Universidad de Chile

 

 

Entre lo privado y lo público: la vocación femenina de resguardar la memoria. Recordando a Sola Sierra.

María Eugenia Horvitz Vásquez.
Departamento de Ciencias Históricas.
Universidad de Chile.


Mujeres de luto orando por los suyos, llorándolos, evocando su recuerdo en el espacio familiar, nombrándolos una y otra vez, son imágenes retratadas, contadas y presenciadas. Históricamente, la memoria tras la muerte les fue encomendada a ellas entre tantas otras obligaciones sociales, que debían cumplir en privado. Solo podían asomarse en las manifestaciones públicas para mostrar el extremo sufrimiento de la perdida del otro, junto con velar sus restos mortales y cuidar su descanso póstumo y su trascendencia espiritual.

Los modelos religiosos y políticos le han atribuido a la trascendencia y a los rituales de duelo una importancia fundamental para darle sentido histórico a la continuidad de la comunidad. Las huellas de las representaciones culturales y de los comportamientos sociales, sobre las que se constituyen los archivos historiográficos muestran las inclusiones en el panteón emblemático de la Nación, o por el contrario, la exclusión de determinadas memorias. En ambos casos, las mujeres deben resguardar la trascendencia de los suyos, a pesar de que hayan sido durante un largo tiempo marginadas del memorial histórico, apareciendo subrepticiamente en compañía de sus padres, esposos, hijos o hermanos.

Para la historiografía reciente salir al rescate de la memoria de las mujeres se torna en una dificultad mayor, que requiere la relectura de las fuentes para develar tras los discursos normativos o las evocaciones privadas, la existencia de algunas siluetas de sujetos produciendo la historia. Georges Duby, que dedicó sus últimos esfuerzos a las mujeres del siglo XII, confiesa al final del camino: "No logre entrever más que sombras, flotantes, inatrapables. Ninguna de sus palabras me llegó directamente. Todos los discursos, que en su tiempo les fueron atribuidos, son masculinos"

Estas dificultades epistemológicas surgen a la hora de interpretar históricamente los sujetos privados de su trascendencia, como es el caso de las mujeres o de las minorías silenciadas en razón de distintas formas de la violencia pública, poniendo en tensión la relación entre memoria e historia. Las voces, los trabajos, la cotidianidad, la trascendencia de las mujeres aparece con mayor precisión en los relatos de la memoria, en el espacio privado familiar o de grupos identitarios más extensos, lo mismo ocurre con los marginados que mantienen por tiempo indefinido la constancia de las existencias reprobadas por los poderes y saberes victoriosos de la sociedad.

La solidaridad esperable entre memoria e historiografía es bastante reciente. Hasta comienzos del siglo XX prosperaba la concepción cristiana -la de San Agustin-, y luego hegeliana de que el relato personal era una forma de orientación, portadora de la subjetividad, que no formaba parte del sentido de la historia. El debate sobre la interrelación de las narraciones individuales y colectivas que lanzarán Hallwachs y Durkheim, esperará su tiempo para prosperar en la historiografía, abriéndose un campo de trabajo sobre la memoria, que a lo menos tiene dos ejes que han impulsado en los últimos treinta años a los historiadores a entrecruzar archivos que dejen percibir la alteridad. En primer término, los aportes de la sicología, en particular del sicoanálisis, han mostrado la vinculación entre lo individual y lo social a través del lenguaje, sirviendo para sustentar la viabilidad de una construcción posible del conocimiento basado en las trazas de los excluidos. Lo mismo ha ocurrido al interior de la disciplina con las investigaciones de la historia de las mentalidades o de las representaciones culturales. El segundo elemento, probablemente el de mayor peso en esta búsqueda de los otros, ha sido la constatación del sufrimiento que surge desde "los archivos del mal" como denominara Hanna Arendt a las catástrofes humanas del siglo XX, señales de la crisis de sentido de la Modernidad, al echarse por tierra la idea de la construcción de la "felicidad para todos".

