ENTRADA EN CHAURACAHUÍN

por Jaime Luis Huenún

 

Cuando recobremos el pasado, la tierra abrirá sus secretos (Manuel Rauque Huenteo, Compu, Chiloé.

Una noche de mi niñez, a fines de la década del '70, supe por boca de mi abuela que un árbol ya entonces polvoriento y moribundo, desflorado para siempre en la raíz y el agua, era el canelo que Lucila Godoy había plantado en la señorial Plaza de Armas de la ciudad de Osorno.

Mediaba el mes de mayo de 1938 cuando la sociedad osornina rindió tributo blanco a aquella mujer morena.

Poetisa prestigiada por el laurel de unos lejanos juegos florales capitalinos, beata de Pentateuco y maestra ejemplar, conseguía acceder a los primeros planos sociales y literarios a pesar del color diaguita de su piel y del cielo aymara prendido en sus pupilas de vicuña.

Y dado el caso -como también ocurrió con Rubén Darío, quien tenía sangre chorotega en su palabra bruñida- no importaba que dicha mujer grandota llevara en su aura y en su tuétano, la sombra y la luz aborígenes de sus valles transversales.

Menos importaba, por supuesto, que el gesto de transterrar el retoño indio a suelo citadino significara cumplir un velado encuentro con sus diezmados y ocultos hermanos huilliche. Pues, no se me antoja casualidad dar tierra al brote sagrado en el centro de una de las ciudades del país donde más marca la diferencia de raza.

Desde la llegada del colono europeo, la ciudad de Osarno se levantó de las cenizas a que los roces a fuego redujeron los bosques y los sueños de Chauracahuín, el nombre originario de estos territorios.

Abrir a incendio y hacha la húmeda e impenetrable selva del pellín y del laurel, chamuscar el pelaje pardo del pudú, derretir los pequeños cuernos del huemul con las brasas del coigüe derribado, fueron algunos de los afanes que permitieron convertir los campos de mis ancestros en haciendas y llanuras productivas. Ahora, en las grandes praderas de los fundos osorninos pastan las vacas Holstein y los rojos toros Hereford.

Antes, los altos hombres rubios uncidos al arado, la violencia y la ley, cercaron con fiereza los terrenos que el gobierno había estampado a favor de sus nombres.

Así, la aldea pronto se hizo pueblo. Surgieron los molinos, las curtiembres, las fábricas de cerveza y de alcohol industrial, las prósperas barracas y las pequeñas y medianas empresas navieras. Sobre el Rahue y el Damas se construyeron rústicos puentes para agilizar el transporte de troncos nativos, cosechas de cereales y carbón vegetal.

Las misiones religiosas, por su parte, tuvieron paso expedito para entrañar con mayor aplicación en el indiaje bárbaro, la luz y el rigor del catecismo católico.

Aquí, henos aquí,
ya viudos de nuestros dioses,
viudos del sol, del agua
y de la luna llena.
........Adentro
frente al brasero,
quemamos lengua y memoria.
...........................Afuera
florece el ulmo, la lluvia
moja al laurel
que brilla en mitad del monte.
¿Para quién brilla el laurel?
¿Para quién moja sus ramas?
De lejos se escucha el mar
y el graznido del güairao.
Dormimos, viudos del sueño,
soñamos cosas que arden:
cometas entre las rocas,
aguas donde quema el oro.
¡Es arte de brujos! -grito-
¡Escupan esas visiones!
Nadie me responde, nadie. Solo
estoy ante la noche.
Afuera brilla el laurel
a relámpagos y a sangre.

El monte es una neblina
y el agua del mar se arde.

Pero ni los avemarías ni los padrenuestros con que la congregación de capuchinos holandeses pacificaba a los indígenas, pudo impedir un sinnúmero de refriegas y desalojos sanguinarios. Uno de ellos -conocido como la matanza de Forrahue de octubre de 1912- dejó 25 comuneros muertos, hombres, mujeres y niños. Forrahue ("lugar de huesos", del tse sungún, la lengua de los hombres del sur) es todavía una cicatriz en la memoria de los viejos huilliche de San Juan de la Costa. Cuentan ellos -Cacique Paillamanque, Abuelo Gamín- que en las noches de cerrazón se arrastra la carreta de Juan Acum Acum, uno de los primeros en caer. Dicen que en la carreta van los muertos de Forrahue sin morir aún del todo, y que los bueyes fantasmas avanzan y retroceden haciendo un círculo en la noche, confundidos por el clamor de los moribundos.

Los periódicos de la época ("El Progreso" de Osorno, "La Aurora" de Valdivia, entre otros) consignan el pavoroso saldo que dejó la orden judicial en contra de los comuneros y a favor del particular Atanasio Burgos:

Como aún quedaban por despojar trece casas, el mayor Frías ordenó que quedasen veinte carabineros, al mando de/ oficial señor Espinoza, para acompañar al receptor don Guillermo Soriano, quien debía seguir efectuando el lanzamiento al día siguiente.

Serían las 5 y media de la tarde, más o menos, cuando regresaba a Osorno el resto de la tropa.

