Universidad de Chile

 

 

LAS CIUDADES UTÓPICAS EN LA LITERATURA ARGENTINA

por Marcelo Eckhardt.
Universidad Nacional de la Patagonia.
Argentina.

 

Las ciudades utópicas de la literatura argentina por definición, existen; basta leer las primeras páginas de cada uno de sus relatos constructivos para darse cuenta de que no es ensueño, fantasía, ficción o delirio sino proyectos concretos. Por definición, también, se asemejan a los espejismos de los peregrinos exhaustos y siempre aparecen lejanas. Saer, en su libro El río sin orillas ve el fenómeno de lo utópico en la literatura del siguiente modo: "En la geografía abstracta de la llanura, en el vacío sin fin del desierto, ciertos actos humanos, individuales o colectivos, ciertas presencias fugitivas, han adquirido la perennidad maciza de las pirámides o de las catedrales. Y si flotan, aéreas en la transparencia de la llanura, revelando su carácter de espejismos, no debemos olvidar que, desde cierto punto de vista, catedrales y pirámides no son otra cosa" (25). Los proyectos políticos no fueron menos quiméricos, pues, según Martínez Estrada "se quiso hacer sede artificial de la unión artificial a Rosario (con el nombre de Rivadavia), a Villa María y a Fraile Muerto o Villa Nueva. En ninguna parte podía fundarse un centro del vacío" (Radiografía de la pampa, 194).

Pero las ciudades utópicas no fueron hechas para permanecer inhóspitas o turbias en la distancia; casi todas traen su clima de abandono, su drama de sujetos que, por razones estrictamente históricas, no pudieron habitarlas, experimentarlas, disfrutarlas. Derrotas, exilios y desapariciones vaciaron hasta las ciudades utópicas argentinas; no sólo fueron vaciados los campos de la pampa y del desierto. Esas construcciones narrativas fueron pensadas como vastos y dúctiles escenarios donde los sujetos históricos jugarían la historia del porvenir; de acuerdo a Eduardo Rinesi, el relato de una ciudad utópica es un proyecto político y, también, el teatro urbano, su forma precisa para la praxis política. Sin embargo, hallamos en algunas de las ciudades utópicas argentinas, solo la escenografía y ya no sus actores políticos. "Si los lenguajes, escribe Rinesi, como quería Wittgenstein, tienen la estructura de las ciudades, las ciudades, por su parte, parecen semejar los textos en que leemos los secretos más profundos de la historia" (15). Las ciudades ficcionales, esos artefactos narrativos desean, siempre, hacerse ciudad real: mixturar frase y ladrillo, metáfora y pasaje (los secretos profundos de la historia se dejan leer en ese puente, ese traspaso, ese tránsito, en definitiva, en esa última frontera)(1). En La ciudad ausente este ensueño se hace realidad, es decir, ficción: "entraba y salía de los relatos, se movía por la ciudad, buscaba orientarse en esa trama de esperas y de postergaciones de la que ya no podía salir. Era difícil creer lo que estaba viendo, pero encontraba los efectos en la realidad. Parecía una red, como el mapa de un subte" (87) (2). Las ciudades utópicas argentinas persisten, ante el peso vano de las imposibilidades, como zonas libres en contra de las zonas liberadas, o campos abiertos en contra de "los valles de catacumbas" (3) porque en desmedro de la praxis política como juego y de la ciudad teatral, cuando Viñas ensambla el fastidio de Roberto Cossa ante la falta de público en los teatros con la crítica de Horacio Verbitsky ante la falta de ciudadanos en el juicio a los militares de la guerra de Malvinas, como dos movimientos de un mismo ámbito (Rinesi, 19), quizás explicite el predominio del teatro de operaciones sobre el drama político y su juego de voces. Y se sabe que en el teatro de operaciones no existe sujeto, ciudadano, diferencia o tolerancia: sólo enemigos, números, claves, estrategias, la aniquilación. Y se sabe que en el teatro antidisturbios, en ese "ensayo general para la farsa actual" que canta Patricio Rey en "Vencedores vencidos" (1987), empiezan a formarse las tribus y las bandas urbanas.

