Universidad de Chile

 

 

LA CONSTRUCCIÓN SACRIFICIAL DE LA MEMORIA 1

Iván Trujillo Correa
Escuela de Filosofía de la Universidad ARCIS

Aunque nunca podamos estar seguros, lo que sigue habría comenzado del siguiente modo:

"En un banquete que daba un noble de Tesalia llamado Scopas, el poeta Simónides de Ceos cantó un poema lírico en honor de su huésped, en el que incluía un pasaje en elogio de Castor y Pólux. Scopas dijo mezquinamente al poeta que él sólo le pagaría la mitad de la cantidad acordada y que debería obtener el resto de los dioses gemelos a quienes había dedicado la mitad del poema. Poco después se le entregó a Simónides el mensaje de que dos jóvenes le estaban esperando fuera y querían verle. Se levantó del banquete y salió al exterior pero no logró hallar a nadie. Durante su ausencia se desplomó el tejado de la sala de banquetes aplastando y dejando, bajo las ruinas, muertos a Scopas y a todos los invitados; tan destrozados quedaron los cadáveres que los parientes que llegaron a recogerlos para su entierro fueron incapaces de identificarlos. Pero Simónides recordaba los lugares en los que habían estado sentados a la mesa y fue, por ello, capaz de indicar a los parientes cuáles eran sus muertos".2

Nunca podremos estar seguros de hallar el lugar de la desaparición. La memoria es el nombre de este fracaso. Si es que una clausura semejante no viene a reponer lo que aquí podría llegar a tener el carácter de una objeción: "Pero Simónides recordaba los lugares en los que habían estado sentados a la mesa y fue, por ello, capaz de indicar a los parientes cuáles eran sus muertos". Y ¿cómo no habría de recordar si, gracias al pago de los dioses, fue salvado de la muerte? ¿Cómo no habría de recordar si, como único testigo, testigo además privilegiado, se hizo de una técnica al servicio de la identificación y del reconocimiento? Lo que sigue del presente párrafo no hace más que confirmar el carácter mnemónico del acertado invento: "Reparando en que fue mediante su recuerdo de los lugares en los que habían estado sentados los invitados (...), (Simónides) cayó en la cuenta de que una disposición ordenada es esencial para una buena memoria". 3

De acuerdo a este relato hecho por Francés Yates en El arte de la memoria, todo indica que Simónides de Ceos (poeta griego del siglo VI), habría hecho de su invento, la memoria artificial, el recurso que suple una memoria natural aquejada por la anomalía de la pérdida. Para la dicha de los familiares de los muertos que de ella se beneficiaron, Simónides habría logrado devolverles a sus difuntos, restituyéndoles a cada uno su propio parecido, su propia semejanza. Sin embargo, si se toman en cuenta tanto los esfuerzos explicativos de este relato 4, como también el hecho de que los familiares pudieron reconocer efectivamente a sus difuntos, es imposible no leer cierta interrupción de la explicación que el mismo relato intenta disimular, esta: mientras los familiares llevaban a sus parientes para darle sepultura no podían conciliar sus despojos con sus nombres. Lo que habrían de sepultar, tras la exhumación sin rostro operada por la técnica de Simónides, se hallaba de antemano sepultado en la catástrofe de su cuerpos irreconocibles. Los propios recuerdos a los que los familiares se habían confiado, hundían, ante sus ojos, a sus parientes en el olvido.

