esperanza, en un virtuoso contrapunto , logra trastocar la caducidad abisal de las fuentes genésicas sentido, su vacío, en una experiencia estética, en una “afirmación y divinización de la existencia” (Nietszche), aun en el pleno tránsito de naufragar. No en nombre de la desteñida añoranza de una certidumbre opaca, sino abrazada al testimonio luminoso de una cierta belleza. He ahí la apuesta: la metamorfosis del hastío en plenitud; del pasmo y la duda en la apuesta fervorosa de un horizonte resignificador, refractario a mandamientos y estereotipos. No sabemos con exactitud el origen de ese microcosmos que la poesía logra intuir, ni tampoco el por qué de su vocación inderogable por resignificar el mundo ordinario, en nombre de un horizonte ignorado hasta el cual busca adentrarse como una sonda, por medio de imágenes que cincelan premonición y anhelo. Mallarmé, refiriéndose a la experiencia poética, la definía como un “entrar desnudo en el tabernáculo terrible pero fascinante de lo desconocido".

¿Es la poesía un ejercicio distractor ? ¿O es acaso el reverso, una tentativa desmitificadora, desenmascarando lo ilusorio, franqueando el abismo lógico “que separa la esfera del ser de la esfera del deber ser”? Más allá de los vericuetos del estilo, de las arquitecturas prosódicas, de las construcciones o desconstrucciones del lenguaje, son éstas las preguntas que interpelan mi mi poesía. ¿Influencias? Claro, las hay y muchas, especialmente cuando se trata de una poesía que no pretende pensarse desde una autoría única ni desde insularidad de la poesía misma. La visión del poeta es aquella visión que anuda todas las visiones para entablar una relación dialógica que, como bien se ha afirmado, tiene su mandato en la necesidad de reclamar una "actividad modeladora y transfiguradora de lo real sin la cual la existencia transcurre muda, hundida en un pesado sueño e insensible a su propio ser".

 

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