Universidad de Chile

LAS PALABRAS SON COMO LOS PÁJAROS

por Alejandra del Río

 

Mi memoria reconoce, en el alcance de esta máxima, la fundación de mi conciencia poética. Fue alrededor del año de 1980; yo tenía 8 y cursaba tercero básico en un colegio que fue para mí un remanso en medio de esos turbios años. Mi profesora era Victoria Castro y a ella me dirijo cuando quiero culpar a alguien por mi temprana tendencia a abrir la ventana de la poesía para dejar que entren y salgan los pájaros demónicos y los pájaros de la esperanza. Ella me invitó a seguir el vuelo de las aves fieras y a atrapar en la hoja su canto. Quedé marcada por la idea de Libertad, Infinito y Misterio que subyace en el símbolo del pájaro. Sé que las posibilidades del lenguaje son infinitas cuando lo abordo con entera libertad y cuando me someto a sus misterios.

La feliz comparación con que la profesora nos aclaró la naturaleza del lenguaje poético pertenece a Pablo Neruda. Por boca de ella él me empezó a hablar y desde entonces no dejo de escuchar, como un silbido inaugural y perpetuo, las palabras con alas de Neruda. Desde ese momento quedó incorporado a mi grupete de amigos- hoy digo imaginarios- pues me conmovió la leyenda de su primera y triste inspiración, cuando murió entre sus brazos el cisne que había amado. Yo lo veía como un niño extraordinario, ya que extendía la hoja de la belleza y el padre no podía comprenderlo. Estaba en perfecta comunión con él pues a menudo sentía no ser lo suficientemente comprendida por los demás, y me provocaba morbosa satisfacción saber que en eso no estaba sola.

Claro que esa epifanía nerudiana no terminó ahí. A continuación la profesora nos desafió a responder las preguntas póstumas: ¿por qué se suicidan las hojas cuando se sienten amarillas?, ¿cómo saben las estaciones que deben cambiar de camisa?, ¿por qué no enseñan a sacar miel del sol a los helicópteros?, ¿a dónde van las cosas del sueño?. Tal cuestionario bizarro suplió por varios días los enigmas de la naturaleza, la exactitud de los números y los hechos de la Historia. Para nosotros fue un juego contestarlo, pero para mí fue también un asunto muy serio. Era el llamado de mi amigo al que debía acudir con todos mis sentidos alertas y el lápiz bien afilado. Sentí placer físico al contestarle pero también había en mí cierta indescriptible inquietud; una necesidad de belleza, una afectación no resuelta por mi labia de niña, algo en mis palabras me tenía insatisfecha. Me enfermé por ese hambre, mi fantasía parecía insuficiente para responder al poeta y creo que las preguntas me obsesionaron tanto que aún hoy –menos ingenua y advertida del poder de la retórica- exigo a mi imaginación para encontrar respuestas verdaderas.

Ese trabajo que hicimos no pasó al olvido. El año de 1984 fue reunido y seleccionado por mi profesora y publicado en una edición al cuidado del poeta Alfonso Alcalde. Hoy día, reflexionando en lo que realmente es los que influye a los escritores en su obra, me he dado cuenta de que la influencia posee un significativo porcentaje de magia o de azar objetivo. Las casualidades suelen ser verdades disfrazadas y el caso es que el triangulo amoroso que creo tener con estos dos grandes poetas –tan cercanos en origen, tan disímiles en destino- se cierra por estos días valiosos y concentrados en la lectura del silenciado hombre de Tomé. Las siete virtudes de la poesía que proclamó parecen dictadas para mi cuaderno de aspirante y hubiese querido ser su vecina para espiarlo y constatarlas: « la identificación como morada, el dolor como argumento, el ritmo como venganza, la libertad como contenido, las palabras como subterfugio, el método como sacrificio, la evolución como dictamen ».

De los dos extremos del carácter de la poesía, de cada posibilidad del poeta de hallarse parado frente a su época; de encumbrada manera o de silencio, de virtuoso prosódico verso y de vena propensa a la muerte. Con Neruda amé de forma exaltatoria y sinestésica; con Alcalde puse mi desesperación en el vigor y hallé el arcano que traducía mi tragedia. Uno me pregunta, el otro parece intuir unas respuestas. Uno desordena el ritmo de mis residencias, el otro me aloja en su guarida henchida de sentidos. Por ambos pude confirmar la polifonía del canto. Yo aporté la boca ventrílocua que habla entre líneas.

De muchas maneras se fue inventando mi habla. El niño Neftalí se transformó un día en el monstruoso Pablo Neruda que colgó mi madre de tamaño natural a la entrada de mi casa. Tuve tanto pavor ante su poncho abarcador que rogué a mi madre descolgara esa presencia porque me producía ahogo su voz gangosa. Ella me dijo :"Neruda está muerto, lo que te asusta es sólo una pintura". Entonces ¿quién podía explicarme qué hacía ese muerto sentado a la cabecera de la mesa?. Ciertamente él era un ausente muy vivo, me dio el pan de la metáfora sin yo pedirlo demasiado por el sólo hecho de habitar su recuerdo y su legado entre nosotros. Era la autoridad del mito, la necesaria estipulación de los valores, la gigantesca voz de los callados, la leyenda del futuro hombre nuevo, y yo lo detestaba. Me conmovía el rigor de su martirio pero a la vez quería rebelarme contra su absoluta paternidad. Leí los 20 poemas de amor entre el ardor y la burla. Sostuve el Canto General por el sólo reconocimiento de la envidia. Me he sumergido en el océano de Neruda por el mero gusto de ser conducida y acariciada por su retórica varonil y generosa. Fui a la noche de la mente para desde allí penetrar las cosas. En Rangoon fueron solitarios mis momentos y demasiado diversa la constitución de la materia. Han sido tantos los Nerudas aparecidos ante mí que jamás logro saciarme de su fantasma, si cuando se presenta es aquella antigua pintura o en sueños me pide caminar con él hacia el crepúsculo, si cuando estoy más segura y me jacto de haberlo superado el gesto se me vuelve cansado y la sed se me torna inmensa.