La búsqueda de aquellas ciudades narrativas empezaría en la isla Martín García donde se construyó Argirópolis. Aventuremos sus ángulos según las indicaciones de Sarmiento. Debíanse conciliar intereses y, por ende, gustos para lograr la fusión de tres estados: Argirópolis es una ciudad barroca latinoamericana, aún a pesar de su Arquitecto, pues, de acuerdo a Fuentes: "su conflicto entre el mundo ordenado de los pocos y el mundo de los muchos" (213), necesariamente debe manifestarse ante tal confluencia y mixtura cultural. También posee algunos monumentos excéntricos, como las capitales imperialistas, vale decirlo: expoliaciones colonialistas (aquí, envidiosas imitaciones de las propias expoliaciones…sudamericanas!). La isla fuerte que abre y cierra el tránsito marítimo de toda la cuenca del Río de la Plata, posee faros de tráfico y vigilancia y, como es centro político y administrativo, se adorna con lujos europeos y modernas oficinas para la burocracia. Es festiva, pintoresca porque es acuática y a veces, pagana por los ritos y supersticiones marinas; "millares de botes, falúas y lanchas que se agitan incesantemente en las marinas adyacentes a los puertos" (84), la circunvalan. Enormes graneros terrosos parecen tótems del progreso. Es una ciudad luminosa porque el gas que la alumbra llega a todos sus rincones -Sarmiento quería borrar de la memoria, aquella república oscura-; no se ven caballos salvo los utilizados para las tareas del puerto (la nueva ciudad debe educar con nuevos hábitos). Los esfuerzos arquitectónicos demuestran en la geometría de granito y madera el afán de superar la indolencia y el ocio. A las cien casas de comercio le corresponden las plazas y playas para el encuentro de los pueblos y para garantía de la "cesación de las luchas, odios y rivalidades que los afligen" (80). La sede arzobispal no puede sustraerse del barroco latinoamericano, de algún émulo de Aleijadinho, aunque la universidad, el arsenal y las fortificaciones impongan el patrón estético de Europa. Pero en Argirópolis no hay nadie, no hay sujetos. Hubo indios derrotados en la isla Martín García, luego de la matanza del desierto organizada por Roca y sus secuaces. Allí armaron sus tolderías los indios de Catriel. Una ciudad utópica de harapos y de cueros, de los últimos bárbaros. No era Argirópolis, era el resultado de una campaña militar genocida (4).

A esta primera teatralización del progreso, primer vacío, luego de la inflexión narrativa, se le suma un segundo vacío, el teatro de operaciones que, siempre, anula a los sujetos. Del octavo pedido entusiasta de Sarmiento, "que la población de la isla creará en pocos años un nuevo centro comercial común a las dos ciudades, y por tanto un nuevo elemento de prosperidad para ellas" (78), sólo quedó su estructura (se creó más vacío: de la gloria al granito y del granito a la Recoleta de cenizas ilustres y de bronces lustrados; Horacio González, en Restos pampeanos, lo sintetiza así: "son las criptas de la ratio estatal" (189)); estos dos momentos, dos vacíos, dos momentos vacíos, son constantes en las proyecciones narrativas utópicas. Y aún en la parábola de Alberdi, en Quijotanía, el juego de los espacios resulta fatal (5); leemos: "la estancia estaba situada entre La Patagonia y La Pampa, un poco vecina del mar y más cercana de la colonia inglesa de Falkland que de Buenos Aires" (113). En ese campo imposible, sin lógica geográfica, se marca la frontera entre el desierto y la llanura, y aparece, por primera vez, esa otra isla, Falkland, donde según nuestras hipótesis, se construirá en su negación, la última construcción utópica, como frontera, trinchera, casamata (6). De la isla Martín García en 1850, sede utópica de Argirópolis, hasta las islas Malvinas en 1982, en la línea de fuego, la dinámica de la ciudad narrativa descubre esos espacios vacíos, estructuras vaciadas, menos la ciudad Buenos Aires 1950 de 1908, en la que una muy significativa ucronía, con una mínima o crasa falla, Buenos Aires en 1950 es una ciudad socialista o peronista, según se requiera de mayor o de menor ficción, mayor o menor realidad; es decir, es posible realizar un puente entre ambas ciudades, ambas Buenos Aires, la imaginada en 1908, de 1950 y la real, en 1950. Seguramente, muchos de los compañeros socialistas de comienzos de siglo, soñaron con una patria socialista pero hicieron una peronista; es posible este puente porque en ambos extremos, por así decirlo, hay sujetos. La mínima diferencia imaginativa entre ambos espacios es de metros: en la utopía de Dittrich, la casa del pueblo estaba en la Catedral y en la realidad del peronismo, en la plaza de mayo.

