Universidad de Chile

 

DESCUBRIMIENTO DE (OTRA) AMÉRICA (sin recetas)

por Soledad Bianchi

A mis mejores compañeros de viaje: Guillermo Núñez, por el ya largo camino juntos; y Lucía Invernizzi, por su disposición, cariño, humor y confianza cuando ejerzo de guía turística.

Especialidad de la casa

Parecía que los motores tenían otro sonido, y allá abajo se divisaban unos pobres sauces raquíticos. - "Mira, ése es Santiago", - "No, no puede ser si aquí los árboles son grandes y frondosos", - "No te digo que es...", - "Señores pasajeros, estamos prontos a aterrizar en Santiago de Chile". Y bastó pestañear para llegar, después de doce años en Francia, doce años en que hasta el aeropuerto había cambiado de nombre, y mucho había mitificado en mi memoria. Porque en el exilio en Francia, todo lo que se relacionaba con Chile era bello, grande, sabroso, y en esos años de ausencia yo soñaba con volver a comer frutas, mariscos, guisos oriundos; imaginaba el cielo azul sobre las montañas, nuestro horizonte santiaguino; aspiraba a recorrer calles ya familiares y me prometía conocer sectores de la ciudad que nunca había caminado; deseaba volver a oler flores, comidas, tierra, mar..., pero, ¿cuándo?, ¿cuándo partiría Pinochet?, ¿cuándo podría volver a Chile?

Y, ahora, cuando intento transmitir la percepción de alguien que regresó del destierro, me niego a caer en la tentación de la nostalgia pues, claro, lo más fácil y, quizá, verdadero, sería escribir que hoy nada sabe como antes, que los "Mc Donald's" han invadido Santiago (lo que es verdad) y que cada vez se hace más difícil desplazarse hasta "La Fuente Alemana" y comerse una "frica" de ésas de antes (porque sí, tienen el mismo sabor de antes), que son, además, mucho más caras que la comida chatarra. Bueno, no quería paréntesis, pero tengo que entrar a explicar que "frica" es un apócope de "fricandela", es decir, la carne molida adobada -con cebolla picada; ajo y otras especias-, redondeada y frita, que se pone en un pan redondo y que usted, señora consumidora, señor cliente, puede pedir sola, pero yo se la recomiendo con mayonesa, por lo menos, y si le agrega palta y tomate, es mucho mejor, y su nombre variará y podrá pedir una "italiana"; y si el hambre es demasiada, le podrían agregar chucrut y otros aderezos, y, claro, tengo que aclarárselo, pero no sólo porque ustedes, lectoras y lectores, sean extranjeros, ya que, incluso, aquí son muchos quienes han olvidado o nunca conocieron estos sandwichs, y digo así pues el "emparedado" castizo no se conoce, y esa palabra poco se usa por estos lados.

No es que quiera afirmar, entonces, que "todo tiempo pasado fue mejor" pues preliero mirar el presente con ojos de hoy que, sin duda, contienen el pasado -lo bueno y lo malo del pasado- y no olvidan, no quieren Olvidar, porque me niego a olvidar, sobre todo ahora, y en Chile, en el Chile actual donde muchos, ¡demasiados!, han optado por proyectarse al futuro desde el vacío, como si nada hubiera sucedido, como si el olor de La Moneda ardiendo no estuviera todavía crepitando; como si la sal y la arena del desierto no hubiera sido el último gusto que permanece en la boca de los fusilados; como si Carmen Gloria Quintana hubiera podido enterrar las emanaciones de su propia carne chamuscada, y el sabor de la bencina que le lanzaron los militares se hubiera desvanecido sin dejar huellas en su rostro y en su cuerpo, sin dejar marcas en el país. Pero la vida sigue, y Carmen Gloria vivió y hoy tiene una profesión, está casada y con hijos, y aunque todo en ella, día a día, le impide desmemoriarse, sabe que el fuego se ha ido enfriando... Y gustos y olores se multiplican, y ya no se resumen sólo en el dolor y el sufrimiento.