Las exploraciones historiográficas no se han limitado al tiempo presente, si no que abarcan longitudes mayores, según sea la época estudiada, requieren, como lo señalábamos, contraponer fuentes diversas para comprender las formas y métodos empleados desde los poderes establecidos, que pueden no solo excluir, si no forjar representaciones culturales de acatamiento.
Las deberes que la sociedades le asignan a la historiografía o las posibilidades que se abren a la disciplina para establecer ciertos conocimientos que respondan a las incertidumbres y demandas sociales, podrían adquirir su sentido más profundo en el llamado que Paul Ricoeur hace a los historiadores para fortalecer la relación entre memoria e historia en el mundo contemporáneo: "Acordarse de que los hombres de otros tiempos tenían un futuro abierto y que nos dejaron sueños incumplidos, proyectos inacabados: tal es la lección que la memoria enseña a la historia" . A lo que agregaría que los historiadores, utilizando todo el rigor de la heurística, debemos develar las racionalidades del poder, lo que puede demostrar que no existen "fatalidades" recurrentes en el acontecer histórico.

En esta comunicación nos proponemos bosquejar la larga duración de la vocación femenina para resguardar la memoria tras la muerte, junto con mostrar el instante de ruptura que traslada a las mujeres desde el espacio privado al público.
Los enfrentamientos por los símbolos interpuestos de la vida y la muerte, que se han producido en Chile desde 1973, han tenido como protagonistas principales a las mujeres, cuando impactaron la plaza pública trayendo constantemente la presencia de las víctimas de la dictadura, sus biografías, a la vez que exigían que la justicia investigara los crímenes en contra de la humanidad. Las representaciones culturales de las obligaciones normadas de larga data, se transfiguraron en su posicionamiento político en la comunidad, en su calidad de sujetos históricos portadores de memoria que asumían una ciudadanía, obligando a retroceder a los poderes que parecían omnímodos.

En esta lectura de los acontecimientos, el análisis de los archivos del sufrimiento nos conduce a percibir la estrategia simbólica y concreta de la fuerza en el poder para confiscar la trascendencia de sus opositores, finalmente vencida por el empeño de algunas para develar el Secreto de Estado, reponiendo a las víctimas en sus derechos. Este camino nos ha llevado a memorar en el discurso histórico a Sola Sierra y con ella a la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos .

Las trazas de la vocación femenina para la trascendencia.

Al remontarnos en los trabajos historiográficos destinados a los comportamientos de las mujeres frente a la memoria, se hacen imprescindibles los aportes de Georges Duby, quien sorteando los escollos de la "historia oficial" -entrecruzando diversos archivos, releyéndolos críticamente-, pudo demostrar los deberes que la sociedad medieval les confería para ocuparse de la vida y la muerte. A las obligaciones escatológicas de conservar la memoria tras la muerte de sus señores "por los siglos de los siglos" se pueden reconstruir otros elementos del rol asignado a las mujeres. El autor al describir el espacio central que ocupaba la pieza de la esposa o viuda al interior de la casa señorial, lo asemeja al útero: "Reconocemos en esta interioridad lo que era la función femenina esencial: la procreación, como también el gobierno de los secretos más misteriosos de la vida, referidos al nacimiento y a la muerte (lavar el cuerpo de los recién nacidos, lavar el cuerpo de los difuntos). De esta manera el interior de la casa se encontraba naturalmente en correspondencia metafórica con el cuerpo femenino" .

Nuestro objetivo aludiendo al siglo XII, es mostrar una secuencia histórica que permaneció, y que aún es reconocible como representación cultural. En diversos trabajos que hemos realizado con Margarita Iglesia y Ximena Cortez, indagando en archivos coloniales -.testamentos y actas de fundación de capellanías- sobre los comportamientos femeninos para labrar la trascendencia, hemos podido comprobar la pervivencia de los deberes, gestos y rituales que las mujeres debían cumplir en el espacio privado familiar, en las cofradías o en las ordenes monásticas.

La función de la memoria en las sociedades coloniales, fundamentalmente de cultura oral, tuvo diversos cauces, resguardados por los poderes religiosos y políticos, que distribuían las obligaciones del culto a los muertos entre individuales o masivas, privadas o públicas, pero siempre se trataba de enunciar eternamente el nombre de los difuntos en una rogativa a Dios para lograr en común la salvación del alma.

