PRÓLOGO
En junio de 1996,
algunos estudiantes de la Facultad de Filosofía y Humanidades
de la Universidad de Chile me invitaron a conversar con ellos sobre
el estado actual de la crítica literaria en nuestro país
o, quizás si inducidos por el entusiasmo cosmopolita que les
despertaba la transnacionalización de los tiempos que corren,
para conversar con ellos acerca del estado actual de los estudios sobre
la literatura, entre nosotros, en el medio académico chileno
y aun más allá. A mí la invitación de esos
muchachos y muchachas me atrajo por dos razones. Primero, porque me
daba la ocasión de ocuparme demoradamente de ciertos asuntos
que me interesan, que son materia de los seminarios de posgrado que
enseño en la Universidad y respecto de los cuales hacía
ya tiempo que yo deseaba organizar un cuerpo de ideas más o menos
sistemático; y, segundo, porque el convite del cual me hacían
objeto se producía cuando en uno de los medios de comunicación
santiaguinos se estaba ventilando algo así como un confuso debate
en torno a la crítica literaria. En lo que sigue, el lector encontrará
una revisión y una profundización de los conceptos que
entonces expuse. Pero también debo confesarle que, aunque aquel
acalorado debate de los críticos públicos constituyó
un acicate poderoso para el desarrollo de mi pensamiento, no estuvo
entre mis propósitos suscribir o rebatir, ni en la exposición
que hice ante los jóvenes universitarios ni en las páginas
que siguen, tales o cuales de las diversas opciones teóricas
y metodológicas con las que los polemistas midieron sus fuerzas.
Me limito a observar en el episodio en cuestión los síntomas
de un desasosiego al que entiendo investigable y cuyas causas intuyo
que podrían ser un poco más complejas de lo que sus protagonistas
dieron pruebas de percibir a lo largo de aquellas nunca obsoletas discusiones.
A la averiguación de cuáles pudieran ser tales causas,
así como al despliegue de un conjunto de problemas que yo no
siento que hayan sido parte de la disputa aludida, dedico el presente
trabajo. Pienso que las diez tesis que lo articulan, cuyos enunciados
anoto en cursiva en los comienzos de cada capítulo, pudieran
aprovecharse como elementos de juicio cuando se intente confeccionar
el panorama de las tendencias que caracterizan
la etapa actual en la historia de la disciplina aunque, por otro lado,
ellas sean también el receptáculo de una posición
y un argumento personales. En este último sentido, no me parece
prematuro adelantarle aquí al lector algo que él descubrirá
de todos modos: que mi escritura aparece a menudo coloreada con los
tintes de mis propias opciones, si bien después del muy largo
trecho que llevo ya recorrido en el transcurso de mi historia profesional
no veo cómo podría yo reivindicar para lo que afirmo una
neutralidad en la que no creo y a la que ni siquiera estoy seguro de
que tenga derecho la lengua de las matemáticas. De vuelta de
un verdadero torneo de cientificismo, pudiera ser que la única
cosa en la que estamos hoy de acuerdo los críticos chilenos de
mi generación sea la imposibilidad de desembarazarnos del sujeto
que somos. Hablamos como ese que somos, para acertar a veces, pero también
para errar, para dar en el clavo y para equivocarnos con toda la falibilidad
que es inherente a la testaruda incerteza de nuestro trabajo.
Agradezco a la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad
de Chile, que me becó en 1999 para escribir la última
parte del manuscrito; también, a Rolando Carrasco, Marcela Orellana,
Pablo Oyarzún, José Luis Martínez, Naín
Nómez, Manuel Ramírez y Leandro Urbina, que lo leyeron
e hicieron indicaciones que valoro; y, muy especialmente, a Lucía
Invernizzi, quien con su caritativa firmeza impidió que yo lo
siguiera corrigiendo. El libro lo dedico, como era de esperarse y corresponde,
a mis estudiantes de las Universidades de Chile y de Santiago de Chile.