La caravana no podía ser más fúnebre... dos carretas repletas de muertos, cuatro con heridos y dos con los reos.

("El Progreso" de Osorno, 21 de octubre de 1912)

Aunque ya en 1793, con el Tratado de Paz o Parlamento del río Rabue o de las Canoas, los españoles delimitaron las posesiones territoriales huilliche, iniciando a la vez la refundación y repoblamiento de la ciudad de Osorno destruida durante el levantamiento general mapuche de 1598, no fue sino hasta 1840 que comenzó la escalada de desalojos y usurpaciones legales. Después de terminado el proceso de otorgamiento de propiedades a través de los títulos de Comisario (así llamados porque era el Comisario de Naciones, cargo instaurado por la Corona Española, quien debía relacionarse con los mapuche y atender sus problemas y demandas) la población huilliche fue progresivamente sometida al tinterillaje, al matonaje a sueldo y a la política implícita del Estado de "mejorar la raza". La llegada de los migrantes alemanes a Chauracahuín, gracias a la Ley de Colonización de 1851, terminó por acorralar definitivamente a gran parte de la población huilliche en pequeñas reducciones situadas en la pre-cordillera de los Andes y en la Cordillera de la Costa Osornina.

Me dieron la tierra roja
y oscuros bailes y cantos
para despertar.
Mi tierra,
la cuenca vacía de los dioses,
las playas de greda ante el furor del sol
y montes quemados en la raíz y el aire.
Aquí las piedras labradas desde el sueño.
Aquí palabras ocultas bajo el viento.
Mi tierra,
andándome con cardos y pastores,
hundiendo su luna en mi mirada.
Nada más allá de mi mirada,
nada sino la ceniza
que el oleaje deja a las rocas
y a los bosques frente al mar.
Mi tierra,
el salto de culebras de espesura
abriendo la neblina en los juncales.
Mi tierra,
los muertos en el arco del conjuro
bailando y delirando bajo el sol.
Mi tierra,
la danza,
el lento apareo después de la embriaguez.

Las sucesivas maniobras ilícitas empleadas por alemanes y chilenos para apoderarse de terrenos indios, no cesaron con la llegada del siglo XX. Y si bien la ciudad crecía en lo económico gracias a la industriosidad germana y a la tierra transformada en vastos fundos ganaderos y cerealeros, las comunidades mapuche-huilliche padecían el rápido declinamiento de su cultura y forma de vida. Muchas familias huilliche convertidas al catolicismo, entregaban sus hijos a las Misiones Religiosas apostadas en lugares estratégicos del otrora territorio indígena. Allí los niños recibían comida, techo e instrucción en un régimen de internado con reglas monacales. En este proceso civilizatorio y cristianizador se cortaba de raíz el cordón umbilical de la lengua tsé sungún, y se adiestraba a los alumnos en labores domésticas y agrarias con el objetivo de integrarlos al sistema económico vigente:

Tendría yo unos 7 años cuando mi mamita me llevó a la misión de Quilacabuín. Nosotros éramos de Río Bueno, del campo. Allí tenía mi mamá una ranchita. Ella hacía de todo, tejía en su telar, hacía quesitos, tejía mantas y choapinos, me acuerdo. De todos partes venían a comprarle mantas, le mandaban a hacer frazadas. Después todo eso se terminó. El pedacito de tierra donde vivíamos era una sucesión. Parece que llegaron parientes a reclamar ese pedazo de tierra y se perdió todo. Y qué le iba a hacer mi mamita, elIa era sola, se tuvo que ir a trabajar al pueblo y a mí me dejó interna en la misión, ella no me podía ir a ver. Allí en la misión nos enseñaban a leer, las mujeres aparte y los hombres aparte. También nos enseñaban a coser, a tejer, a cocinar. Había una monjita viejita que era muy buena. Cuando me veía llorando me decía "no llores, hijita, ayúdame mejor aquí" y yo le ayudaba a hacer pan o a coser. Después, como al año sería, mi mamita se puso de acuerdo con una gringa de Trumao y me puso a trabajar. Yo era niña de mano y tenía que ayudar a las otras empleadas.

(Matilde Huenún Huenún, 76 años)

La incorporación creciente y sostenida de mano de obra indígena en las empresas urbanas, arrastró a familias enteras a los márgenes de la ciudad. Otras tantas fueron integradas al trabajo agrario bajo el sistema del inquilinaje y de empleo temporal. Los "cholos" -como son denominados los huilliche emparentándoselos, por una cuestión de piel, a los afroperuanos- arribaron a un sector específico: el barrio Rahue de Osorno. Allí, en los conventillos de las calles República y Victoria, o en la ribera oeste del río Rahue (río de la greda), asentaban sus modestas pertenencias, mirando las luces de una ciudad que aún hoy continúa negándolos.