En la concepción postridentina, que presidirá los imaginarios hispanoamericanos, la vida tenía como sentido final lograr la eternidad del alma. El combate contra los pecados, el dominio de las debilidades del cuerpo, el abandono del mundo fueron parte de los disciplinamientos recomendados para alcanzar la resurrección. La demostración de "la vida pensando la muerte", como lo ha sintetizado M. Vovelle, requería de múltiples gestos: la confesión de las faltas cometidas ante la Iglesia, la aceptación de la precariedad humana establecida en un instrumento legal -el testamento- que dejara inscrita la fidelidad a la fe católica, a la vez que se debía disponer las misas de memoria, la calidad de las exequias fúnebres y, los más pudientes, mostrar la constricción ante el pecado de usura, despojándose de una parte de sus bienes para redistribuirlos entre sus familiares y las instituciones eclesiásticas.
La individuación de la muerte, responsabilidad solitaria, estaba acompañada por la reciprocidad de los próximos o de grupos más masivos de la comunidad -las cofradías- que junto a la Iglesia rogarían por cada cual. La trascendencia pasó a concretarse en un memorial que se quiso perenne y que los poderes y saberes de la época se ocuparon de regular y hacer cumplir. Solo para los enemigos de la Fe se reservó la desaparición de la existencia terrenal y espiritual.

El nombre, más que la obra, fue evocado sin cesar en las oraciones ordenadas en los testamentos, la voz de los fieles se hizo escuchar en el espacio público por excelencia de esa época, la Iglesia. La genealogía, la constitución de las solidaridades familiares, también gracias a la oralidad, tuvieron en las mujeres el respaldo a la memoria de una generación a la otra.
En el examen de los manuscritos coloniales se hace patente el rol jugado por las mujeres en la mantención de la memoria tras la muerte. En Chile, mucho más que en otros casos estudiados en el Continente, la fundación de capellanías u otras obras piadosas las registran como protagonistas, sobrepasando a los hombres en la intención de preservar la trascendencia, instalando sus nombres junto a sus próximos, o a veces, al de todos los pecadores -las almas del purgatorio-- en el memorial público.

Durante 350 años, en testamentos o actas de fundación de capellanías, la espiritualidad y las necesidades terrenales se interrelacionan en el texto para posibilitar la eternidad. Entre múltiples ejemplos, escuchamos las disposiciones de Marina Ortíz de Gaete que fuera la primera mujer, en 1585, que utilizando la totalidad de sus bienes, fundó una capellanía para que se rogara eternamente por su alma y la de su esposo Pedro de Valdivia. Los ejemplos son múltiples, en variadas ocasiones se ocuparon de pedir misas de memoria, especialmente para otras mujeres; o insistieron en entregarles la responsabilidad de la capellanía a sus madres o hijas, como lo hiciera Concepción Ugarte y Echeñique en 1874, entregando "el goce del aniversario de misas a cada uno de sus dos hijos mayores, sin distinción de sexos", agregando que "es mi voluntad suprimir el elemento preferente del sexo, establecido por la ley para el orden regular de sucesión" .

"Las misas de memoria" que se realizaron hasta el siglo XX y los instrumentos legales privados, nos han permitido rescatar a estas mujeres comprometidas con sus deberes y sus firmes convicciones de la memoria tras la muerte. Sabemos menos de aquellas que no formaban parte de las elites, aunque entre los testamentos, como lo ha constatado Margarita Iglesias, se encuentran los deseos de las otras, menos pudientes o de origen indígena. La costumbre en común de apelar a las cofradías para escapar al olvido, también está en estudio, mostrándonos la existencia de una solidaridad extendida para lograr la eternidad. Por otra parte, los cuidados del cuerpo de los difuntos, su velatorio, las expresiones doloridas ante la ausencia fueron deberes femeninos, como lo demuestran diversos estudios históricos, antropológicos o sobre el folklore, estableciendo una continuidad con las funciones de las mujeres en el Alto Medioevo.

La emancipación individual y masiva que trajo la Modernidad, como sabemos, relegó a las mujeres a un espacio de competencia de género, estableciendo la trascendencia reconocida socialmente en una batalla sobre las obras políticas destinadas a favorecer el proyecto de futuro de cada Nación. Memorias públicas y privadas fueron escindidas, lo que ocurrió con las mujeres, no fue distinto para que se perfilara en la escena nacional a los vencidos, los marginados.

