VERÓNICA JIMÉNEZ (Santiago, 1964). Ha publicado poemas en la antología Códices (Santiago, Red Internacional del Libro, 1993) y en la revista "Licantropía", editadas ambas por el "Grupo Códice" de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, grupo del que participa activamente desde 1992. Por esa misma casa de estudios es Licenciada en Literatura Hispánica -titulándose con una tesis sobre César Vallejo- y Periodista. En 1999 publica bajo el sello de Editorial Stratis su esperado inédito, escrito entre 1993 y 1995, Islas flotantes.

Los poemas que presentamos a continuación pertenecen al poemario inédito Las cartas de Dios.

 

 

Uno se extravía, busca en alma en el cuerpo y el cuerpo en las cenizas. Hasta que llega el punto en que los espejismos se hacen patentes: un trozo de espíritu brilla sobre la piel, pero la imagen procede de los ojos. Uno llega a saberlo y se rehusa a enfrentarlo. Así nace la cobardía.

De La inocente mutación de la basura.

 

No poseo un lenguaje para la caída
Salvo estas cartas que Dios disemina
En las cavernas del alumbramiento.

No temo a la muerte.
Leo en mi cuerpo sus palabras:
Una sombra parece un ángel
Un niño parece un fantasma
La noche lo secciona
Como un muñeco de piezas plásticas.

No temo a la muerte, disgregadora impura.
En su luz he visto morir la luz.

LAS CARTAS DE DIOS I

I

Comprender de pronto
El lugar más propicio de la flor
La conmemoración exacta del pétalo
Que se desgaja, cae y se desvanece
En un sueño ya sin sobresaltos.

La inanición del esqueleto
El crecimiento tenaz de las uñas
Sin más propósito
Que rasguños imaginarios en la madera.

La flor pierde las mieles que la humectan
La carne se repliega hacia el vientre de la nada.

 

II

Las visiones de la luz
Sobre las solitarias estepas de la piel.

Bajo el mantillo
Los ritos funerarios del amor
Abren las hojas.

Quien te amó te niega con sus mieles
Y yace en un tiempo distinto
Húmedo de ti.

Una estrella moja a la otra
Como antes al cuerpo rígido

Aguas de dolor, tallo
Desgajado.

 

III

Para qué tanta luz
Para qué si el cuerpo no cabe en el cuerpo
Y en el desborde trabajan tempranamente
Los metales de la oxidación.

La carne establece sus propias rutas para el extravío:
Intentamos entrar en otro cuerpo
Pero no cabemos en una misma mano
Y no cabemos exactamente en un mismo pie.

Hacia el cuerpo retornamos y tropezamos.
El exceso rompe las alas de la desnudez.

IV

Quién eres tú realmente
Quién soy yo, si no sé decir
En qué cuerpo he buscado
Las cartas ilegibles con que agrede la luz
Hasta dejarnos ciegos de palabras.

Tu boca que decía leer adónde irá
Después de retirarse de mi mano
Mi mano escrita en qué vacío habrá de diluirse
Si no posee la virtud del agua.

Quién eres tú realmente
Si entre ambos medias tú, pero distinto
Y las cartas que descifras se oscurecen
Y desprecian la forma de los cuerpos.

Entonces, quién soy yo
En qué me he convertido
En la sombra que ensaya su presencia ante la luz
No en la luz.

 

V

Cómo amé esas rodillas
Los metales oxidados de la sangre
Los finos huesos que sustentaban el cuerpo
Ese cuerpo
Que rondará aún en busca de aguas interiores
De corrientes internas que erradiquen el error.

El error de las manos que no caben en sí
Y se buscan por los pies, por las costillas
Y en el desborde caen al piso
Se convierten en líquido esas manos:
Alimento equívoco sobre una piel voraz
Que yo amaría ahora rechazar intactas.

LAS CARTAS DE DIOS II

I

Y era el llanto de las procesiones de la infancia
Lo que daba sentido a las rodillas
Eran las manos buscándose debajo de las sábanas
La bolsa para cazar mariposas lo que les daba sentido.
El viento en la ventana anunciaba la presencia del mundo
La oscuridad de los pasillos nos rompía los ojos cuando niños
El diablo tal vez escurriéndose por debajo de las puertas
Su fetidez alcanzaba a los perros en el patio y los enloquecía
El puño se persignaba entonces sobre la boca. Todo así era sentido.
Dedos y labios al encuentro, mano de la mano
Carne de la carne que crecería una y mil veces desvestida
Dentro de una fina corteza intacta de los cuerpos infantiles.

 

II

Despierto soñando con el fruto maduro del almendro
Las cáscaras estallan cuando se hincha la semilla
Y en reguero se esparcen sobre el suelo húmedo del patio.
Los niños miran todo desde el otro lado de la reja
Sus ojos son ratas inquietas, las veo asombrarse, correr
Hacia el fondo oscuro de los lunares de mi blusa
Hacia el ruedo de la falda que gira y se convierte en un plato.
Despierto soñando con el fruto maduro del almendro.
Todo me alcanza, el vestido es esta piel y mis manos
Buscan a tientas brazos o piernas en la oscuridad.
Mi hermana duerme
Dice cosas sin sentido y se abraza a mí.

 

III

Enciendes la leña, como quien se hunde en un sueño
Y entre las llamas puede ver
Azorados campos en los que el trigo estalla
Y frente a la madera que arde vuelve a sentir
Bocanadas de viento tibio empujando los cuerpos al verano.

Cuando el muchacho cabalga bajo el sol
Sobre las llanuras corre también el hombre
Que como quien se hunde en un sueño
Permanece ajeno al desorden de la ciudad
Y mira sin hablar
A los que serían sus pequeños campesinos
Y a quienes para siempre sobraría calor.

Enciendes la leña y en el fuego escancia
El mutismo de un rostro
Que extrae para sus hijos
Las brasas originales del silencio.

 

IV

No me devuelvas cuando me lleves contigo
Y entre flores de naranjos caminemos hacia el río bautismal.
No me entretengas en la risa de los muchachos
En sus pechos lisos que no saben amamantar
En sus dedos que nunca aprendieron a ensortijar cabellos
De criaturas cuyas cabezas se rinden al agua entre sollozos.

Pero no.

Déjame estar entre las maldiciones
Tejiendo desde ahora un traje inacabable
Para el que vendrá al hueco compasivo de mis manos.
No permitas que prediga el futuro
En los hilos que se encadenan y crecen
Hasta formar mantas teñidas de tierra seca.
Una pequeña piedra arrojada contra el viento soy.
Déjame caer. Hazme liviana.

 

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