En todo caso quisiera dejar en claro mi relación enteramente vital con el genio, la figura y la obra de Pablo Neruda. Leí poesía porque viví poesía. Y cuando Neruda intuyó la materia en el apio, la madera y el vino, cuando entró en las ciudades y vió al hombre explotado y sufrió por su propia explotación, empecé a calibrar yo en las transformaciones que sufría mi cuerpo por el embarazo y la maternidad, todo ese parloteo desconocido de la materia, ese cada vez más comprensible lenguaje universal, ese discurso que al hablarle al yo le pide que deje de ser realidad de la cabeza y se integre al otro, en el otro se descubra. En una clara liberación de los abismos mentales supe que felicidad y dolor tienen que ver con pertenencia y superación de la separatividad. Hablo de parto, de canto preñado hablo no en el tono del ansia mistraliana o el dogmatismo de la diferencia femenina. Digo que el humano se convierta en mujer y que imite la maravilla de la creación por el mero hecho de la existencia y la repartición azarosa de los objetivos del misterio. Porque fui alimento y sin embargo tuve conciencia de nuestro destierro. Porque soy eslabón y en cada engarce mi huella crece como organismo independiente, conectado a mí pero distinto. Porque la materia interroga y el espíritu inventa las respuestas.

Si me preguntan por mis influencias diré que he leído al mundo y he vivido cada libro experimentado en las referencias de mi propio imaginario. Vena y verso fueron para mí siempre el mismo río y oso bañarme en él con rigurosa desnudez y hábil técnica de vadeo, esperanzada en alcanzar la orilla, o como la botella la mano amiga, aunque el náufrago sea víctima primero de su miedo.

En las riberas diviso varios fantasmas que me saludan o me tienden la mano. Algunos súbitos desconocidos y otros insoslayables fantasmas que me agitan su pluma en las narices.

Shakespeare, el primero, leído en traducciones para adolescentes. Me divertía su ojo entrenado en la realidad de las relaciones humanas, escarbando en los matices del afecto como un perito de los vínculos gregarios, que puso frente a mí la diversidad del más grande de los misterios de la existencia: el amor; y el más influyente de los hechos de la vida en comunidad: el poder.

Trakl y Baudelaire amargaron con violeta el claro espejo de la individualidad.

Cavafis en cada uno de los hombres que ya fueron enfrentados al momento del destino, repetido invariablemente siempre en la misma ciudad, único para los otros, común para sí mismo.

Aleixandre me entregó un cuerpo libre de toda culpa y una palabra que dichosa se entrega.

Vallejo me dió su nombre en la sonoridad de la moneda incaica y tuvo señera claridad para el futuro.

San Juan de la Cruz y la española Blanca Andreu. Carne y aire, metal y caballos, el báculo de la visión sostenido por el descenso y el ascenso simultáneo.

A otra respondo: no niego mi lúgubre manera de vivir, Alejandra.

Pero algunas sobrevivientes que puedo mencionar, son mis vecinas de naufragio:

Claude Cahun y Sylvia Plath me convidan a tomar el té; intercambiamos opiniones acerca de la hiperformulación del yo y nos relatamos las excéntricas parentelas de la anarquía.

Cuando visito a Violeta Parra, de camino a su carpa, me encuentro con una Sibila que está encerrada en una jaula. Ella me ruega encuentre a las Moiras y las desvíe de su ruta, pues me advierte de un inminente suicidio, y si le creo y logro desviarlas por favor le avise para así poder poner fin a la eternidad de su videncia. Pero la verdad no tiene peso y Violeta muere en estos días dentro de los oídos tapiados de la Justicia.

Hay dos Fridas instaladas en la lejanía. La primera está herida, la segunda restituye la violencia con adornos y un bordado como un conjuro que reza: « árbol de la esperanza mantente firme".

Mi mejor amiga se llama Alicia, nos hemos dejado fotografiar por el conejo y ampliamente recorremos el pozo de maravillas, llegando a preguntarnos a viva voz por la duración de nuestra caída.

Escribo un diario para romper con flores el círculo de la tristeza. Detrás de las palabras siempre hay otra. Se llama Ana María Vergara, y no me conoce.

Pero si de veras queréis saber, una de ellas tiene aterrorizado a su fantasma. La razón de su ser ha doblegado mi emoción y a la manera de una mala discípula, ardo en mi pasión, desheredada. Su nombre es Stella Díaz-Varín. En este punto quisiera mirarla a los ojos en donde sé brilla el fuego de la poesía viva. Bajar desde esa luz como hija de agua suya, vestida de una noche poblada de señales.

La escritura es una huella de quizás cuántas pisadas en distintas direcciones.

Todos estos pájaros me han alimentado y se sacia mi sed con su canto, no porque ellos tengan mis respuestas, sino porque tienen una canción que yo escucho como respuesta.

 

 

Sitio desarrollado por SISIB