Entrada (en materia):

Rectangular, angosta, y no más grande que mi mano. Fina en sus dimensiones, delgada, suave para el tacto su barnizado. Azul, azul fuerte con líneas negras que bordean los pequeños dibujos sutiles de peces, pájaros, conejos y otros animales, Hierve de grecas/ como un país:/ nopal, venado/ codorniz. La miro, la toco, la palpo, la abro.., y algo se expande, y brota, invadiéndome con intensa suavidad (¿podrán parcelarse los sentidos?.... Un mínimo recuerdo, motivado por el olor, la vista o cualquier otro estímulo, puede devolvernos el cuadro completo [de los recuerdos] o grandes zonas de él, así como una serie de conexiones con otros recurre cuya relación con el primero puede ser o no evidente al instante... . Todo ello depende de unas secuencias de cambios moleculares que se producen en sitios concretos de los sistemas neuronales.). Luego, sin demora, tomo mi cajita de olinatá y sigo aspirando su perfume, y olerla y desear pasarle mi lengua es casi simultáneo, y el sonsonete de una voz cansina y cansada toca mi oído: Ella es mi hálito,/ yo, su andar;/ ella, saber;/ yo, desvariar, pues Gabriela Mistral ha continuado hablando a "La cajita de olinalá", y ambas me ayudarán a fantasear, a soñar, a traer y llevar, desde mi cajita de olinalá que vuelvo a mirar y tocar cuando su perfume me acoge y sigue brotando (¿podrán parcelarse los sentidos?)... Y abro la cajita mexicana que una amiga de México me obsequió en Puerto Rico, y surge San Juan, el Viejo San Juan, y la lluvia nos moja y, pronto, huelo la humedad, el calor húmedo, el vapor húmedo y caliente que germina de los troncos, de las plantas, de las flores, y la noche cierra el día, casi de improviso, como es en el trópico: así, instantánea, sin matices ni demoras, y el co-quí, del coquí, es inmediato, y mis amigos portorriqueños pretenden que notemos su sonido, el canto de la ranita ésa, esa ranita borincana, necesidad boricua que en Estados Unidos, en la añoranza de la ausencia y la distancia, sólo puede oírse en un cassette grabado en la Isla y llevado desde ella y, junto al arroz con gandures que nos reúne y que ya comienza a esparcir sus aromas, vuelvo a probar el destierro.