Por cierto, las mujeres poco a poco fueron reclamando los derechos a su participación histórica dentro del nuevo modelo de sociedad, haciendo de sus demandas políticas, en un primer momento, y luego de las de igualdad de los géneros, focos constantes para abrir las concepciones de la emancipación moderna.

En cuánto a la memoria tras la muerte, el modelo católico ofreció una nuevo modo de ser para orar por la trascendencia y la resurrección. El culto a María como intercesora por el perdón de los pecados y las oraciones en reciprocidad para con los muertos quedaron consagradas, particularmente en el siglo XIX, cuando la Iglesia explicaba la necesidad de su recuerdo constante en el mes de Noviembre dedicado a las almas del Purgatorio, diciendo en el catecismo: "Madre, el hijo cuyo postrer suspiro recibisteis en vuestros brazos es á esta hora el compañero, el amigo, el hermano de vuestro ángel guardián" .

Otro de los deberes escatológicos, concerniente al autodespojo del exceso de bienes terrenales, fue dirigido hacia las obras de caridad, en que las mujeres tenían una posibilidad de hacer pública su fidelidad a los preceptos religiosos en la época de las pugnas entre liberales y conservadores. Entre las primeras organizaciones femeninas que llevaron a cabo estas recomendaciones estuvo la Liga de Damas Chilenas, fundada en 1912, cuyo lema fue: "Dios, Patria y Familia", que trataba de mantener el imaginario de la salvación y conservar el mundo del pasado.

El traspaso de la sacralidad religiosa al espacio público de la Modernidad, entre sus múltiples elementos, consagró la vocación femenina de preservar a los suyos en la vida y en la muerte, haciendo del vientre materno, el vientre de la Patria, como ha señalado en diversos trabajos María Angélica Illanes. También las mujeres fueron convocadas a seguir ocupándose del cuidado de los restos mortales y de la trascendencia histórica de sus hombres, así como del recuerdo que en el cumplimiento de los deberes familiares hicieron de sus antecesoras.

Desde luego, el modelo que esbozamos fue resquebrajándose por los avatares históricos, muy especialmente por las violencias ejercidas desde el poder. Las guerras civiles que asolaron a Chile en el siglo XIX, las embestidas de los trabajadores en la plaza pública exigiendo sus demandas sociales, económicas y políticas, crearon espacios de resistencia al interior de la memoria común. Las solidaridades se entretejieron en un relato de los grupos vencidos opuesto al de la historia oficial, preservando del olvido a sus muertos. En estos discursos antagónicos, como también en la acción, las mujeres hicieron escuchar sus voces. Margarita Naranjo, recordada en el Canto General de Chile, nos relata su memoria y el enfrentamiento al poder. Este testimonio es uno entre los variados sujetos femeninos de esos tiempos, habiendo su trascendencia encontrado la ilación entre una continuidad de representaciones de la memoria y la novedad de romper el sentido unívoco de la historia nacional.

Las mujeres de la defensa de los derechos humanos: el poder de la memoria haciendo historia.

En este análisis hemos pretendido bosquejar las líneas de continuidad del deber femenino de resguardar la memoria, para encaminarnos a mostrar los cambios que presenciamos en el escenario público en Chile como en otros países latinoamericanos.
En los últimos 28 años, las mujeres víctimas del terrorismo de Estado han quebrado los goznes del poder al confrontarlo, subrayando la idea-fuerza de la Modernidad, que no es otra que la de defender los derechos y libertades de las personas y de los ciudadanos. Del derecho a demandar por sus desaparecidos o muertos a las instituciones forjadas en la violencia, pasaron a poner en duda los secretos de Estado. De la demanda a la exigencia tuvieron que franquear los difíciles pasos que llevaban a irrumpir en el país del miedo y el silencio.

Estas mujeres, respaldadas en el imaginario colectivo de sus obligaciones sociales de mantener la memoria de sus próximos, construyeron organizaciones para oponerse a la Dictadura, las que estuvieron entre las primeras obras de desacato, perviviendo hasta ahora. A este respecto, Adela Gómez escribe en su tesis dedicada a la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos: "Paradojalmente son los mismos roles culturales y sociales tradicionales de una sociedad patriarcal que motiva a estas mujeres a salir del espacio privado, y de su posición en segundo plano, para transformarse en un actor político que cuestiona al Estado y denuncia la institucionalidad vigente" .