No está de más decir que el relato de Yates depositado al comienzo de su libro es el resultado más argumentativo y menos diegético de una recolección de dos relatos contenidos en dos obras célebres de la tradición retórica latina: De oratore de Ciceron (siglo I a. de C.) e Intitutio Oratoria de Quintiliano (siglo I d. de C.). Y no está de más decirlo precisamente porque ambos retóricos le confieren a la memoria artificial una relevancia operatoria inestimable en la práctica y en la enseñanza del arte oratoria. Desde que el episodio de
Simónides hizo parte de la retórica, la memoria artificial devino memoria retórica, vale decir, memoria para la memoria 5. Pero esta inscripción retórica, funcional a los propósitos de la oratoria, no es pura señal de una memoria dirigiéndose hacia el interior de la retórica, sino también de una memoria enviada desde dicho interior. A partir de este envío la memoria exhibe lo que ella habría querido mantener siempre en secreto: que ella no es nada sin su pérdida. Toda reivindicación de la memoria contra el olvido, sea política, moral o afectiva, cuenta a priori con esta pérdida. Vale decir, cuenta con una pérdida con la cual puede contar. Lo que también puede ser dicho de otra manera: mientras se conciba a la memoria como aquello que un sujeto puede perder, sea porque naturalmente le sucede, sea porque lo han coaccionado para sustituirla, sea porque ha traicionado su pasado, sea porque le han impedido su recuerdo, sea porque ha logrado hacer el duelo o porque no lo ha logrado 6, sea como sea, la pérdida de la memoria y el olvido organizarán conjuntamente un debate que aparece alimentándose una y otra vez de sus propios términos. Acaso sea por esta concepción bastante predominante y harto sistemática de la memoria, afirmada una y otra vez en la patología o la anomalía de la pérdida (ontológica o psicológica, histórica o política), que la experiencia del testimonio con sus altos índices de pérdida aparece como una experiencia tan incomunicable como cargada de contenidos, tan residual como rica en experiencia. Características que, por revestir un acusado sesgo afectivo, no es sólo objeto de tratamiento médico, sino también, hoy por hoy, objeto y tema predilecto de la crítica profesional.

Ahora bien, contar con una memoria que no cuente ya con su pérdida es contar con una pérdida con la cual no se puede contar. O más precisamente: contar con una memoria con la cual ya no se puede contar. Sea esta consciente o inconsciente, natural o artificial, masculina o femenina, privada o pública.

Visto desde el concepto predominante de la memoria, lo que se llama testimonio es la memoria de uno solo. Precisamente lo que aquí se mienta como el todo de la memoria. Desde que la experiencia de la memoria es la experiencia de una memoria que no se puede recordar, la memoria es la memoria de uno solo. He aquí la crudeza. La que ya no se desprende y no se aprende de la experiencia del dolor. Crudeza que ya difícilmente se deja aprender.

Acaso, por lo mismo, nunca podamos decir "nuestros" desaparecidos.

Del desaparecido se espera que aparezca, no que venga revestido con su desaparición. Todo lo que las técnicas de reconstrucción de identidad puedan alcanzar en perfección y en exactitud, no acallarán la inquietud de un reencuentro que jamás podría tener lugar.

No es irrelevante el hecho que para los familiares de los llamados "detenidos desaparecidos" el encuentro con un cadáver sea menos decisivo que el encuentro con tal o cual objeto que lo acompaña. Todavía menos irrelevante es si el objeto que lo acompaña contribuye a ensanchar la fosa entre él y el cadáver que debía poder nombrar. En la misma medida en que el objeto es capaz de nombrar al que acompaña, pliega sobre sí el abismo de una fractura. Luego, si las técnicas de identificación tienen alguna importancia, para que puedan aportar algo a la causa del desaparecido es necesario que se pongan al servicio de las condiciones del reconocimiento, las que nunca podrán dejar de incluir la confianza o el crédito dado a dichas técnicas.

Dicho en términos retóricos: no habiendo para la experiencia más que la probabilidad de encontrar al ser que es buscado en medio de su aparición, no siendo esto más que lo que las técnicas pueden aportar en el porcentaje más alto de su precisión, lo que queda es que la mediación técnica de la experiencia se de a si misma dicha demostración, vale decir, que la probabilidad (lo verosímil) sea lo que, retóricamente, restituya la identidad recuperada. La retórica da lo que nadie puede dar. Da lo que no puede dar. Ella es, como tal, el cien por cierto de lo que hay