El argumento de la ciudad utópica de Dittrich es sencillo: el 1 de mayo de 1910, año del centenario de la Nación argentina, un obrero socialista, quizás inmigrante, mientras proclamaba la libertad de reunión, es reprimido por la policía y un fuerte golpe en su cabeza lo deja en coma. Cuarenta años después, en 1950, despierta y en compañía de su hijo que oficia de lazarillo, descubre Buenos Aires bajo el signo socialista; con fino humor, el padre se entera que el mártir Palacios murió aplastado por un "caudillo de parroquia" apodado "la chancha". Trama sencilla entonces, donde un golpe represivo produce la clave de un relato progresista.

Haciendo esta salvedad -un puente entre épocas imaginarias y reales-, las estructuras vacías de las construcciones utópicas prevalecerán desde Argirópolis hasta Malvinas. La pregunta de Sarmiento sobre "qué obstáculos impedirán que la idea se convirtiese en hecho práctico, que el deseo se tornase en realidad?" (81), que se reiterará una y otra vez en cada proyecto, desde 1850 en Argirópolis, puede responderse no en la trayectoria de las narraciones utópicas sino en la de la producción. Pues a la cronología de las ciudades utópicas se le puede oponer, por ejemplo, textos como La base de Rodolfo Walsh, donde, desde 1895 a 1958, se explica la producción de espacios vacíos y vaciados, o las marcas en las narraciones utópicas:

1850. La gloria de granito, en el silencio jalonado con esos yuyos bárbaros de Martínez Estrada, se consolida en La recoleta, fin de Argirópolis, poema de Borges: "los muchos ayeres de la historia/ hoy detenida y única" (18). Con claridad: Argirópolis se consuma en el cementerio patricio.

1871. Aún con los felices antídotos de la parodia y de la parábola, Alberdi no puede sino instalar una dinámica siniestra (casi artefacto): el movimiento circulatorio de la propiedad es como el de la sangre pero la propiedad es la civilización. Imagínense el resto. Alberdi, con todo, utiliza la parodia pues a diferencia de Sarmiento, ya no cree en la dinámica arrolladora del progreso, o bien, su movimiento está viciado de nulidad; "seamos justos, escribe, qué es nuestra civilización sino la barbarie regularizada? Ni qué es la barbarie sino la materia primera de que está fabricada nuestra civilización?" (134). Así planteadas las cuestiones, solo cabe pensar con cuánta sangre se hará esta historia de desierto y de frontera. La barbarie y la locura, al sur.

1908. Malón indio y malón rojo. Demasiado malón para la imaginación bonachona de Dittrich (su Buenos Aires 1950 se parece mucho a las ciudades naives del cine clase B, allá en los 70). Los indios, en 1908 y en 1950, donde la humanidad se reivindicaría y se reconciliaría, no existen. A los anarquistas se los exilia en Irlanda (!), junto al imperio británico, y a los irlandeses, en la Patagonia argentina, espacio de muchas fantasías (geo)políticas (7).