Y me veo saliendo del agujero de una estación de metro de París, subo las escalas lentamente, y cuando estoy en la calle, miro hacia el frente y veo la Cordillera de los Andes. Y oigo, todavía, a un amigo que bromeaba que el exilio sería grave enfermedad cuando en las planas calles parísínas comenzáramos a distinguir las montañas chilenas. Esos mismos cerros que hoy, los santiaguinos no podemos ver todos los días no sólo por la nueva y alta edificación de algunos sectores del barrio alto sino por la fuerte contaminación ambiental que ya varió el color del cielo que, desde Francia, yo soñaba -y quería- eternamente azul. Y allá, un día, haciendo clases en la Universidad de París-Norte, queriendo que los estudiantes oyeran los colores en español, una alumna me hizo angustiar cuando afirmó que el cielo era gris: con una profunda sensación de alivio, yo me consolé pensando, ¡otra vez!, que en algún momento podría regresar a límpidos lugares, más míos y, suponía yo, aún mucho más naturales. No obstante, hay muchas ocasiones en que puedo sentir y gustar la Cordillera que necesitaba, y en especial en las noches de luna llena, cuando como una brillante y majestuosa aparición se eleva fantasmal, saludo siempre con palabras ajenas, pero casi propias, a la Madre yacente y Madre que anda/ que de niños nos enloquece/ y hace morir cuando nos falta. Y yo me sorprendo desde nuestros modestos seiscientos metros santiaguinos, contemplando la altura, que abordo, de otro modo, pero igualmente admirada, desde los 3.632 metros de La Paz, que me atemorizan tanto que bebo una y otra vez agüitas de coca, para poder desplazarme, para poder recorrer las empinadas calles y llegar a la Sagárnaga donde se huelen sahumerios y distintas hierbas, y compro amuletos varios vaciados en plomo, y las mismas mariposas, casas, cuernos de la abundancia, signos-pesos, llamas o parejas de novios en azúcar teñida en tonalidades estridentes y apetitosas, y botellitas multicolores que los concentran como para potenciarlos, y hasta un feto de llama para la suerte.... y después de otro mate de coca, sigo mi recorrido y contemplo las antiguas iglesias cuyos muros y columnas exteriores fusionan los adornos impuestos por los españoles con profusión de pájaros, animales y productos americanos por la picardía y agudeza del artesano indígena que, en la piedra, talló un mono, esculpió una piña... Ananás, piñas, que pude disfrutar en Quito con el jugo corriendo por el brazo, o también en el mercado de Saquisilí donde quise fotografiar a una otavaleña de hermosos atavíos y numerosos collares de cuentas anaranjadas que contrastaban con sus dientes de oro, y la sonrisa luminosa y dorada de su pose se acabó, a pesar del previo pago, antes de apretar el obturador. Pícara y socarrona, con el mismo disimulo de sus seculares antepasados, los mismos que representan a los discípulos en "La última cena" de la Catedral del Cuzco, tan próximo a Macchu Picchu, su imponente montaña, sus soberbias construcciones, sus solemnes piedras, su misterio, Colores nunca vistos/ guarda la cuenca del ojo/ sabores muy antiguos/ debajo de la lengua..., y en Macchu Picchu sentí el gusto de las nubes y el aire, su limpidez, y el secreto de los hombres que la construyeron huelo todavía: mil años de aire, meses, semanas de aire,/ de viento azul, de cordillera férrea,/ que fueron como suaves huracanes de pasos/ lustrando el solitario recinto de la piedra.

Y el lento tren descendía su sinuoso sendero hasta el Cuzco y sus sinuosas calles, donde en canastos se ofrecían humitas -voz quechua, que María Moliner acoge en su Diccionario-, humeantes humitas, esos paquetitos de hojas de choclo que envuelven el relleno de maíz molido y guisado con cebolla frita y albahaca, que en otros países americanos preparan de distintos modos y llaman tamales. Yo las comía ansiosa, viniendo de Francia, donde sólo podíamos robar unos desabridos choclos, plantados para ser forraje de animales diferentes. Tan distintos a las repletas mazorcas que podían comprarse en la feria al aire libre de Pisac, donde oí negociar cuyes en quechua y, acostumbrada a nuestra dulce chicha de uva o a nuestra sureña de manzana, no bebí con agrado la hermosa, morada, agria y áspera chicha de maíz.

Los mercados desatan todos los sentidos, y hay que conocerlos en cualquier ciudad, en todo pueblo, de cada país, para sentir sitios y localidades, para escuchar gritos y tratos, modismos e idioma; para aprender, para comerciar, para gustar los olores, para palpar los sabores, para saber la escasez o la opulencia.

