LOS COROS DESTERRADOS
(fragmentos)

Por Christian Formoso

 

I

IV

La casa en cierta medida como un sepulcro,
y todos los muertos sentados a la mesa,
las cucharas lentas por el peso del mundo,
la comida antes de alimentar a la tierra.

Pronto vendrá la noche sin dejar que llegue la tarde,
y la violencia del viento me hará pensar en canciones podridas
que hablaban de Cristo.
La mesa vacía me revelará otro tiempo.

Tendré todo lo que amo para nombrarlo.

V
Echar a rodar la manzana de la tristeza
con su carne hecha de toda la alegría
cortada al árbol de otro tiempo.

Y entrar a otro tiempo,
la risa esperándonos
apoyada como una huérfana en la tarde,
sola y muda midiendo el mundo.

Echar a rodar la manzana
como anticipo de una siesta,
aún sabiendo de antemano:

la esperanza tardía como un bostezo,
y los mejores frutos, que nunca comeremos.


VI

La debilidad vidente, o el cuerpo, o la caja sorda del tiempo,
o la casa brusca en que el tiempo se detiene.

El tiempo ronroneando en el polvo somos
como el final de una bestia el dolor de un puñado.

Ved entonces las jaurías de perros tendidas en la tierra,
ved entonces por mí los dolores que entran a las casas
para blanquear las saludables paredes.

El tiempo no es lo que parece, ni nosotros,
ni Dios se nos revela en ninguna hora.

La enfermedad, la debilidad vidente,
cuando se quiere ser alguno distinto
y el día se multiplica saliendo con cada dolor desde uno mismo.

Podrida ventaja la de llevarnos,
de parecernos tanto estando moribundos.

Presentimiento del fondo duro, la tabla larga,
la tierra,
la finitud del espacio al menos para nosotros.


II

II

La tarde seca,
como el sonido del desierto entrando en la tarde,
de esto quisiera arrepentirme,
de pensar que algún día seré otro.

Lo bueno sería poder sentarme una tarde más antigua,
ir con una nueva conciencia a barrer a viejos enemigos,
pero he aquí que en el tiempo van cayendo a la hoja
en un acto menos violento.

La tarde seca.
Si hubiese podido no enfrentar esta sorda y blanca angustia,
esto insulso que trae el oficio.

La tarde seca prolongándose hacia la noche,
como una muerte pasajera, o dura, o fría,
o dolorosa cuando se extiende
como una quemadura que no deja marca.

Muda, oscura es la tarde seca
que levanta la guardia y entristece,
y nos pide amablemente salir a robar
y a recorrer otras casas,
hasta que nos queda su olor
y se nos va del cuerpo expulsada como una mala comida.

La tarde seca,
como una estación temeraria y amenazante,
con su paisaje de huesos
y amigos que se durmieron en ella

III

I
Bramando casi siempre como un vacunotriste llegamos al fuego,
donde el mundo, como una manada triste se ha marcado.

Llegamos agitados como animales de carga,
o como un niño cansado después de un té de menta tomado a la fuerza.

Llegamos pobres y ajenos, a partir las manzanas tempranas,
para encontrar en sus tallos secos el crujir de la tierra y de su lengua.

Bramando, cuando la quimera es responder con un viento alto
o con una piedra mojada y rasante.

Si al menos quisiera la altura de mi sombra alzarse violenta
y rebelarse como un hombre herido a cierta hora de la tarde,
es así como entraríamos al fuego, en un gesto hermoso,
doblados bajo el peso de las preguntas,
trayéndolas en el estómago, en la memoria,
llenando de ellas los vasos de las tristes multitudes.

Bramando llegar a responder,
como el fuego mismo en la mano abundante de la materia,
a rumiar furiosos los anteriores bramidos,
a llenarnos la sangre y la frente.

Bramando tener la certeza de estar en el fuego o cerca,
al menos una tarde,
para conformarnos con un trozo de leña caliente,
y recordar las piernas de nuestros amigos
colgadas en los ganchos de las inmundas carnicerías.