Ese tránsito de la ciudad moderna utópica hacia sus ex y reclusiones de aislamiento, lo narra Ludmer, de Cosmópolis a Locópolis, donde los deseos de la crítica literaria también se realizan, en tanto se descubren modos y tonos "no leídos" y que se suman y se mixturan a nuevos puentes (se condensan para formar nuevas islas conceptuales), movimientos internos ahora completados en los combates históricos donde el olvido y la pérdida son las armas favoritas. "Y descubro, escribe Ludmer, que si se lee la historia desde allí, si se leen "los muy leídos" desde "los no leídos", algo de la sátira modernista y utópica puede entrar en sucesión lineal de "los muy leídos" y quebrarla. Por eso La ciudad de los locos (el territorio de Locópolis) es el Virgilio de este Manual" (158).

1914. La ciudad de los locos, de Juan José Souza Reilly, se funda, precursora, justo en el límite donde hacia fines de los años 30, el sistema escriturario de Roberto Arlt, colapsa: en el manicomio. Mientras la saga de Astier-Erdosain-Balder se dispersa en la voz anónima del héroe sin nombre que narra desde la cárcel, el hospital, el lupanar o el hospicio, el ocaso de un proyecto, el héroe de Souza Reilly, Tartarín Moreira, allí refuerza su linaje maldito e inicia su gesta; abogado patotero, sportman cachador, diputado dandy, historiador malevo y loco a la fuerza, Tartarín Moreira lidera el incendio del manicomio y la fuga de todos los locos: "a un toque de clarín, todos nos reuniremos a las 12 y echaremos a correr hacia el campo, donde fundaremos la Nueva Ciudad; la gloriosa ciudad de los locos"(79).

Entre un bosque y el mar se "deja hacer" la ciudad utópica, "sobre los yuyos de dios" (113). La fuerza matriz de esta urbe alucinada, es la locura o la posibilidad total para "desahogar sus virtudes, sus instintos, sus religiones y sus vicios" (91). De este modo, se construyen casas de tres paredes, sin techo, con dos techos, redondas, cuadradas o con puertas sólo en las azoteas. El sistema de gobierno es sencillo e implacable: "todos mandaban. Nadie respondía" (139) y la moneda es vegetal, "excelente para la digestión", compuesta por flores y por frutas. Luego de diversas peripecias, el ex-director del manicomio, un científico rengo y jorobado, localiza desde un aeroplano a la ciudad de los locos. . La población de lunáticos, en pánico, se suicida, en masa se adentra en el mar. El ex-director, padrastro de Tartarín Moreira y padre intelectual del experimento sobre el héroe para convertirlo en super-hombre, comprueba que fracasó pues, "el amor es más fuerte que todos los fluidos" (203). Lo toma en sus brazos "y, como Locópolis, se perdió con Tartarín, en la espuma del mar" (8) (203).

1914. Para construir la comuna anarquista, debe desmantelarse la gran ciudad; "la capital había sido evacuada casi por completo. Sólo residían todavía en ella los compañeros ocupados en la fabricación y transformación de las máquinas" (156) (9). La destrucción de la metrópolis carcelaria no solo liberaría al sujeto sino que potenciaría su creatividad. Quiroule proyecta unas casas para la nueva sociedad, "una combinación feliz de estilos etrusco y japonés" (174). Sutileza que aparece en las ciudades fronteras de Aira o, en el rock, ese reino con "cien carpas de seda fina" de Sui Generis, en los tempranos setenta.

1932. Balder, sentado junto a la ventanilla del tren, rumbo al Tigre, a cincuenta kilómetros por hora "hacia Irene", construye una ciudad utópica en las cavilaciones que amortiguan sus deseos: "su destino era realizar creaciones magníficas, edificios monumentales, obeliscos titánicos recorridos internamente de trenes eléctricos. Transformaría la ciudad en un panorama de sueños de hadas con esqueletos de metales duros y cristales policromos. Acumulaba cálculos y presupuestos, sus delirios eran tanto más magníficos a medida que de menos fuerzas disponía para realizarlos" (El amor brujo, 54). Las ensoñaciones voluptuosas se disuelven mientras el tren frena lentamente en el andén.