Junto al río de estos cielos
verdinegro hacia la costa,
levantamos la casa de Zulema Huaiquipán.
Hace ya tantas muertes los cimientos,
hace ya tantos hijos para el polvo
colorado del camino.
Frente al llano y el lomaje del oeste,
levantamos la mirada
de mañío de Zulema Huaiquipán.
Embrujados en sus ojos ya sin luz
construimos las paredes de su sueño.
Cada tabla de pellín huele a la niebla
que levantan los campos de la noche.
Cada umbral que mira al río y los lancheros
guarda el vuelo de peces y de pájaros.
Bajo el ojo de agua en el declive
donde duermen animales de otro mundo
terminamos las ventanas.
Y a la arena hemos dado nuestras sombras
como estacas que sostienen la techumbre
de la casa de Zulema Huaiquipán.

Sin embargo, la memoria de otros tiempos aún alumbra a los más de 20.000 huilliches que habitan las reducciones de San Juan de la Costa, Lago Ranco, Chiloé, y los sectores costeros de la provincia de Valdivia. Y aunque la lengua originaria sólo sobreviva en un puñado de ancianos dirigentes, quedan todavía ceremonias a que convocan comuneros de diversos credos y linajes.

Este año con la gran sequía que tuvimos, hasta los pajaritos se estaban muriendo (las bandurrias no tenían de dónde sacar semillas de la tierra). Era una hambruna grande que venía. Entonces, con gran interés y respeto dijimos: bueno, vamos a hacer una rogativa chica, vamos a ir a pedir permiso allá este año, a pedir consentimiento al abuelito Huentenao.

Fuimos a Pucatrihue a pedir el agua. Partimos el día viernes y llegamos acá el día sábado en lo mañana. Ya estaba todo listo para empezar la rogativa. Regamos todo por aquí con el agua de mar que trajimos. En la noche empezó a tronar; el día domingo era un aguacero inmenso, en la mañana bailando, adorando, tocando el kultrún, tocando lo trutruca de la alegría del agua que cayó. Fue la respuesta grande que nos dieron. Es una creencia enorme que hay y un respeto enorme que hubo. Hay gente incrédula que a veces lo protestaba. Ahora sí saben que hay un gran poder en esta rogativa.

(Leonardo Cuante, cacique de Pitriuco, Río Bueno)

Punotro, Costa Río Blanco, Pualhue, Pucatrihue, Lafquenmapu, son algunas de las localidades que realizan el lepún y el nguillatún, pequeñas y grandes rogativas donde los comuneros bailan wuchaleftu y vierten sangre de chivos y corderos a la tierra.

En estas ceremonias, la oración comunitaria va enlazada a la música de banjos y acordeones, kultrunes, guitarras y trutrucas, instrumentos que mezclan el ritmo del purrún mapuche con los sones de la cueca costina y la ranchera mexicana.

Insomnes y solemnes, alegres y contritos durante los tres días que celebran nguillatún, los huilliche alzan sus ruegos rodando hacia los viejos arcos de la sangre y la memoria. Huenteao viene a ellos en un soplo de aire frío, en una nube. Invisible se aposenta en el laurel rodeado de pájaros marinos. Contempla el trabajo espiritual de los mortales y escucha sus cantos y plegarias. Vuelve luego al obscuro roquerío que es su casa y, envuelto por la bruma y el oleaje, duerme y sueña bajo el sol.

Los fieles, mientras tanto, desarman la rueda del ritual y reparten los ramos de canelo que pondrán en las puertas de sus casas. Contra toda brujería servirán esas hojitas, contra todo mal agüero que les dañe los días por venir. Mañana volverán a los trabajos materiales, a dar un año más de sombra y de sudor a las rojas sementeras. Y a las playas de Maicolpi y Pucatrihue, tras las matas de collofe y de mariscos, nuevamente marcharán.

Y después, hacinados en los buses campesinos, compartiendo el largo viaje con gallinas y corderos, llegarán a la ciudad. Por un día dejarán la tierra del Latué (planta amarga del delirio y de los brujos). En la Feria de Rahue venderán animales y verduras, y los frutos recogidos en el monte. Comerán y beberán en las cantinas aledañas, donde bandas mexicanas cantan cantos de violencia y de dolor. Y en la noche del regreso dormirán frente a los campos, en huilliche borrachera dormirán.

FUENTES

Diario "El Progreso de Osorno", 21 de octubre de 1912.

"MAWIDAN" (Historia de la Comunidad Mapuche-Huilliche Monte Verde), Raúl Molina y la comunidad de Monteverde, Editado por el Centro El Canelo de Nos, Santiago, 1989.

"Historia de los huilliche del área de Valdivia", documento de trabajo del Programa Cultural Huilliche Monkü Küsobkien, Osorno, 1986.

Entrevista a Matilde Huenún Huenún, Osorno, mayo de 1999.

de Metáforas de Chile. Pedro Araya (editor).Santiago, Lom Ediciones/Corporación Altamar, 1999.

Jaime Luis Huenún (1967). Estudió Pedagogía en Castellano. Poeta. Fragmentos de su poesía se han publicado en revistas y antologías nacionales e internacionales, destacándose ÜL: Four Mapuche Poets (1998), auspiciado por el Americas Society. Autor de Ceremonias (Ed. Universidad de Santiago, 1999). Actualmente dirige la revista "Pewma" ("El Sueño") y realiza talleres de expresión poética en Temuco. Reside en Freire, IX región de Chile.

 

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