Dicho de otra manera: Ante el desaparecido la retórica es el cien por ciento de lo que hay. La verdad forense no viene a remplazar a la retórica sino sólo a añadírsele. Desde que lo recuperado con su propio nombre mediante la exactitud de las técnicas no coincide con su nombre, es preciso otorgarle a las técnicas el don de los nombres. Que este otorgamiento nos sea favorable ante la perdida del saber, puesto que nos confiamos a su restitución técnica, nos enfrenta también al hecho de que dicha restitución técnica acompañaba al saber desde antes de su pérdida. Lo que debía ser un mero instrumento al servicio del nombre se revela como la posibilidad misma del nombre. Desde entonces, el nombre, cayendo en el vacío recae sobre sí, entonces se repite, y en su automatismo, no dice más que un nombre. Viene el nombre diciendo "sí", como ese fantasma al que Derrida se refiere en Mal de archivo, viene hablándonos pero sin cruzar con nosotros una palabra, hablándonos en su idioma, secretamente. "Quizá no responda, pero habla. Esto habla, un fantasma. ¿Qué quiere decir esto? En primer lugar, o de forma preliminar, esto quiere decir que sin responder dispone de una respuesta, un poco como el contestador automático (answering machine), cuya voz sobrevive al momento de su registro: usted llama, el otro está muerto, ahora, lo sepa o no, y la voz le responde, de modo muy preciso, a veces con alegría, le instruye, incluso puede darle instrucciones, hacerle declaraciones, dirigirle peticiones, ruegos, promesas, mandatos. Suponiendo concesso non dato, que un vivo responda alguna vez de modo absolutamente vivo e infinitamente ajustado, sin el menor automatismo, sin que una técnica de archivo desborde jamás la singularidad del acontecimiento, sabemos en todo caso que una respuesta espectral (así, pues, instruida por una tékhne e inscrita en un archivo) es siempre posible. No habría ni historia, ni tradición, ni cultura sin esta posibilidad" . 7

Ante la muerte, hay una retórica de la que no podemos disponer. Y no podemos porque nunca logramos estar ante la muerte. De ahí que todo intento por defenderse de la perdida, por ejemplo bajo la concepción predominante de una memoria, de un archivo o de un documento, se confía a un saber predispuesto en la memoria, en el archivo y en el documento cuya originaria condición técnica cuenta de antemano con la pérdida. Desde entonces, la denegación de la pérdida con la cual se cuenta es la reposición de un saber que se quiere ajeno a toda tecnificación. En tanto, la pérdida con la que no se puede contar, no se puede recordar. Y lo que no se puede recordar es lo que da lugar a la memoria.

El Fedón de Platón mantiene en reserva este pensamiento. Y lo mantiene infinitamente porque no lo puede dar. Y porque no puede, lo da. Ante su muerte, la de Sócrates por supuesto, este vuelve sobre el alma y la reminiscencia. O mejor: vuelven el alma y la reminiscencia. Vuelve el alma recordando. Vuelve recordando lo que ya sabe. Y cuando vuelve, lo sabe aunque no lo sepa. Porque sabe no lo sabe. Lo olvida porque lo sabe. Cuando el alma viene así, cargada con su saber, ella ya no viene porque ya vino. Aprender es recordar. Aprender es recordar. Aprender es recordar. Y la muerte, la memoria.

Pero porque ya vino, porque la memoria ya vino, porque vino incluso como memoria olvidada, lo único que puede venir, tras la venida de la memoria y del saber, lo único que puede venir cuando ella ya ha venido toda, entera, es la memoria, sólo ella, ella sola y su venir, suvenir. Y viene, viene siempre, sin que podamos cruzarnos con ella, sin que podamos esperarla o buscarla, tomarla o manejarla, haciendo de ella una política o una retórica de la identidad. Viene como un "suvenir", cruzando secretamente nuestra lengua, nuestra propia lengua, la otra lengua, la lengua del otro. La memoria viene, pero viene sin venir, retrocediendo. Viene perdida de antemano.