1940. En Goliat, existe un solo instante donde "la inquietud de Buenos Aires se proyecta en todas direcciones, y cuando las imágenes de los móviles se reflejan en los vidrios o sus sombras se deslizan por las paredes o los mosaicos, el movimiento abstracto adquiere su real cuerpo de sombra y superficie" (23). Y luego, escribe el veedor: "me es fácil pensar que todos estamos presos, aunque el guardián haya desaparecido hace años o siglos. Nos encerró a todos y se fue, o se murió. Hizo la ciudad y nos metió dentro con la consigna de que no nos marchásemos hasta que volviese. Después se olvidó él de venir y nosotros de irnos" (37). Instante y reflexión que constituyen un nuevo modo de ver y de pensar. Por un lado, volver superficie a la ciudad en negación constante posibilita, por primera vez en esta secuencia, poder narrarla y mixturarla con los relatos (hasta que los relatos puedan des y rehacerla). Esta inflexión es fundamental pues sino no podría entenderse los traslados narrativos en La ciudad ausente de nuestro siglo, pero tampoco en Argirópolis, en el siglo XIX. Por otro lado, Martínez Estrada incorpora a un sujeto solo, veedor, conspirador, provocador de cambios en los mejores ángulos de la nueva percepción, entre estructuras desvencijadas, entre flujos de profunda alienación. Sujeto solo con aires de campesino kafkiano. La única y definitiva diferencia, vaya nimiedad, es que la ciudad cárcel no estuvo ni está ni estará construida para aquel campesino, sujeto solo, leve aire de K.

1946 (10). En esa misma época, Kosice proyecta la ciudad hidroespacial donde, desde una óptica de vanguardia eleva la superficie urbana y libera al sujeto encerrado en sus propios límites. Resuenan las ideas de Dittrich y Quirole a comienzos de siglo: "la vivienda nómade hidroespacial deteriora el curso de la economía actual en base a la valoración del terreno y abre interrogantes sociológicos sobre la validez de la propiedad" (134); es un hábitat imaginativo, "una síntesis del arte con la vivienda y la participación concreta de una vida multiopcional, el saneamiento atmosférico, la climatización y las relaciones afectivas polidimensionales" (147) opuesta a "una arquitectura del poder, centralizada y represiva" (147). El valor estimado de cada habitat hidroespacial equivale a dos aviones jet y el primer intento de suspender la ciudad, seguramente se realice sobre el río de la plata. El propósito mayor es que cada vivienda sea en sí misma una escultura habitable, una forma de desmasificación (152).

1949. Si Martínez Estrada volvió superficie a Buenos Aires y Madí la elevó gracias a la energía hidrocinética sobre el río de la plata, Marechal, gracias a la tradición literaria, puede construir Cacodelphia y Calidelphia, símiles del infierno y del cielo de Dante, abajo de Buenos Aires; dice el astrólogo Schultze, "son dos aspectos de una misma ciudad. Y esa urbe, sólo visible para los ojos del intelecto, es una contrafigura de la Buenos Aires visible" (407). En plena región fronteriza, hacia el bajo de Saavedra, "donde la urbe y el desierto se juntan en un abrazo combativo" se desciende en vías helicoidales, a Cacodelphia. Adán Buenosayres y Schultze andan entre "fábricas en ruina, chimeneas rotas, rascacielos truncos y palacetes desmoronados", lugar denominado Plutobarrio (469) y, mientras más descienden, podría decirse que se conectan más y más con la mirada verdadera de los efectos de la producción, como metáforas jocosas y patéticas, notas al pie de la historiografía, imágenes de juego cruel o los datos que, por ejemplo, desgrana Walsh en La base. En "aquel triste laberinto de materiales en derrota" (472), la ciudad utópica de Marechal se conecta con las otras, con la anarquista, en su vena lírica, donde las "locomotoras en desuso" se solidarizan con las locomotoras sacrificadas de Quiroule (11). Se sigue, es decir, se desciende aún más; "llegamos por fin a cierta loma sobre la cual una barriada en construcción erguía sus edificios inconclusos; andamiajes y máquinas de albañilería, ladrillos y bolsas de cemento se amontonaban allá; sin embargo, no veíamos ni arquitectos ni constructores ni albañiles, y me pareció que todo ello tenía el aire de las cosas muertas antes de nacer" (476). Los ojos del intelecto son los nuevos ángulos de la percepción, los veedores que andan, vagan y ven las desvastadas ciudades del progreso (ángeles caminantes de Klee); Cacodelphia, Goliat, la ciudad hidroespacial, la ciudad anarquista, la socialista, todas se conectan y se contienen. Todas tienen puentes a medio hacer, para mixturarse en el pasado y en el futuro pues es posible la conexión con la babel conspirativa de Piglia, hacia 1994.