Exuberante, inmenso, grandioso, se me aproxima el de Ciudad de México con rumas de vegetales, montones de matices de coloridas frutas, poderoso en aromas, rico en artesanías. Potente, como ese país, su comida, música, construcciones, artistas, museos. Quise las piedras de su corazón. Por ellas escuché la oscuridad en una plaza desierta. ..., y Myriam Moscona me presta sus palabras mientras yo piso paseos, pasajes, iglesias, el Zócalo, y me encamino hacia "La Fonda de Santo Domingo" donde me inclino por unos chiles en nogada, pero esos granates granitos de granada mudan este plato en una joya y, muda, yo escojo paladear esta "pintura" y opto por contemplar este manjar (¿podrán parcelarse los sentidos?). Y cuando salgo después de saborear el local, líquidos y sólidos, vuelvo a pisar las piedras y el eco retumba en La Habana, se oye en Cartagena, Santo Domingo, Chichicastenango o Antigua. Suena en Antigua entre las ruinas de tanto edificio contrahecho por los temblores, y huele a verde, y el musgo crece también entre las corrientes aguas cristalinas del lavadero público donde mujeres vestidas de colores sin límite tienden en el suelo multicolores ropas. Sólo hombres, mascullando venturas o maldiciones en quiché, diviso entre las fumadas de incienso en las puertas de la iglesia de Chichicastenango que en su interior perfumado cobija cruzadas devociones y las más gustosas y embriagadoras ofrendas. Y en las afueras, el trote de un caballo me lleva a Cartagena de Indias y desde el coche nos deleitamos con sus balcones que ofrecen apetitosos tonos de buganvillas, y el viento refresca la tarde y, a la distancia, la alquimia de la iluminación nocturna transmuta en oro la silueta de la ciudad-fortaleza, sus techos, sus torres, sus contornos, sus murallas. Y por una de sus mirillas me escapo a La Habana y ubicándome tras una de sus centenares de columnas centenarias ("la ciudad de las columnas", la llamó Carpentier), atisbo sus variaciones, y me duele el descalabro actual de las bellezas -urbanas y otras- de una de las ciudades más hermosas de América. Y desde La Habana viajo al Valle del Yumurí, a escasos kilómetros de Matanzas, y rodeada de palmas reales, cocoteros y bananos, degusto con fruición el dulce de coco.

Sí, viajar por Cuba es viajar por América, por nuestra memoria, por nuestros anhelos y desencantos; es una travesía por una buena etapa de la vida de latinoamericanos de varias generaciones, sin importar sus creencias e ideas políticas. Y gustar de América Latina y reconocerme latinoamericana lo palpé, lo aspiré y lo supe en otro viaje, un viaje que de cierto modo no elegí, el exilio.

¿Me estaré desviando del tema?, me pregunto, pero visiones, miradas, presencias, me resultan inseparables de los otros sentidos, porque ¿podrán éstos parcelarse? Y, ¿qué son los lugares sino personas, una comida, una fragancia o un hedor, una sensación, algo que se vio, una música, una canción o un ritmo, un recuerdo o una impresión, que perduran nítidos como una fotografía que, muchas veces, arreglamos?

Nada más distante a una fija foto es este mar, azul y activo, que yo sólo contemplo porque, después de conocer otros océanos, otras aguas, no me atrevo ni a tocarlo por su frialdad, menos a ingresar en él, ni bañarme, ni nadar. Sin embargo, es parte de mí que nací en la nortina ciudad costera de Antofagasta donde -dice mi madre- yo gateaba hasta las olas, antes de saber caminar.

Sólo el fuego me resulta tan atractivo de mirar como el mar, ese mar chileno encabritado, ese contradictorio Pacífico azul profundo que nunca reposa y, siempre en movimiento, se derrama, y desparrama sal y yodo que se husmean desde la orilla, sabiendo que alberga y cría un millar de especies que por su salada y yodada frialdad saben al paladar con una fuerza y una nitidez que no todos logran resistir: como las lenguas de erizos que yo preliero degustar solas, solas y crudas, y sin ningún aliño, ni limón siquiera, con esa consistencia rugosa, firme sin ser dura, junto a un buen vino blanco, ése "... de color amarillo claro brillante, con aroma frutal varietal, con notas cítricas y sabor fresco, frutal, con tonos de humo, de buen cuerpo y peso. [Que] Es delicioso acompañando pescados, mariscos, carnes blancas o comidas ligeras. [Y] Sugerimos servir entre 10º y 12º C.", anuncia su etiqueta, y todo parece ser cierto porque, de veras, es para seguirlo catando.