Ante el desaparecido como ante la ceniza, sólo sabemos, nada más sabemos, que no es pura ceniza. Hay saber-morir. Hay el poema, hay la pérdida que no se puede perder. Eva, de Gabriela Mistral.
"Eva tiene a Abel muerto en sus brazos; mira con asombro esa palidez; palpa, con miedo, esa blandura; llama su carne, pero no responde; nombra su carne, que no se yergue. Y como no cree en la muerte, que aún no ha visto, lo tiene entre sus brazos hasta que los gusanos destrenzan los muslos y suben hacia la cara".

Habría, creo yo, que explorar la posibilidad de una memoria con la que no se puede contar. Una que venga como viene un recuerdo, sólo él, él solo y su venir, un suvenir. Una memoria así

Es sabido que la problemática de la desaparición compromete varios aspectos: el reconocimiento privado y público de los hechos, la verdad de lo acontecido, su valor y consecuencias jurídicas y políticas, la cuestión del duelo y, por supuesto, la problemática de la identificación. Entre otras varias más, la cuestión de la memoria, del olvido, de la reparación, etc. No es ocioso darse cuenta que al tirar cualquiera de estos hilos los demás vienen añadirse. Sin que, por otra parte, pueda darse fácilmente con la totalidad del tejido.

Si tiramos uno, en principio el más elemental, a saber, el de la identidad o, más exactamente, el de la identificación, nos encontramos con aspectos que podrían resultar a la vez obvios e inauditos.

Pues resulta que, de acuerdo a una experiencia usual, el día en que los deudos recuperan el cadáver de sus familiares, tras años de "desaparición", no pueden en verdad identificarlos, a no ser por un objeto o una prenda de vestir que los acompañe. En cuyo caso se desencadena una inmediata e irresistible identificación. Esto sucede porque entre los restos encontrados con los cuales jamás se había entrado en relación y de los cuales nunca se había hecho la experiencia sólo quedan restos anexos que podrían reconducir a la recuperación de una experiencia efectivamente vivida. Caso contrario, que por lo demás son la mayoría de los casos, no se puede recuperar más que retazos parciales inconcluyentes que sólo la pericia técnica de la identificación puede conjurar a la vez que agravar. Desde la memoria retórica (o artificial) a las prácticas forenses de la recuperación de la identidad, el saber viene a suplir una identidad tan presupuesta como inalcanzable.

Se trata, obviamente, de una identidad desalojada o separada de la experiencia. O mejor, en la lógica de su propósito, en la recuperación de la identidad más allá de la experiencia. En términos de memoria esto significa la separación entre el recuerdo y la memoria, o bien, en términos clásicos, de la memoria natural y de la memoria artificial, donde esta última podría venir a curar la fragilidad de aquella. Patrocinada esta por el arte oratoria o la retórica tanto de los oradores como de los profesores de retórica. Por ejemplo: de Cicerón y Quintiliano.

En ambos casos, tanto la invención de la memoria retórica (confiada a Simónides de Keos, poeta del siglo VI) como su naturaleza y funcionamiento, parten de la incuestionable presuposición (de suyo aristotélica) de una identidad anterior y causante de todo propósito de identificación. Identidad esta, íntimamente solidaria de la anterioridad del conocimiento con respecto a la memoria.

Argumento este que organiza la discusión de Aristóteles con Platón.

Menciono esto de la presuposición incondicionada de la identidad para reconocer que el problema de la identificación confiada a las más diversas formas de tecnologías del reconocimiento (antiguas y modernas) se ponen en operación a partir de dicha presuposición.