1956. Buenos Aires es invadida por castas de extraterrestres cuya arma más sutil y terrible es la "nieve fatal" (12) que convierte a la cotidianeidad urbana en zonas desoladas, extrañadas al límite. Es la primera ciudad que se vuelve utópica debido a una invasión. La plaza de los Dos Congresos se convierte en el cuartel general, la glorieta de las barrancas de Belgrano, es el centro de la consola de los Manos y la cancha de River Plate, el campo de batalla de El eternauta (13).

1968. Ni un rasgo situacionista, ni la posibilidad de aquellas galerías que conectan París de 1870 con Buenos Aires de 1940, ni la tabla entre allá (primera civilización) y acá (segunda civilización) de Rayuela, la ciudad de 62/modelo para armar posee la angustia onírica de las pérdidas: "anduve por una calle de aceras muy altas -dijo Tell-. Es difícil de explicar, la calzada estaba como en el fondo de una trinchera, parecía un arroyo seco, y la gente caminaba por las dos aceras a varios metros más arriba. En realidad no había gente, un perro y una vieja (…) y al final se salía al campo, creo se acababan los edificios, era el límite de la ciudad" (67); resulta casi pesadilla de Argirópolis: "hay un canal que corta por el medio mi ciudad/ y navíos enormes sin mástiles pasan en un silencio intolerable" (31). Se conecta no solo en el pasado sino también en el futuro utópico; "mi ciudad de hoteles infinitos y siempre el mismo hotel" (33) escribe Cortázar en el poema pero también es la continuación relatada por Piglia, casi 30 años después, cuando en el museo de la eterna aparecen las reproducciones de los cuartos de hoteles donde se fabrican relatos.

Una contraposición notable a la ciudad de Cortázar es la ciudad de hielo de Spinetta, relatada también durante 1968; en la canción hoy todo es hielo en la ciudad produce un extrañamiento festivo. Todo es nuevo: la puesta del sol en la siesta, un tren inmóvil, los niños saltan de felicidad, el héroe quiere perforar el hielo, remontarse hasta el cielo "para observar hoy todo el hielo en la ciudad". El hielo cubre la ciudad, como cuando acontece una estafa amorosa o económica (14).

1978. Fronterizo, César Aira construye una franja de ciudades utópicas; desde la "heteróclita ciudad de juguete con chozas minúsculas colgadas de las murallas, panales amorfos de cuartos agregados en lo alto, puentes y pasajes suspendidos por donde corrían los niños, y las mujeres colgaban ropa de precarios cordeles" (23) o Azul, habitada por refinados caballeros, bon vivants del desierto; los toldos de Carhué, "la quintaescencia de la fragilidad" (133), hasta la corte de otoño de Catriel y más al sur, las cuevas de Nueva Roma. La ciudad de Catriel es majestuosa, cautivante. En las ciudades fronteras hay sujetos: "una verdadera muchedumbre se desplazaba por las veredas, gentes de distintas razas y aspectos" (158). Ciudad cosmopolita en pleno desierto, culturas y voces de la frontera ensimismadas como islas de barbarie excelsa, lánguida y universal. César Aira lo logra en 1978 pues es quizás el único que escribe desde ese este aquel otro lado de la frontera; escribe: "todo lo que haya de aquí en adelante -hizo un gesto delimitatorio hacia el occidente- no responde a ninguna autoridad, a ninguna legislación" (30). Se refiere a toda la extensa franja que gracias al "inepto Alsina" se ha convertido en tierra (ficcional) de nadie y de todos. Corredores de relatos y libertades. En las ciudades utópicas de Aira hay, vale decirlo, gente, mucha, diversa, sibarita, irresponsable, aventurera, culta, espontánea, libre, bárbara. La "típica población del desierto" es, para Aira, aquella con 400 blancos "aglutinados en un fuerte palaciego" y 5000 o 6000 indios mansos (en el sentido rockero de la palabra, según Piero). Las ciudades son fronteras en formas de U o de X.