Estas relaciones tejidas en la continuidad es necesario matizarlas. Las transformaciones de los roles genéricos, de las acciones y de los discursos de la memoria tienen correlatos que se vinculan e inscriben como insubordinación de los sujetos históricos contra el poder, en otra dimensión de la reflexión y comportamiento masivo frente al terror del Estado. Sin embargo, en la lectura de los sectores conservadores, el posicionamiento público de las mujeres representando a las víctimas, en el tiempo de la Dictadura y ahora, se registra como una necesidad y deber privado. Estas representaciones pueden explicar que el Estado represivo les haya escatimado la vida, y sus voces hayan sido consideradas a la hora de tratar de conciliar las amnistías para los victimarios.
Cuando en 1974, se reunieron los familiares de los detenidos desaparecidos, amparados en el Comité Pro Paz de las Iglesias Cristianas, se iniciaba una larga marcha que estuvo marcada en un primer momento, por la esperanza de encontrarlos con vida hasta la constatación de lo impensable, el ocultamiento y confiscación de sus cuerpos y de sus identidades sociales.

Las primeras acciones de los familiares se dirigieron a lograr el funcionamiento del poder judicial, demandando, a través de recursos de amparo y denuncias de "presunta desgracia", que se realizaran las investigaciones que dieran con el paradero de las víctimas. Como es sabido, ninguna petición fue cursada; más aún, los jueces comunicaron las aseveraciones del que era el único poder constituido, el de los aparatos de terror del Estado, en una consigna repetida: "no se registra la detención". La existencia, prisión y muerte de esos detenidos fueron consideradas presuntas, solo visible para sus familiares dolientes y ofendidos.

A partir de 1975, la existencia de los detenidos desaparecidos se hizo también visible para el mundo entero. Las investigaciones y decisiones de los organismos de Naciones Unidas permitieron evidenciar lo irreparable, sobre todo cuando los mismos gobiernos terroristas -Chile, Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay- entregaron las pruebas de la Operación Cóndor, al publicar los nombres de los asesinados, dejando de manifiesto que 119 personas no "registradas" por las Dictaduras, habían perdido la vida entre las más de 1000, que a esa fecha reclamaban las organizaciones humanitarias en Chile. Al año siguiente, el hallazgo de los cuerpos carbonizados en los viejos hornos de Lonquén terminaron con las esperanzas de los familiares de encontrar las huellas de los suyos, transformados en víctimas históricas.

Las Agrupaciones de Familiares de Detenidos Desaparecidos y de Ejecutados Políticos, en el proceso vivido, crearon el espacio ético que la sociedad necesitaba para poder recordar los tiempos en que el respeto a la vida y la muerte constituía un valor compartido, que le daba un sentido a la unidad nacional. Al mismo tiempo, se transformaban en organizaciones sociales que traían al espacio público los rostros congelados de las víctimas en sus últimas imágenes, enunciaban sus nombres, preguntando a los poderes y a la sociedad civil: ¿Dónde Están? Gritando por las calles: "Vivos se los llevaron, vivos los queremos".

Las actividades emprendidas fueron bastante variadas, enfrentaban el poder de la fuerza con huelgas de hambre, encadenamientos, acciones judiciales, denuncias a la comunidad internacional y romerías a los lugares sacralizados popularmente, que habían sido los osarios del ocultamiento: Lonquén, el Patio 29 del Cementerio General, donde las tumbas marcadas con N.N-1973 mostraban la posibilidad de encontrar los restos mortales de algunos desaparecidos y la indecencia de un poder que aspiraba a ser todopoderoso.

El empeño de los familiares, mayoritariamente mujeres, por las mismas condiciones en que se había desarrollado la política hasta entonces, posibilitó la ola solidaria internacional representada en "la convención sobre la desaparición forzada". En el país, solo obtuvieron la declaración de autoamnistía de los victimarios, declaración indirecta de las existencias que se reclamaban, como también el cierre de la posibilidad de que se realizaran investigaciones judiciales.

El espacio inédito forjado por la Agrupación se pobló de símbolos que han permanecido: la cueca sola recordaba los lazos de los amores tronchados, en las arpilleras se bordaron las huellas de la memoria de las víctimas, del miedo, de la precariedad de la existencia en la época de la Dictadura, en definitiva, se creó el archivo del sufrimiento social.

