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LA VISIÓN COMUNICABLE.

por Rosamel del Valle

LA SIRENA EN EL JARDÍN

Un poeta debe dejar huella, no pruebas. Sólo las huellas hacen soñar.
--------------------------------------------------------- René Char

Por ese tiempo tenía yo de visita a una visión identificable y comunicable. Más aún, no puedo comprender el poco o el vago interés con que me dejaba encantar por ella ni explicarme a la vez la especie de familiaridad con que me permitía aceptar sus seducciones, el misterio natural de su existencia, el golpe insólito que en otros días hubiera sido para mí como la inconfundible aparición de un ángel. Quizás la única explicación posible de esa displicencia, de esa audacia o de esa irresponsabilidad sea la idea de que en tal tiempo nada me era sobrenatural, extraordinario, de otro mundo, y nada más que porque lo visible y lo invisible se habían apoderado de mí de tal modo que me parecía lo más natural de la existencia oír voces, recibir visitas ni conocidas ni invitadas o conversar con personas-objetos, a veces más objetos que personas, y como si la vida se hubiese transformado de pronto en lo que debía ser o en lo que es verdaderamente. Es decir, una vez más la inocencia, la pura inocencia de la cual todos tratan de desprenderse y que para muchos no es sino la noche o la muerte. Mas todo parece ser identificado y resuelto, al fin. Así, por entonces mi ser total parecía poseído por una idea fija: la de que todo nacía, surgía y venía del hechizo cierto que ejercía su imperio sobre mí y que no era sino el aire hipnótico del Bar de los Acróbatas. Había ahí un demonio alado parecido a una mujer y cuyas alas le salían de la boca para reinventar el mundo desde el trapecio. Oh ese acto superior y de tan alta jerarquía como el de una visión en visita permanente. Pero, para ser sincero y para no alterar el orden o el desorden de mis contradicciones de entonces, no era reinando en su mundo aéreo donde yo la veía en su verdadera majestad sino distribuyendo silencio a manos llenas junto a sus amigos en uno de los rincones del bar. Esa idea se me impuso a cualquier otra debido sin duda a esa inseguridad cierta en que yo la veía en el aire de su propia vida y tan diferente a la seguridad y al dominio de sus nervios y su espíritu de que parecía hacer alarde en el trapecio. Su cuerpo mismo, dispensador de grandes fantasías para la mente pronta a dejarse atrapar de la multitud, era para mí más flexible y luminoso en aquel cielo sin colores del bar. Ahora en cuanto a su belleza nunca me pareció estar en mayor contradicción con los espectadores del circo que cuando se la veía nadar en el aire y tanto porque daba la sensación de que ella no hacía nada por retribuir ni en mínima parte la pasión anhelante y desbordada de quienes la contemplaban pasar de un mundo a otro entre las argollas del trapecio, como porque yo estaba absolutamente seguro de que ese acto era para ella como asomarse a la ventana a mirar pasar los pájaros mientras su cuerpo permanecía de hierro al recibir las flechas no poco envenenadas de deseo de los espectadores. Nada de eso sucedía en su cielo privado. Ahí su cuerpo era para mí un oleaje soberbio y su inseguridad ante la vida una playa lejana a la que ella no quería llegar porque ahí el mundo perdía por completo su razón de ser y ella misma no sería ya sino el resto flotante de un naufragio. ¿Ideas? Quizás. Lo cierto es que yo iba a verla al circo, a su vida pública, y la seguía luego al bar, a su muerte privada. Precisamente, era su disolución mágica, su muerte sonriente, lo que empecé a amar en ella con una fuerza irresistible. No contaba yo las horas ni las noches para regocijarme en ese amor, para otros sin color ni calor, pero para mí más placentero que cualquier otro amor y tan dentro del orden de mis visiones aunque la única realidad que ella se dignaba obsequiarme era la flor de su silencio, una flor marchita que un garzón invisible ponía indefectiblemente sobre la mesa poco después que ella se marchaba a su tercer mundo. Con ese don yo recuperaba mi vida por completo y recibía la fuerza necesaria para volver a ser, a la noche siguiente, el admirador desapasionado y, como ella, seguro de mis habilidades del todo diferentes a las suyas, pero de cuya constancia y progreso me parecía depender el equilibrio y la seguridad de su pensamiento. Cuando aquello terminó, si es que algo termina alguna vez, sentí que ella no sólo me había hecho traspaso de su habilidad y su silencio sino a la vez del oleaje de su mar vestido de león, de su playa petrificada y hasta de su destino total. Como nunca supe su nombre, la estuve recordando por largo tiempo con el que suelo llamar a las personas o cosas que atravesaron para siempre el reino al cual no hago más que encaminarme pero al que nunca llego a pesar del deseo y la avaricia con que lo persigo al través de todos los resplandores terrestres.

De El Sol es un Pájaro Cautivo en el Reloj

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