1988. Se impregna en el éter radiofónico de Buenos Aires, radio Bangkok, una ciudad radiofónica, de frecuencia modulada, matinal, inter sobre dis re/s puesta en Buenos Aires. Su antecedente literario es la radio infierno de Cacodelphia; en este caso, hay que saber escuchar para entrar, para estar en ella (en otras hay que saber ver o imaginar). Puede ser móvil, nómade pues solo se necesita una radio portátil o walkman. Es una de las más económicas si se la compara, por ejemplo, con la hidroespacial.

1988. Se forma la ciudad de la furia. Se ingresa a esta urbe sonora a través de percepciones angulares. El héroe debe estar in situ: "nadie sabe de él y él es parte de todos". La furia acontece en el clima de la mixtura nocturna. El héroe, alado, vuela hasta el amanecer como Drácula o se refugia del sol porque sus lábiles alas de Icaro se derretirán. El héroe sobrevuela las terrazas desiertas y las calles azules de la ciudad con destino de furia. Luego cae como flecha salvaje o ave de presa sobre el regazo de la mujer ideal. Es una ciudad susceptible.

1994. Persiste en la ciudad ausente ese gesto de gasto burdo, negligente aunque vital para el loop donde todo comienza en el lugar en que la actividad se detuvo, como cuando Martínez Estrada estudia el momento en Goliat o, como ocurre a menudo, cuando un empleado de las usinas se olvida de apagar las luces de los parques, en el comienzo de la rutina laboral y hábil. Las conexiones con las demás ciudades utópicas se fortalecen, gracias a la destreza de Piglia para producir síntesis ficcionales de los recorridos de la literatura y de la crítica argentina; aquel cuerpo literario argentino, ahora "se expande y se retrae y capta lo que sucede" (138), es una máquina, memoria de una "loca argentina" que fabrica relatos y traduce textos secretos del poder para contrarrestarlos. Por otro lado, hay novedades en la historia de las islas utópicas; aquí "le habían hablado de la isla de Finnegans, bien adentro del Paraná, del otro lado del río Liffey, quizás alcanzaran a llegar. Estaba poblada de anarquistas, hijos y nietos de los colonos británicos de Santa Cruz y de Chubut" (73). Las resonancias con la ciudad de Dittrich o de Sarmiento, son múltiples.