En la década de los ochenta, al calor de acontecimientos y expectativas de terminar con la Dictadura, la Agrupación va a plantear sus demandas de verdad y justicia para las víctimas, que serán los objetivos políticos que durarán hasta ahora. Ningún intento público para diezmar la voluntad de lograr la justicia ha podido convencer a estas mujeres de otorgarles la impunidad a los victimarios. Se les ha ofrecido desde la entrega de los restos de los cuerpos ocultos hasta pensiones de gracia y bitácoras con las breves biografías de los desaparecidos. También han recibido la amenaza de constituirse en el obstáculo no deseado para reconstruir la paz social y labrar el futuro unido del país.

La fuerza ética y política lograda por la Agrupación ha impedido el olvido. La persistencia y unidad del grupo las encarnó por mucho tiempo Sola Sierra, al que llegara en 1977, luego de la desaparición de su esposo. Su militancia comunista no le impidió mantener la independencia de la Agrupación como entidad social y política, descartando cualquier presión contingente. Fue la vocera de los familiares en Chile y América Latina, una vez que con el afán de muchas mujeres se construyera la solidaridad entre estas organizaciones para mantener la denuncia constante de lo ocurrido, apelando a la humanidad y desencadenando acciones contra el olvido de los crímenes del terrorismo de Estado.

En el espacio público nacional las esperanzas de la Agrupación y de extensos grupos de la sociedad chilena que veían en la transición a la Democracia la posibilidad de conocer la verdad y de hacer imperar la justicia para todos, no tuvieron una resolución inmediata. Los hitos del camino recorrido pueden evocarse de modo distinto al del simple recuento cronológico, que podría interpretarse como un progreso constante. Por el contrario, los hechos demuestran que sin la resolución de estas mujeres, la historia pudo tener otro curso.

El Informe Rettig -1991- encargado por el Presidente Aylwin, recobró los nombres de los detenidos desaparecidos, asesinados "por agentes del Estado". Desde entonces, víctimas reales se enfrentaron a victimarios virtuales, amparados por un secreto comprometido, amnistiados jurídicamente. Sus familiares fueron reparados pecuniariamente y pudieron inscribir en un memorial, desterrado de la plaza pública al cementerio, los nombres de sus próximos, esperando que las tumbas, al azar del hallazgo de sus restos, pudieran recibirlos.

La Agrupación continuó la búsqueda de las víctimas y las demandas de investigaciones judiciales. El momento decisivo para volver a interpelar a la sociedad fue la detención de Pinochet en Londres. La internacionalización de los derechos y deberes ciudadanos posibilitó el nuevo modo de enjuiciamiento de los crímenes contra la humanidad.

Los poderes en Chile se insurgieron, buscando acuerdos para impedir el develamiento de los engranajes racionales del terrorismo de Estado y el juzgamiento de los culpables. Se acudió a la unidad nacional, a los valores patrios o a nuestros derechos soberanos. También, esta vez sintiéndose cercadas las instituciones, se constituyó una Mesa de Diálogo, con el rechazo de los ofendidos, para facilitar la vuelta de Pinochet al país e impedir el avance de cualquier investigación judicial que hiciera imposible la amnistía.
Sola Sierra en lo que sería su último discurso público -el 3 de junio de 1999-, al clausurar la XIX Semana Internacional del Detenido Desaparecido, dejó su legado histórico: "El arresto de Pinochet en Londres es nuestro logro y el de todos aquellos que -en cualquier parte del mundo- han contribuido a esta gesta de impedir la impunidad y abrir los caminos de la justicia. Pero hoy el peligro más grave lo representan quienes intentan -en medio del secreto y el silencio- imponer pactos espurios que sellen la impunidad... Queremos decirlo con claridad una vez más, en Chile solo habrá verdadera democracia cuando haya verdad y justicia..."

El encuentro entre la memoria y la historia los estamos presenciando. Sola Sierra y las mujeres de las Agrupaciones de familiares de las víctimas del terror del Estado, están llevando adelante un proyecto inconcluso de la humanidad para proteger la memoria tras la muerte de los silenciados, abriendo un nuevo transcurso histórico. Probablemente, sin proponérselo han puesto a prueba la memoria unívoca de la Nación, como también están obligando a los historiadores a ponerse al escucha de las voces del sufrimiento.

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