Bramando siempre, como un vacuno triste,
con una pregunta dolorosa en la pesuña
y un invierno que se asoma de pronto a dormir en la garganta.

Bramando, con un bramido triste,
casi siempre intraducible.

II
Quién recorre los años ahorcados en la tierra,
Quién mide la furia de los días entregados a los enemigos.
Yo veo desde lo oscuro los pies del mundo,
yo veo lo caliente desde la llama del polvo.
Es imposible negarse después de llamar a la infancia:
la leche del miedo,
imposible comer de esta boca como si se tratara del dolor de uno distinto,
tiemblan las cosas sorprendidas en sus actos,
de mí salen muertos mis anchos enemigos.

Madre, sé que esa leche te habitaba las venas,
los miedos eran más altos alrededor de tu casa,
el patio me miraba furioso y hacía ladrar sus perros.

Tal vez por eso fui quedándome hecho un ovillo sobre tu estómago,
y se fueron desprendiendo de mí todos los niños que añoraban otros pulsos.

Madre, sé que esa leche te habitaba,
y que llamabas a Dios cuando creías verme muerto,
pero yo estaba en un patio oscuro,
Dios no podía verme,
yo miraba a un animal muerto en la orilla del río,
tú llamabas a Dios,
Dios no podía verme.

Y pensar que de piedras fueron armándose las tardes,
de piedras torcidas en las bocas de los niños,
las piedras que llamaban al asombro,
el temor de los rosales sorprendido en sus espinas.

De esas piedras y del río se hicieron las tardes,
y del patio con su congoja redonda,
y de los animales que atravesaron ese trecho caliente
para caer tontamente dormidos a los precipicios.

Yo miraba mi lengua como avisorando la lluvia,
yo veía a mi madre muerta y después no me veía.
"Madre tallada a hachazos". qué es eso de Dios.

¿Es tan cierta la rama arrancada por tu mano furibunda?
¿Sigue siendo rama aún echada en sus escombros?

Madre viva, ahora escucho ese río hecho de tantos ríos,
pero son todos los niños una oreja distinta,
algunos, es cierto, oyen a Dios.
Yo no podía sino escuchar a los corderos prendidos por la muerte,
a las piedras del terror agitándose de miedo.

Sé que rondan las abejas sus sitios predilectos,
y extraen cantando de ellos el oro de sus canciones.

Pero Madre,
cómo podía saber que temblaba de miedo al conocer que temblaba,
cómo podía entender que ese miedo era yo mismo sonando en tu mano.

Madre en mi hueso,
recuerda cuando mi voz se emplumaba,
era un bramido puro,
caía como un hilo entre tantos afluentes.

Busco en el río ese ruido salvaje,
la voz violenta en los coros de mí desterrados.

Yo miro un enfrentamiento terrible,
yo veo morir a un niño lentamente enfrentando una palabra.

Si no conociera su estertor, su ruego quieto, desorbitado,
su miedo mudo.
Si no me hubiese visto yo mismo matando ese niño.
Yo vivo un enfrentamiento terrible.
Yo muero lentamente enfrentando una palabra.

Aguja destemplada del vértigo, abeja a negra, agua del desorden, en,
decidme:
¿No son las caras que me miran aquellas que me contemplaban?
¿No son aún cuando carguen sus nombres, la misma cítara de la muerte ?
Dónde aúllan ahora esos rostros despedidos,
dónde la penumbra en la que se pierden para ir y entrar en ella aullando como un fruto celoso.

Madre no eres la misma entonces,
ni soy yo el mismo después de haber hablado;
pero ahí estoy yo enfermo de celos en esa penumbra tuerta,
dejad alguna vez que se detengan los partos,
con qué gusto evitaría esa hora,
y en qué placer espantaría esa aguja venenosa
que nos hizo así de tristes.

Yo quería cantar para quedar al descubierto,
yo campo del océano, furor del relámpago.
He mirado atrás para llorar con los matorrales,
he visto los días ahorcados y la furia de los enemigos.

De Los coros desterrados, Punta Arenas, Editorial Vastos Imperios, 2000.

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