Pero también para reconocer que la interrupción de la experiencia del reconocimiento, en la imposibilidad que ella una y otra vez arroja, interroga no tanto la eficacia de la aplicación de dichas tecnologías, la conformidad con un saber que demanda menos una adhesión que una confianza. O mejor: porque el saber no expende lo que la experiencia reclama, el saber hace conducente una experiencia del saber como límite, donde, se da la paradoja que lo que la experiencia atisba es que lo que yace allí, irreconocible, es el saber. Con lo cual, aquello que debía garantizar la recuperación de la identidad, cae conjuntamente con ella a los pies de la experiencia. Pero al caer ambas, cae también la experiencia. Ella sabe que, sin el saber, ella no es nada. O, al menos sabe, que es sólo por el saber que la identidad está asegurada. La experiencia necesita del saber para conjurar el solipsismo en el que podría verse envuelta. Pero desde el saber atisba también, ante el enigma del desaparecido, que ninguna tecnología que quiera recoger una identidad desde el despojo podrá reducir el abismo entre la identificación y la identidad, y por ello, tampoco podrá asegurar ya que la identidad está en su lugar.

Dicho en términos retóricos: no habiendo para la experiencia más que la probabilidad de encontrar al ser que es buscado en medio de su aparición, no siendo esto más que lo que la tecnología le puede aportar en el porcentaje más alto de su precisión, lo que queda es que la experiencia se de a si misma dicha demostración. De manera que, si la probabilidad o lo verosímil es lo que, retóricamente, restituye la identidad recuperada. La retórica da lo que nadie puede dar. Da lo que no puede dar. Ella es, como tal, el cien por cierto de lo que hay.

Lo que se llama el trabajo del duelo no tendría por qué escapar a este articulación. Por lo mismo, no veo por qué la problemática de la memoria podría no concernirle. La cuestión es, en todo caso, qué podríamos saber de la retórica bajo tales articulaciones. En cualquier caso, toda apuesta por el más de una memoria debería dejarse cruzar también por la problemática del más que una memoria.

Este episodio de la vida de Simónides de Keos (poeta del siglo VI a. de C.)8

ABSTRACT

Del desaparecido se espera que aparezca, no que venga revestido con su desaparición. Todo lo que las técnicas de reconstrucción de identidad puedan alcanzar en perfección y en exactitud, no acallarán la inquietud de un reencuentro que jamás podría tener lugar.

No es irrelevante el hecho que para los familiares de los llamados "detenidos desaparecidos" el encuentro con un cadáver sea menos decisivo que el encuentro con tal o cual objeto que lo acompaña. Todavía menos irrelevante es si el objeto que lo acompaña contribuye a ensanchar la fosa entre él y el cadáver que debía poder nombrar. En la misma medida en que el objeto es capaz de nombrar al que acompaña, pliega sobre sí el abismo de una fractura. Luego, si las técnicas de identificación tienen alguna importancia, para que puedan aportar algo a la causa del desaparecido es necesario que se pongan al servicio de las condiciones del reconocimiento, las que nunca podrán dejar de incluir la confianza o el crédito dado a dichas técnicas.

Ante el desaparecido la retórica es el cien por ciento de lo que hay. La verdad forense no viene a remplazar a la retórica sino sólo a añadírsele. Desde que lo recuperado con su propio nombre mediante la exactitud de las técnicas no coincide con su nombre, es preciso otorgarle a las técnicas el don de los nombres. Que este otorgamiento nos sea favorable ante la perdida del saber, puesto que nos confiamos a su restitución técnica, nos enfrenta también al hecho de que dicha restitución técnica acompañaba al saber desde antes de su pérdida.

Todo intento por defenderse de la perdida, sea bajo la forma o el signo de la memoria, del archivo o del documento, se confía a un saber de la memoria, del archivo y del documento cuya originaria condición técnica cuenta de antemano con la pérdida. Desde entonces, la denegación de la pérdida con la cual se cuenta es la reposición de un saber que se quiere ajeno a toda tecnificación. En tanto, la pérdida con la que no se puede contar, no se puede recordar. Y lo que no se puede recordar es lo que da lugar a la memoria.