Hay quienes no soportan este sabor tan definido y penetrante, otros prefieren los erizos con salsa verde (cebolla cruda en finos cuadraditos y perejil o cilantro, todo aliñado -diga "aliñadito" y así le entenderemos mejor en Chile- con aceite, una pizca de sal, un dejo de pimienta y, quizá, unas gotas de limón), y algunos los cocinan en tortillas, pero nadie es indiferente a este equinodermo equinóideo, cuya punzante apariencia no lo defiende de la intensa suciedad de las aguas de los mares chilenos actuales. Mayor consenso hay con los locos, una sabrosa delicia de gusto menos agresivo, en constante veda para intentar que no los extingan las devastadoras -y autorizadas- cosechas para la exportación: japonesa, principalmente. "-¿Tiene locos?-" , " Llegaron locos " o "Encontraron diez mil locos", son frases más que ambiguas, que a nosotros no nos extrañan, aunque las latas de conserva llamen "abalones" a estos gasterópodos que, a veces, para evitar dudas, los periódicos nominan "recurso loco". El trayecto que media entre su extracción y el momento en que usted puede sentarse y tomar sus cubiertos para degustar un loco ya cocido y ablandado es tan rudo que, en plena dictadura, casi limitándose a describir este proceso, el poema "Molusco", de Carmen Berenguer, hizo oler y probar la represión: Concholepas concholepas./ Me sacaron de mi residencia acuosa/ Lo hicieron con violencia, a tirones/ brutalmente./ Concholepas concholepas/ estaban armados con cuchillos./ Luego procedieron a meterme en un saco...".

Una verdadera escultura es la concha del picoroco, llena de protuberancias y agujeros por donde aparecen agresivos picos -como decenas de aves hambrientas en el nido-, continuados por una suerte de cilindros carnosos, muy blancos, casi invisibles. Guisados al vapor y extraídos de la curiosa "piedra" que los contiene, son una verdadera delicia y uno de los mariscos de sabor y consistencia más sutiles: ... cuando le fue dado a algunos peces ser pájaros y nadar por los cielos, los picos de mar se quedaron en la orilla, contemplando su origen y antigua morada, y para ellos el cielo residía en el mar; entonces, el océano iracundo agitó sus olas y les aprisionó en su manto calcáreo, y se endureció, sin nacer, el canto en sus gargantas, y allí se quedaron en las peñas, sin ser pájaros ni peces, sino mariscos, con su triste balbuceo sin sonido.

Y hay más variedades y familias, de diversos tamaños y sabores, a disfrutar solas o acompañadas, crudas o cocidas, vivas o muertas, con tenedor o con cuchara: En el mar/ tormentoso/ de Chile/ vive el rosado congrio,/ gigante anguila/ de nevada carne./ Y en las ollas/ chilenas,/ en la costa,/ nació el caldillo/ grávido y suculento,/ provechoso./ Lleven a la cocina/ el congrio desollado,/ su piel manchada cede/ como un guante/ y al descubierto queda/ entonces/ el racimo del mar,/ el congrio tierno/ reluce/ ya desnudo,/ preparado/ para nuestro apetito. ... y a punto de ser saboreado. Mariscos, pescados, algas, que hablan al paladar recién sacados de las rocas o de la cacerola, fríos o calientes, secos o en sopas, pero siempre con limón -¡ojalá de Pica!-, y, claro, algunos me son desconocidos, tal como a Bernardo Soares, quien revela a Pessoa: yo no había comido ostras en toda mi vida, ... son exquisitas, es como sorber el mar.