2000. De la isla Martín García hasta Malvinas, donde se produce la última construcción negativa de una ciudad utópica. Se conforma en la última frontera de la trinchera y de la casamata, esperando al poderoso enemigo. En esa frontera, están los combatientes, a las órdenes de los adalides del terrorismo de estado. Utopía y producción para un mismo drama. Sujeto e historia. Barbarie o civilización. Nación o colonia. El siguiente relato, corresponde a una charla mantenida el día 15 de febrero del 2000, en la sede de Veteranos de guerra del noroeste del Chubut, con tres ex-combatientes de Malvinas, Juan Viana, Facundo Castro y Carlos Bártoli: "estamos enfermos. Todos los días hablamos, por h o por b, de Malvinas. No podemos salir y tampoco queremos salir. Yo estuve en Fox. A las cinco de la tarde, el cabo nos dijo "cada uno hace su tumba" o el pozo de zorro, un hueco donde cabía uno parado para esperar a los ingleses. Pero era muy difícil hacerlo porque a los 30 centímetros aparecía el agua y abajo de la turba y de la arenilla, la tosca, la roca. El cabo decía, "ustedes tienen que hacer el pozo porque ustedes se mueren acá". Entre los pozos de zorro, hicimos, en los lugares que se podía, canales de 30 y 40 centímetros, para comunicarnos. Sonaba carlitos, el silbato del jefe del sector, un cabo primero, y venían los rancheros con los cilindros (ollas) y traían la comida. Allá cambiaron todas las reglas. Y así estuvimos 70 días, esperando a los ingleses que nunca fueron por ahí (Juan Viana). Yo estuve en monte Longdon. Hicimos casamatas, en las cuevas del monte. Las cubríamos con tepes, que son planchas de pasto, para disimular nuestra ubicación, si hasta los regábamos. Ahí estuve con seis personas. Yo soy de Telsen (meseta mediterránea de la provincia del Chubut) y siempre me interesó, de chico, las Malvinas y la Antártida, así que yo estaba en la gloria. Los primeros días estuve en un lugar que le decían la casita, la casa amarilla, muy ubicable porque era la única que tenía árboles (en Malvinas casi no hay árboles). Y también andaba por el matadero y salíamos a realizar las recorridas por las ubicaciones. El 13 de junio a las 2 de la mañana, aparecieron los ingleses. Los superiores nos decían, van a venir, van a venir, nos metían miedo para mantenernos alerta. Los últimos días no dormí. El día anterior al combate, veíamos muchos helicópteros ingleses en la zona de la costa. Todos los sectores tenían asignados colores, el mío era el gris. Nos decían "no tirar en ráfagas para no dar la posición". En mi compañía habían visores con gas de neón que luego fueron reemplazados por otros a pilas, mejores porque no te delataban a las miras infrarrojas pero escaseaban las pilas (en media hora se consumían). Aparecieron, primero, 150 gurkas que venían de masacrar a la compañía de correntinos, cuando los sorprendieron en sus carpas. Cuando volví, digamos, a la civilización, al continente, me sentía muy mal porque no tenía mi arma (un fal belga con culata de plástico, mira telescópica infrarroja, muy buena). No volví a ver nunca más a mis compañeros de Malvinas. Los primeros tiempos vivía de noche (Facundo Castro).

Nunca paró el viento en los 75 días que estuvimos en Malvinas. Al comienzo no sabíamos con quiénes íbamos a pelear; pensábamos que la guerra era con los chilenos. Se tejían varias historias sobre la guerra. Se pensó que los rusos querían la zona por el krill, el uranio y el petróleo, que iban a barrer del mapa a las Malvinas y que iba a quedar la plataforma continental para Argentina. Era un acuerdo pero no ocurrió. Se vino nomás la guerra. (Carlos Bártoli).

Las ciudades utópicas de la literatura argentina son, por definición, imposibles. Y por imposibles, continuamente se construyen en las narraciones pasadas y en las futuras. Dos son las vías, también, de llegada a la ciudad utópica literaria; dos vías que se cruzan como una X. Dos senderos temporales: uno del pasado y otro del futuro. La encrucijada es el relato, es la ficción, es el espacio de la literatura. En esos cruces, los sujetos conversan sobre la historia, sobre los relatos de la historia. Algunos, vienen del pasado, otros, quieren ir hacia el futuro. En realidad, ninguno puede afirmar haber estado o vivido en alguna ciudad utópica argentina; todos, sí, tienen versiones de otros viajeros que supuestamente estuvieron o habrían llegado a sus puertas luminosas o a sus entradas humildes y sencillas.

En esos cruces de senderos se des re hacen las ciudades utópicas de la literatura argentina. Es posible hallar a los grandes antagonistas de la historia en un diálogo propio de Borges pero también están los terceros en discordia, quienes diseñan, charlan, escriben, sueñan y discuten nuevas reformas, entre las falacias de la reacción y de la destrucción.


Bibliografía utilizada

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  • WEINBERG, Félix (1976). Dos utopías argentinas de principios de siglo. Solar/Hachette, Buenos Aires.
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