Notas

1 El título original de esta ponencia era "Retórica de la memoria". Pero habría de ser un video de Paz Errázuriz titulado "El sacrificio", exhibido antes de la lectura de este texto, lo que me ha permitido ajustar el título en el punto que ahora es presentado. Punto de intensidad este, en el cual el degüello de un cordero, seguido de su inmediato desollamiento y destripamiento, lograba poner ante la vista el nacimiento de una memoria enteramente desprovista de recuerdo.
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2 YATES, F., El arte de la memoria, Taurus, Madrid, 1974 (Ingl. 1966). Traducción parcialmente modificada.
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3 Ibid. Las cursivas son mías.
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4 Las siguientes expresiones en el pasaje recién leído: "Pero Simónides recordaba los lugares... y fue, por ello, capaz de indicar...."; "... fue mediante su recuerdo de los lugares... que fue capaz de identificar...".
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5 En la constelación de la inscripción retórica del episodio de Simónides destaca la doctrina de Ad Herennium, contemporánea a Cicerón y de gran influjo en la mnemónica clásica. Aunque pueda resultar sorprendente que en ninguno de sus pasajes esté contenido el episodio de Simónides, quizá resulte más sorprendente que su enseñanza se mantiene en la fibra extraordinaria del acontecimiento fundador de la memoria artificial. "La naturaleza nos enseña qué hemos de hacer. Cuando vemos en la vida cotidiana cosas mezquinas, ordinarias y vulgares, generalmente no logramos recordarlas, a causa de que la mente [animus] no ha sido aguijoneada [commovetur] con cosa alguna novedosa o maravillosa. Mas si vemos u oímos algo excepcionalmemente [egregie] ruin, deshonroso insólito, grande, increible o ridículo, probablemente lo recordaremos por largo tiempo. Según esto olvidamos [obliviscimur] comúnmente las cosas inmediatas a nuestros ojos; a menudo recordamos muy bien incidentes [acciderunt] de nuestra infancia. Y esto no se debe a ninguna otra razón sino a que las cosas ordinarias se escapan con facilidad de la memoria [nisi quod usitatae res facile e memoria elabuntur] en tanto que las sorprendentes y novedosas [insignes e novae] permanecen por más tiempo en la mente [diutius <manent in animo]". Enseguida añade: "Debemos, pues, construir imágenes de tal suerte que puedan adherirse [genus in memoria diutissime potest haerere] a la memoria por muy largo tiempo. Y obraremos de este modo si establecemos las similitudes más sorprendentes [si quam maxime notatas similitudines constituemus] que sea posible; si logramos construir [ponemus] imágenes que no sean corrientes o vagas sino activas [imagines agentes]; si les atribuimos [adtribuemus] excepcional belleza o fealdad singular; si adornamos [exornabimus] algunas de ellas, por ejemplo con coronas o con mantos de púrpura, de modo que la similitud resulte más clara para nosotros; o si las desfiguramos [si qua re deformabimus] de alguna manera, introduciendo por ejemplo a alguien teñido en sangre o manchado de barro o embadurnado con pintura roja, de suerte que resulte más sorprendente su forma [ut si cruentam aut caeno oblitam aut rubrica delibutam inducamus, quo magis insignita sit forma], o asignando [adtribuamus] determinados efectos cómicos a nuestras imágenes, pues eso asegurará asimismo la presteza de nuestro recuerdo de ellas. Las cosas que recordamos con facilidad, cuando son reales, de la misma manera las recordamos sin dificultad cuando son ficticias. Mas es esencial esto: que se repasen una y otra vez mentalmente con rapiez todos los lugares originales [ut identidem primos quosque locos] a fin de vivificar las imágenes [imaginum renovandarum causa celeriter animo pervagemus]".
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6 Es interesante la concepción freudiana de la pérdida en Duelo y melancolía. En primer término porque la experiencia del duelo (la reacción ante la pérdida) aparece vinculado a un objeto a la vez íntimo y abstracto, de valor equivalente, vale decir, intercambiable o sustituible. En segundo término porque en el duelo normal dicha sustitución está confiada al tiempo de un desprendimiento.
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7 DERRIDA, J., Mal de archivo. Una impresión freudiana, Trotta, Madrid, 1997, p.70.
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8 Ver mi texto: Simónides de Keos y la retórica de la memoria.
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