Lujuriosa es la blanca playa de Punta Cana con sus palmas y palmeras, nunca vistas en las arenas de Chile central. Lujuriosas se menean en un ritmo idéntico al de las piernas que oscilan al compás del merengue dominicano. Transparentes son las tibias aguas de ese pacífico mar verde turquesa. ... Dice el Almirante que nunca tan hermosa cosa vido, lleno de árboles, todo cercado el río, fermosos y verdes y diversos de los nuestros, con flores y con su fruto, cada uno de su manera. Aves muchas y pajaritos que cantaban muy dulcemente, había gran cantidad de palmas de otra manera que las de Guinea y de las nuestras, de una estatura mediana y los pies sin aquella camisa y las hojas muy grandes, con las cuales cobijan las casas, la tierra muy llana. Saltó el Almirante en la barca y fue a tierra... Indecible es la belleza de este paisaje, increíble -para mí- por su perfección, por el placer que me desata, por el agrado que me provoca, tan ajeno a mis proximidades cotidianas y, sin embargo, tan afin. Y el calor derrite la nieve extranjera que, en la lejanía de Europa, me hacía oler la sigilosa muerte con su atorrante blancura silenciosa. Pero "el sol que está caribe" no me ciega y sé que no estoy en una tarjeta postal. Porque América Latina no es una tarjeta postal ni por sus panoramas paradisíacos ni por sus brutales contrastes, ni por sus esperanzas ni sus derrotas, ni por geografías, gentes, frutos... Porque con la distancia del exilio se quebró la inmediatez acrítica de mi visión hacia Chile, y descubrí, sentí y supe que yo era chilena y, al mismo tiempo, partícipe de la heterogénea América Latina.

Pero algo huelo, y cuando voy a cerrar mi cajita de olinalá, veo que sólo estamos en la entrada y que he sido tan voraz que no podré llegar al plato de fondo, acompañada por Pablo de Rokha, Porque, si es preciso el hartarse con longaniza chillaneja antes del morirse, en día lluvioso, acariciada con vino áspero, de Quirihue o/ Coihueco, en arpa, guitarra y acordeón bañándose, dando terribles saltos a/ carcajadas/ también lo es saborear la prieta tuncana en agosto, cuando los chanchos/ parecen obispos, y los obispos parecen chanchos o hipopótamos. Mas, a la hora de los postres (ausentes), hay que reconocer que De Rokha canta a un mundo ido, una realidad tan irrecuperable como mucho de lo que yo dejé al partir a Francia, en 1975; como mucho de lo que yo dejé en Francia, en 1987.

Y como prefiero no clausurar estos recuerdos y travesías, dejaré para otro menú los dulces chilenos y otras apetitosas golosinas. " -¿Un cafecito? Es café-café ". -No, gracias, por ahora, prefiero Cascarita de naranja, canela y harto cedrón/ un terroncito de azúcar y agua caliente un montón,/ así hay que cebar el mate para que agarre sabor/ sacarle el cuero a la gente para animar 1a reunión,/ y pa qué le digo ná de toó lo que yo sé/ si esta boquita se abriera,/ ¡Jesús!, qué cosas sabría usted... -Y cierro mi cajita de olinalá.

Santiago, julio de 1998

 

Las citas son de: "La cajita de olinalá", de Gabriela Mistral; La sabiduría del cuerpo, de Sherwin B.Nuland; "Cordillera", de Gabriela Mistral; En amarillo oscuro, de Soledad Fariña (Santiago, Surada, 1994); "Alturas de Macchu Picchu", de Pablo Neruda; Vísperas, de Myriam Moscona (México, Fondo de Cultura Económica, 1996); "Molusco", de Carmen Berenguer (Huellas de siglo. Stgo., Ediciones Manieristas, 1986); de la novela La cifra solitaria, de Juan Godoy; "Oda al caldillo de congrio", de Pablo Neruda; Los últimos tres dias de Fernando Pessoa, de Antonio Tabucchi; "El primer viaje a las Indias", de Cristóbal Colón; "Epopeya de las comidas y bebidas de Chile (ensueño del infierno)", de Pablo de Rokha; la canción popular chilena, "Las comadres", respectivamente. Sólo doy datos completos de obras de poetas de promociones más actuales: las chilenas S. Fariña y C. Berenguer, y la mexicana M. Moscona. En Chile, se suele nombrar "café-café" al cafl de grano, oponiéndolo al "café", en realidad "Nescafé", que se toma con mucho mayor frecuencia.

en: revista Caravelle. Cahiers du monde hispanique et luso-bresilien, Nº71, "Senteurs et saveurs d`Amérique Latine", Toulouse, 1998, pp.157

 

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